CAPÍTULO DIEZ
Grace
Cuando Sam llegó a casa, mi amiga Rachel y yo llevábamos media hora intentando preparar pollo a la parmesana. Rachel era demasiado inquieta para empanar en condiciones los trozos de carne, así que la puse a remover la salsa de tomate mientras yo pasaba una montaña de trozos de pechuga por un plato de huevo y otro de pan rallado. Me estaba haciendo la enfurruñada, pero en realidad me relajaba aquella actividad repetitiva: la consistencia viscosa del huevo amarillo y brillante al resbalar sobre el pollo, el suave murmullo de las migas de pan al ceder bajo la presión de mis dedos.
Todo habría sido perfecto si no me hubiera dolido tanto la cabeza. Aun así, los preparativos de la cena y el hecho de tener a Rachel en casa eran suficientes para hacerme olvidar la jaqueca. Incluso me permitían mantener a raya la inquietud por Sam, aunque había caído una noche de aspecto invernal, el frío se colaba por la ventana de la cocina y él aún no había llegado. No dejaba de repetir el mismo mantra para mis adentros: «Tranquila. No va a transformarse. Se ha curado. Se acabó».
Rachel dio un golpecito con su cadera en la mía, y solo entonces caí en la cuenta de que había puesto la música a todo volumen. Me propinó otro caderazo al ritmo de la música y luego se puso a dar vueltas en el centro de la cocina, agitando los brazos por encima de la cabeza como una loca. Llevaba puesto un vestidito negro sobre unas mallas a rayas e iba peinada con coletas, así que la imagen resultaba… chocante.
—Rachel —empecé a decirle, y ella se quedó mirándome sin dejar de bailar—. Rachel, no me extraña que no tengas novio.
—No hay hombre que pueda con esto —aseguró ella, señalándose a sí misma con un aspaviento.
Dio otro giro y estuvo a punto de chocar con Sam, que acababa de entrar por la puerta que daba al recibidor. La música estaba tan fuerte que no habíamos oído su llegada. Al verlo, el estómago me pegó un vuelco y sentí una oleada de la mezcla de alivio, nervios y expectación que ya nunca me abandonaba del todo.
Sin dejar de mirar a Sam, Rachel hizo un extraño paso de baile con los dedos índices extendidos; parecía uno de esos movimientos que inventaba la gente en los años cincuenta, cuando los chicos y las chicas no podían tocarse al bailar.
—¡Hola, chico misterioso! —gritó Rachel para hacerse oír por encima de la música—. ¡Estamos preparando comida italiana!
Todavía con un trozo de pollo en la mano, me di la vuelta y carraspeé con fuerza.
—Bueno, tal vez haya exagerado un poco —rectificó Rachel—. ¡Estoy mirando a Grace mientras ella prepara comida italiana!
Sam me miró con una sonrisa; su expresión, siempre un poco triste, parecía más tensa de lo habitual. Después dijo algo que la música no me dejó entender. Bajé el volumen de la radio con la mano que no tenía cubierta de pan rallado.
—¿Qué?
—Te he preguntado qué estás preparando —repitió Sam—. Y luego he dicho: «Hola, Rachel. ¿Te importaría dejarme entrar en la cocina?».
Rachel se hizo a un lado con una reverencia y Sam se apoyó en la encimera, a mi lado. Sus ojos amarillos, tan lobunos, estaban entrecerrados, y parecía haberse olvidado de quitarse el abrigo.
—Pollo a la parmesana —dije.
El parpadeó.
—¿Cómo?
—Es lo que estoy preparando. ¿Por dónde andabas tú?
—Estaba… en la librería. Leyendo —respondió Sam, titubeante.
Después miró de reojo a Rachel, se humedeció los labios y añadió:
—No puedo hablar: tengo la boca congelada. ¿Cuándo llegará la primavera?
—Olvídate de la primavera —dijo Rachel—. ¿Cuándo llegará la cena?
Levanté un trozo de pechuga sin empanar para que viera que estaba en ello. Sam se volvió para echar una ojeada a la encimera.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó.
