CAPÍTULO ONCE
Grace
La enfermera levantó la mirada cuando entré en su despacho.
—¿Otra vez aquí, Grace?
Las tres sillas que había frente a su escritorio estaban ocupadas por otros tantos alumnos: uno de ellos tenía la cabeza colgando hacia atrás en una postura demasiado ridícula para no estar dormido, y los otros dos estaban leyendo. Era bien sabido en el instituto que a la señora Sanders no le importaba darte refugio durante un rato en la enfermería si la vida te trataba mal. Siempre me había parecido muy amable por su parte; pero cuando entré allí con una jaqueca de muerte y descubrí que todas las sillas estaban ocupadas, me lo pensé mejor.
Me dirigí hasta la mesa de la señora Sanders y crucé los brazos. La cabeza me palpitaba a un ritmo tan constante que hubiera podido tararearlo. Me froté la cara con la mano, en un gesto que me sorprendió a mí misma por lo mucho que me recordó a Sam, y dije:
—Siento volver a molestarla por una tontería, pero es que la cabeza me está matando otra vez.
—La verdad es que tienes bastante mala cara —afirmó la señora Sanders. Se levantó y me indicó con un gesto que me sentara en su silla—. Espera un momento, voy a buscar un termómetro. También estás un poco congestionada.
—Ya. Gracias.
Observé cómo desaparecía en la habitación contigua y me recosté. Me sentía incómoda, no solo porque estaba sentada en el sitio de la enfermera —con un solitario a medias en el ordenador y las fotos de sus hijos mirándome desde el escritorio—, sino porque me resultaba extraño visitar tanto la enfermería. Aquella era la segunda vez que entraba allí, y solo habían pasado unos días desde mi visita anterior; hasta entonces, mi relación con la enfermería se había limitado a esperar fuera a que saliera Olivia cuando se ponía mala. Nunca había estado dentro como paciente, deslumbrada por la luz de los fluorescentes y preguntándome si estaría empezando a enfermar.
Ahora que me había quedado sola pensé que no tenía sentido disimular, así que hice una mueca y me pellizqué el puente de la nariz en un intento de amortiguar el dolor. La jaqueca era igual a todas las que tenía últimamente: un latido sordo que se extendía en oleadas por los pómulos. Parecía el inicio de alguna enfermedad, y llevaba días pensando que de un momento a otro empezaría a moquear o a toser.
La señora Sanders reapareció con un termómetro, y al verla dejé caer la mano.
—Abre la boca, cielo —me pidió; en otras circunstancias me habría hecho gracia, porque la señora Sanders nunca me había parecido el tipo de mujer que llamaba «cielo» a la gente—. Me da la impresión de que estás incubando algo.
Agarré el termómetro y me lo coloqué debajo de la lengua; su funda de plástico estaba pegajosa y tenía los bordes afilados. Quise contestar que casi nunca enfermaba, pero cuando iba a hacerlo me di cuenta de que no podía abrir la boca. La señora Sanders se puso a charlar con los dos alumnos que estaban despiertos, y al cabo de tres minutos se volvió hacia mí y agarró el termómetro.
—Pensaba que ya no fabricaban estos termómetros tan lentos —comenté.
—Los hay más rápidos, pero solo los usan los pediatras. Las autoridades sanitarias consideran que los mastuerzos de secundaria tenéis suficiente con los normales —repuso mientras examinaba el termómetro—. Tienes unas décimas, casi nada. Debes de haber pillado algún virus. Con estos cambios de temperatura, hay muchos sueltos por ahí. ¿Quieres que llame a alguien para que venga a recogerte?
Por un momento pensé en lo estupendo que sería escaparme del instituto y pasar la tarde acurrucada entre los brazos de Sam. Pero él estaba trabajando y yo tenía un examen de Química, así que suspiré y admití la triste verdad: no estaba tan enferma como para irme a casa.
—No hace falta, tampoco queda tanto para que terminen las clases. Además, tengo un examen.
La señora Sanders pareció un poco sorprendida.
—Vaya, una estoica. Me parece muy bien. En realidad se supone que no puedo darte esto sin autorización de tus padres, pero…
Se colocó detrás de mí y abrió uno de los cajones de su escritorio. Dentro había un puñado de monedas sueltas, unas llaves de coche y un bote de paracetamol. Sacó dos pastillas, me las puso en la mano y dijo:
—Esto te bajará la fiebre y puede que te ayude con el dolor de cabeza.
—Gracias —contesté poniéndome en pie—. No se lo tome a mal, pero espero no volver a verla en lo que queda de semana.
—¡Pero si este despacho es un punto de encuentro social y cultural! —bromeó la señora Sanders—. Cuídate, ¿quieres?
Me tragué las pastillas con un poco de agua del grifo que había junto a la puerta y emprendí el camino de vuelta a clase. El dolor se había amortiguado, y cuando el paracetamol me hizo efecto a última hora, dejé de sentirlo. Supuse que la señora Sanders tenía razón: aquello no podía ser más que un simple virus estacional.
Traté de convencerme de ello.