CAPÍTULO UNO
Sam
Mercy Falls empezó a parecerme un lugar distinto cuando supe que iba a ser humano durante el resto de mi vida. Antes, el pueblo solo existía para mí en el calor del verano: aceras de hormigón y hojas curvadas hacia el sol, una nube de olor a asfalto caliente y humo de camiones.
Ahora, al descubrir cómo las ramas de los árboles se ribeteaban de rosa pálido con la primavera, lo supe con certeza: aquel era mi hogar.
En los meses pasados desde que me había despojado definitivamente de mi pelaje de lobo, me esforcé por aprender de nuevo a ser un chico. Recuperé mi antiguo trabajo en la librería The Grooked Shelf, un reducto de palabras sin estrenar y susurros de páginas. Cambié el todoterreno que había heredado de Beck —el recuerdo vivo de su aroma y de mi vida con los lobos— por un Volkswagen Golf con el espacio justo para Grace, mi guitarra y yo. Cuando sentía una corriente de aire frío, intentaba no estremecerme. Trataba de recordar que ya no estaba solo. Por la noche, me escabullía en el cuarto de Grace, me acurrucaba junto a ella e inspiraba el aroma de mi nueva vida mientras acompasaba los latidos de mi corazón con los suyos.
El estómago aún se me encogía al oír los aullidos lejanos de los lobos, pero mi nueva vida, sencilla y sosegada, bastaba para consolarme. Pensaba en la cantidad de navidades que pasaría con aquella chica entre mis brazos, en el privilegio que sería envejecer en aquella piel que aún me resultaba extraña. Lo sabía. Sabía que lo tenía todo.
Aferrado a la ofrenda del tiempo,
el futuro, de repente, queda abierto.
Había empezado a llevarme la guitarra a la librería. Últimamente no había demasiados clientes, así que podía pasarme horas inventando canciones sin más testigos que las paredes atestadas de libros. Poco a poco, el cuaderno que me había regalado Grace fue llenándose de palabras. Cada nueva fecha que anotaba en lo alto de una página era una victoria sobre el recuerdo del invierno.
Aquella mañana comenzó como todas las anteriores: calles mojadas por la lluvia, aún vacías de gente. Acababa de abrir la tienda cuando me sorprendió el tintineo de la puerta. Dejé la guitarra apoyada en la pared, justo detrás de mi taburete, y levanté la vista.
—Hola, Sam —me saludó Isabel.
Me pareció raro verla sola, sin Grace, y me extrañó aún más verla allí, en aquella acogedora cueva de libros que consideraba mía. La muerte de su hermano el invierno anterior había endurecido su voz y afilado su mirada, que nunca habían sido suaves. Isabel me observó; en sus ojos había una expresión displicente que me hizo sentir pequeño.
—¿Qué te cuentas? —preguntó mientras se acercaba al taburete vacío que había junto al mío.
Se sentó cruzando ostentosamente las piernas y pensé que, si Grace hubiera estado en su lugar, habría apoyado los pies en el travesaño. Luego, al ver la taza de té que yo no había llegado a probar, la agarró sin preguntar y le dio un sorbo antes de soltar un largo suspiro.
Me quedé mirando la marca de sus labios en el borde de la taza.
—Ya ves —contesté—. ¿Te has cortado el pelo?
Sus perfectos tirabuzones rubios habían desaparecido, víctimas de un corte radical que le daba un aspecto hermoso y cruel al mismo tiempo.
Isabel enarcó una ceja.
—Nunca creí que fueras aficionado a decir obviedades, Sam.
—No lo soy —respondí, ofreciéndole la taza para que se terminara el té; me habría resultado extraño llevármela a los labios después de ella—. Si hubiera querido decir una obviedad, habría preguntado: «¿No deberías estar en el instituto?».
—Touché —respondió ella, apropiándose de mi bebida como si hubiera sido suya desde el principio.
Se arrellanó con elegancia en su taburete y yo me encorvé como un buitre en el mío. El reloj de la pared siguió marcando los segundos. En el exterior, unas espesas nubes blancas de aspecto invernal se cernían sobre las calles. Una gota de lluvia cayó centelleante al otro lado de la ventana y rebotó en la acera: era granizo. Mis pensamientos divagaban, pasando de mi guitarra baqueteada al libro de poemas de Mandelstam que reposaba sobre el mostrador («¿Qué puedo hacer con este cuerpo que me ha sido dado, tan íntimo, tan irrepetible?»). Finalmente, me agaché y encendí el equipo de sonido que había bajo el mostrador. La música se extendió por todos los rincones de la librería.