—Lo que necesito es acabar de empanar estos dos millones de trozos de pechuga —respondí. La cabeza había empezado a palpitarme, y los trozos de pollo crudo cada vez me daban más grima—. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo que puede dar de sí un kilo de pollo fileteado si lo mazas.
Sam me apartó con suavidad para acercarse al fregadero y se lavó las manos. Cuando se estiró para alcanzar el trapo, su mejilla rozó la mía.
—¿Qué te parece si empano las que quedan mientras tú las vas friendo?
—Yo pondré a hervir el agua para la pasta —se ofreció Rachel—. Hervir cosas se me da de miedo.
—La olla grande está en la despensa —dije.
Cuando Rachel desapareció en la despensa para rebuscar entre ollas y tapas, Sam se inclinó y posó los labios en mi oreja.
—Hoy he visto a uno de los lobos nuevos que creó Beck —musitó—. Transformado.
Mi cerebro necesitó unos instantes para procesar sus palabras: «lobos nuevos». ¿Habría vuelto Olivia a ser humana? ¿Habría intentado Sam encontrar a los demás lobos? ¿Qué pasaría ahora?
Me volví bruscamente hacia él. Seguía tan cerca de mí que nuestras narices se tocaron, y me di cuenta de que la suya aún estaba helada. En sus ojos se leía claramente la preocupación.
—¡Eh, vosotros dos, cortaos un poco! —exclamó Rachel—. El chico misterioso me cae bien, pero no me apetece ver cómo os dais besitos. Besarse delante de alguien que carece de amor en su vida es un acto de crueldad. Además, ¿tú no tenías que freír las pechugas, Grace?
Los tres terminamos de preparar la cena. La conciencia de que Sam tenía algo que contarme, algo de lo que no podíamos hablar delante de Rachel, hizo que el tiempo se me pasara con una lentitud insufrible. Para empeorar las cosas, también me sentía culpable: al fin y al cabo, Rachel era tan amiga de Olivia como yo, y si hubiera sabido que Olivia iba a volver pronto, se habría puesto loca de alegría. Contuve las ganas de mirar el reloj continuamente; la madre de Rachel vendría a recogerla a las ocho.
—¡Hola, Rachel! ¡Qué bien, comida! —exclamó mi madre mientras entraba en la cocina a toda velocidad, deteniéndose apenas para dejar el abrigo en el respaldo de una silla.
—¡Mamá! —dije sin molestarme en ocultar lo sorprendida que estaba de verla—. ¿Qué haces aquí tan pronto?
—¿Queda un poquito para mí? He cenado en el estudio, pero no me ha quitado el hambre —respondió ella sin hacerme mucho caso.
No me extrañó que estuviera hambrienta: mi madre quemaba tantas calorías como cinco personas normales. Era uno de los efectos de su hiperactividad.
Se dio la vuelta y vio a Sam.
—Ah, hola. ¿Otra vez por aquí? —preguntó con un tono no especialmente agradable.
Sam se ruborizó.
—Es casi como si vivieras en esta casa, ¿no crees? —añadió mi madre.
Se dio la vuelta y me lanzó una mirada llena de intención que preferí no entender. Sin embargo, Sam apartó la cara como si hubiera captado perfectamente el mensaje.
Las cosas no habían sido siempre así entre mi madre y Sam. Al principio, ella incluso había coqueteado con él en su estilo despistado característico, y le había pedido que le cantara una canción y que posara para un retrato. Pero eso había sido cuando Sam solo era un chico que salía conmigo. En cuanto quedó claro que Sam había llegado para quedarse, a mi madre dejó de gustarle. Ahora, las dos nos comunicábamos en el lenguaje del silencio: las pausas que hacíamos entre frase y frase tenían más significado que lo que nos decíamos.
Apreté la mandíbula.
—Sírvete un plato, mamá —ofrecí—. ¿Vas a trabajar más esta noche?
—Ajá, veo que me estás echando, ¿no es eso? Vale, me iré al piso de arriba —repuso ella en tono ligero, dándome toquecitos en la cabeza con el tenedor—. No hace falta que me mires con esa cara, Grace. Ya lo pillo. ¡Hasta luego, Rachel!
—No la estaba mirando con ninguna cara especial —dije cuando se marchó, mientras me acercaba a recoger su chaqueta. La escena me había dejado un regusto amargo.
—Es cierto —coincidió Sam, pensativo—. Lo que pasa es que tiene mala conciencia.
Sam parecía alicaído, como si cargara con un peso que no había estado allí por la mañana. De repente se me ocurrió pensar que tal vez no estuviera seguro de haber tomado la decisión correcta; que tal vez aquella vida no compensara los riesgos que había corrido. Sentí el impulso de decirle que, para mí, sí que había valido la pena, y que si hiciera falta podía subirme al tejado y gritarlo para que todos se enteraran. Fue entonces cuando decidí empezar a contarle algunas cosas a Rachel.
—Será mejor que cambies tu coche de sitio —le dije a Sam.
El miró con ansiedad al techo, como si mi madre pudiera leerle los pensamientos desde el piso de arriba. Después volvió los ojos hacia Rachel y los apartó para lanzarme una mirada elocuente: «¿Estás segura de que quieres contárselo?», parecía decir. Me encogí de hombros.
Rachel me miró desconcertada y yo le indiqué con un gesto que se lo explicaría enseguida. Sam salió al recibidor, se acercó al pie de las escaleras y gritó:
—¡Hasta luego!
Se produjo una larga pausa.
—Adiós —respondió al fin mi madre en tono seco.
Sam volvió a la cocina, con la mala conciencia escrita en la cara.
—Rachel, no sé si volveré antes de que te vayas, así que hasta luego —dijo en tono vacilante.
—¿Cómo que va a volver? —preguntó ella sorprendida, mientras Sam salía por la puerta principal haciendo tintinear las llaves de su coche—. ¿Por qué ha dicho eso? ¿Adonde va a llevar el coche? Espera, espera… ¿es que el chico misterioso duerme aquí?
—¡Chssst! —la interrumpí, mirando hacia el pasillo.
Cogí a Rachel por el codo y la llevé hacia un rincón de la cocina. Después de soltarla me miré los dedos.
—Vaya, Rachel, estás helada.
—No, eres que tú la que tiene la mano caliente —me corrigió—. Bueno, ¿qué está pasando aquí? ¿Estáis… durmiendo juntos?
No pude evitar ruborizarme.
—Sí; bueno, no. No es lo que piensas. Es solo que…
—Ostras, ostras, ostras… —masculló Rachel sin esperar a que se me ocurriera una forma de terminar la frase—. ¡Yo alucino, Grace! ¿Es solo que… qué? ¿Qué hacéis todas las noches? ¡No, espera, no quiero saberlo!
—¡Chssst! —volví a chistarle, aunque en realidad no estaba hablando demasiado alto—. Dormimos juntos, eso es todo. Sí, ya sé que suena raro, pero yo…
Traté de encontrar palabras para explicárselo. No era solo que hubiera estado a punto de perder a Sam y quisiera tenerlo cerca. Tampoco era solo deseo. Era que necesitaba dormir con el pecho de Sam pegado a mi espalda, notar cómo sus latidos se iban calmando para acompasarse a los míos. Era sentir el tacto de su piel cuando me abrazaba, su olor cuando estaba dormido, el sonido de su respiración… Todo aquello era mi verdadero hogar, lo único que necesitaba cuando caía la noche. Era diferente a estar con él durante el día. Pero no sabía cómo hacérselo entender a Rachel, y por un momento me pregunté por qué habría decidido contárselo.
—No sé si puedo explicarlo. Es… para mí ya no es lo mismo dormir sin él.
—¡No me digas! —exclamó Rachel en tono zumbón.
—¡Rachel! —le reproché.