—He visto lobos en el bosque que hay junto a mi casa —dijo Isabel meneando la taza—. Oye, esto sabe a césped.
—Bébetelo, te sentará bien.
En el fondo, echaba de menos mi té; el calor de la taza me parecía una red de seguridad frente al frío del ambiente. Aunque sabía que ya no la necesitaba, me sentía más humano con la taza en la mano.
—¿Cómo de cerca? —pregunté.
Isabel se encogió de hombros.
—A veces los distingo desde las ventanas del tercer piso. Está claro que carecen de instinto de supervivencia, porque si no se alejarían de mi padre. No les tiene demasiada estima —afirmó, posando los ojos en la cicatriz irregular de mi cuello.
—Sí, lo recuerdo —contesté, pensando que Isabel tampoco tenía demasiadas razones para apreciar a los lobos—. Si alguno de ellos se te acerca con forma humana, me lo dirás, ¿verdad?, antes de que tu padre lo diseque y lo coloque en su salita —añadí, usando el diminutivo para suavizar la crudeza de la frase.
Isabel me lanzó una mirada fulminante, capaz de petrificar a cualquiera que no la conociera bien.
—Hablando de salitas —dijo—, ¿estás viviendo solo en ese caserón?
No. Una parte de mí sabía que mi deber era estar en casa de Beck para acoger a los demás miembros de la manada cuando recuperasen su apariencia humana al terminar el invierno, y también para buscar a los cuatro lobos nuevos. Pero otra parte de mí se negaba a vagar por aquella casa sabiendo que nunca volvería a ver a Beck.
En cualquier caso, no era mi casa. Mi casa era cualquier lugar donde estuviera Grace.
—Sí —le respondí.
—Mentiroso —me espetó Isabel con una sonrisa carente de humor—. Grace miente mucho mejor que tú. Bueno, dime dónde están los libros de medicina. No sé por qué te sorprendes… ¿Creías que había venido solo para hablar contigo?
—Claro que no —dije señalándole un rincón de la librería—. Pero no sabía que te interesara ese tipo de libros.
Isabel resbaló por el asiento del taburete hasta quedar de pie y se acercó a la estantería que le había indicado.
—A veces no basta con consultar la Wikipedia, ¿sabes?
—Si hicieran una lista de las cosas que no pueden encontrarse en la red, llenarían un libro entero —contesté, notando cómo mis pulmones volvían a llenarse de aire ahora que Isabel se había levantado.
Agarré una factura duplicada y empecé a plegarla para hacer una grulla.
—Supongo que tú lo sabes mejor que nadie, Sam. Al fin y al cabo, fuiste una criatura imaginaria.
Hice una mueca y seguí haciendo pliegues. El código de barras de la factura formaba un diseño de rayas blancas y negras en una de las alas, haciendo que la otra pareciera más grande. Cogí un boli para trazarle unas líneas de manera que la figura fuese perfecta, pero cambié de idea en el último momento.
—De todas formas, ¿qué estás buscando? —pregunté—. No tenemos muchos libros de medicina serios. Más que nada, lo que hay son cosas de autoayuda y de medicina natural.
Isabel se acuclilló junto a la estantería.
—No tengo ni idea de lo que quiero; lo sabré cuando lo encuentre. ¿Cómo se llama ese libro gordísimo que cuenta todas las cosas malas que pueden pasarte?
—Cándido, de Voltaire —respondí; pero no había nadie en la tienda para pillar el chiste, así que, tras una breve pausa, añadí—: ¿El Manual de Merck?
—Ese.
—Ahora mismo no lo tenemos, pero puedo encargarlo —no me hacía falta consultar el inventario para saberlo—. Nuevo sale un poco caro, pero seguro que puedo encontrarte un ejemplar de segunda mano. Por suerte, las enfermedades no cambian demasiado con los años —pasé un trozo de hilo por el lomo de mi grulla de papel y me encaramé al mostrador para colgarla—. Aunque me parece un poco excesivo, a no ser que tengas intención de estudiar medicina.