—Perdona, perdona. Estoy intentando ser razonable, pero es que mi mejor amiga acaba de decirme que lleva no sé cuánto tiempo durmiendo con su novio sin que sus padres lo sepan. ¿Así que después se va a colar en tu cuarto? ¡Has pervertido al chico misterioso!
—¿Crees que estoy haciendo algo malo? —pregunté con una punzada de inquietud, porque tal vez fuera verdad que lo había pervertido.
Rachel se quedó pensativa.
—Creo que es lo más romántico que he oído en mi vida.
Solté una carcajada afónica, sintiendo una mezcla de mareo y alivio.
—Rachel, no sabes lo enamorada que estoy de él —afirmé.
Sin embargo, al decirlo en voz alta sonó raro, cursi, casi como un anuncio. Me resultaba imposible reflejar en mi voz la verdad de lo que sentía.
—¿Me prometes que no dirás nada? —le pedí.
—Tu secreto está a salvo conmigo. ¡A Dios pongo por testigo que no seré yo quien rompa la historia de estos dos jóvenes amantes! ¡Madre mía! No me puedo creer que de verdad seáis dos jóvenes amantes.
Mi corazón seguía acelerado, pero la confesión me había sentado bien: era un secreto menos que esconder. Cuando la madre de Rachel llegó unos minutos después, las dos nos sentíamos un poco mareadas. Me pregunté si no sería el momento de revelarle algún secreto más.
Sam
El jardín estaba a ocho grados bajo cero. A la luz brillante de la luna —una esfera pálida que asomaba tras las ramas desnudas—, me rodeé el torso con los brazos y estudié mis zapatos mientras esperaba a que la madre de Grace saliera de la cocina. En cierto momento maldije en voz baja las primaveras gélidas de Minnesota, pero mis palabras se evaporaron en la oscuridad convertidas en nubecillas blancas. Me resultaba muy extraño pasar tanto frío —temblar, dejar de sentir los dedos de los pies y de las manos, parpadear para aliviar el escozor de los ojos— y saber al mismo tiempo que nada de ello me acercaba al lobo que había sido.
Por el cristal agrietado de la puerta corredera se colaba la voz de Grace; estaba hablando con su madre sobre mí. Su madre preguntó si yo volvería a ir a su casa a la tarde siguiente. Grace contestó que, dado que estábamos saliendo juntos, era muy posible que lo hiciera. Su madre, como si pensara en voz alta, comentó que algunas personas podrían pensar que estábamos yendo demasiado deprisa. Grace le preguntó si quería un poco más de pollo a la parmesana antes de meterlo en la nevera, con un matiz de impaciencia que su madre claramente no captó. Deseé que dejara de remolonear en la cocina: aunque ella no lo sabía, me tenía prisionero en el porche sin más abrigo que unos vaqueros y una camiseta de los Beatles. Empecé a considerar la posibilidad de que Grace y yo nos casáramos y viviéramos en plan hippy en mi Volkswagen, mientras hacía un esfuerzo por reprimir el castañeteo de mis dientes y notaba cómo se me entumecían cada vez más los pies y las orejas. La idea nunca me había parecido tan razonable.
—¿Me enseñas lo que has pintado esta tarde? —preguntó Grace.
—Bueno —accedió su madre con suspicacia.
—Déjame que coja antes mi jersey.
Grace se acercó a la puerta corredera y abrió el pestillo sin hacer ruido, mientras cogía el jersey de la mesa de la cocina con la otra mano. Lanzó una mirada fugaz a la oscuridad de fuera mientras sus labios formaban dos palabras: «Lo siento».
—Aquí dentro hace frío —dijo luego, ya en voz alta.
Cuando salieron de la cocina, conté hasta veinte y entré. No podía dejar de estremecerme por el frío, pero seguía siendo Sam.
A aquellas alturas no hubiera debido dudar de mi cura, pero seguía esperando la broma final.
Grace
Sam temblaba tanto cuando al fin pude reunirme con él en mi habitación, que me olvidé por completo de mi dolor de cabeza Cerré la puerta sin encender la luz y seguí el sonido de su voz hasta la cama.
—P… p… puede que tengamos que replantearnos nuestra forma de vida —me susurró tratando de contener el castañeteo de sus dientes cuando me metí en la cama y lo abracé. Le acaricié los brazos: la piel de gallina se notaba a través de la tela de la camiseta.
Tiré del edredón hasta cubrirnos las cabezas y apreté la cara contra la piel helada de su cuello.
—Pero es que no quiero dormir sin ti —susurré, dándome cuenta de lo egoísta que sonaba.
Él se hizo un ovillo y pegó los pies a mis piernas desnudas; a pesar de que llevaba puestos los calcetines, se notaba que los tenía helados.
—Yo tampoco. Pe… pero tenemos toda… —no lograba articular las palabras, y tuvo que hacer una pausa para frotarse los labios con la mano—. Tenemos toda la vida por delante. Para estar juntos.
—Sí, toda la vida empezando desde ya —repliqué.
La voz de mi padre sonó en el pasillo; debía de haber entrado en casa justo cuando yo me metía en mi habitación. Me quedé escuchando cómo charlaba y bromeaba con mi madre mientras los dos subían las escaleras. Por un instante sentí envidia de su libertad para ir y venir: sin clases, sin padres, sin reglas.
—Sam, no tienes por qué quedarte a dormir conmigo si no te apetece. Siéntete libre, de verdad —hice una pausa—. La verdad es que antes he sonado demasiado posesiva.
Sam se dio la vuelta para mirarme a la cara. En la oscuridad solo se distinguía el brillo de sus ojos.
—No voy a cansarme nunca de esto, Grace. Pero no quiero causarte problemas. Y no me gustaría obligarte a echarme si… si las cosas se complican.
Le pasé la mano por la cara y me detuve en su mejilla. Estaba agradablemente fresca.
—Para ser un chico tan listo, a veces te pones bastante idiota.
La mejilla de Sam se arrugó bajo la palma de mi mano para formar una sonrisa y su cuerpo se pegó aún un poco más al mío.
—No sé si es porque yo tengo frío, pero pareces una estufa.
—Es que soy una chica ardiente —susurré.
Sam soltó una carcajada silenciosa, casi un jadeo.
Le agarré las manos, las llevé al hueco de nuestros pechos y los dos nos quedamos así un rato, con las manos entrelazadas entre su cuerpo y el mío, hasta que las suyas entraron en calor.
—Háblame del lobo nuevo —le pedí.
Sam se quedó muy quieto.
—Hay algo extraño en él. Guando cambió a lobo no se asustó de mí.
—Qué raro.
—Eso me dio que pensar… ¿Qué clase de persona elegiría voluntariamente ser un lobo, Grace? Estos lobos nuevos… No sé, tienen que estar desequilibrados. ¿Quién puede escoger algo así?
Ahora fui yo la que se quedó inmóvil. Me pregunté si Sam recordaría aquella noche de hacía unos meses, tumbados en mi cama como en este momento, en la que yo le había confesado que deseaba transformarme para no tener que separarme de él. Pero, en realidad, no solo era por él. También quería saber cómo era ser loba, vivir aquella vida instintiva, mágica y elemental. Volví a pensar en Olivia, en aquella loba blanca que corría entre los árboles con el resto de la manada, y sentí un poso amargo en mi interior.
—Tal vez les gustaran los lobos —dije al fin—. Y puede que sus vidas no fuesen especialmente satisfactorias.
Los dedos de Sam se aflojaron y me di cuenta de que tenía los ojos cerrados. Sus pensamientos estaban lejos de mí, inalcanzables.
—No confío en él, Grace —musitó al cabo de un momento—… Tengo el presentimiento de que estos lobos nuevos no van a traernos nada bueno. Y yo… preferiría que Beck no lo hubiera hecho. Que hubiera sabido esperar.
—Duérmete —le dije, aunque sabía que no lo haría—. No te preocupes por cosas que tal vez no pasen.
Pero sabía que eso tampoco lo haría.