—Me lo estoy pensando.
Lo dijo en un tono tan brusco que solo me di cuenta de que me acababa de hacer una confidencia cuando el timbre de la puerta volvió a sonar.
—Enseguida le atiendo —dije, poniéndome de puntillas sobre el mostrador para anudar el hilo a la lámpara—. Avíseme si necesita algo.
Aunque la pausa que se produjo no duró más de un latido, me di cuenta de que el silencio de Isabel estaba teñido de alarma. Bajé los brazos sin saber muy bien qué hacer.
—No te preocupes —dijo el recién llegado con tono profesional—. Esperaré a que acabes.
Algo en su voz me hizo perder el interés por la papiroflexia, así que me di la vuelta y vi que un policía me miraba fijamente. Desde lo alto se distinguía perfectamente todo lo que llevaba colgado del cinturón: pistola, walkie-talkie, spray de defensa personal, esposas, móvil.
Cuando tienes secretos, aunque no sean ilegales, resulta muy desasosegante que un policía vaya a verte a tu lugar de trabajo.
Bajé lentamente del mostrador, con la grulla en la mano.
—Da igual, tampoco es que me haya salido muy bien —dije señalándola con la barbilla—. ¿Puedo… puedo ayudarle en algo?
Sabía perfectamente que no había venido para comprar libros. El pulso me palpitaba en el cuello, acelerado. Isabel había desaparecido; la librería parecía vacía excepto por nosotros dos.
—Me gustaría hablar contigo un momento, si no estás muy ocupado —repuso educadamente el policía—. Eres Samuel Roth, ¿verdad?
Asentí.
—Yo soy el oficial Koenig. Estoy trabajando en el caso de Olivia Marx.
Olivia… Sentí que se me encogía el estómago. Olivia era una de las mejores amigas de Grace. El año anterior la había mordido un lobo, y se había pasado los últimos meses viviendo en el bosque de Boundary en forma de loba. Su familia pensaba que se había escapado de casa.
Deseé que Grace estuviera allí: si mentir fuera un deporte olímpico, Grace habría sido la campeona del mundo. No tendría vocación de escritora, pero poseía una capacidad increíble para inventar cuentos.
—Ah —contesté—. Olivia.
Evidentemente, me ponía nervioso que un policía viniera a hacerme preguntas; pero, por extraño que parezca, me inquietaba aún más que Isabel, que sabía perfectamente la verdad, nos estuviera escuchando. Me la imaginé acuclillada detrás de una estantería, alzando una ceja sarcástica cada vez que una mentira saliera de mis labios inexpertos.
—La conoces, ¿correcto? —dijo el policía, con una expresión amigable desmentida por su manera cortante de rematar la pregunta.
—Un poco —respondí—. La veía de vez en cuando por el pueblo. Pero no vamos al mismo instituto.
—¿A qué instituto vas tú?
De nuevo, la voz de Koenig parecía cordial. Traté de convencerme de que sus preguntas solo me parecían suspicaces por mi mala conciencia.
—A ninguno. Estudié en casa, con mi padre.
—Ah, mi madre hizo lo mismo con mi hermana. Las dos acabaron hartas —repuso Koenig—. También conoces a Grace Brisbane, ¿correcto?
No me gustaba nada aquella insistencia en terminar las frases con «correcto», y me pregunté si Koenig habría decidido empezar por las preguntas cuya respuesta ya conocía. No podía quitarme de la cabeza que Isabel nos estaba escuchando.
—Sí —respondí—. Es mi novia.
Esto último era un dato que probablemente el policía no conociera, y que no tenía por qué saber; pero, por alguna razón, me apetecía que Isabel lo escuchara.
La sonrisa de Koenig me sorprendió.
—Sí, se nota —dijo.
Su sonrisa parecía espontánea, pero me tensé al pensar que tal vez estuviera tratando de manipularme.
—Grace y Olivia son buenas amigas —prosiguió Koenig—. ¿Puedes decirme cuándo fue la última vez que viste a Olivia? No necesito una fecha exacta, pero me vendría muy bien que fuera lo más aproximada posible.
Abrió una libreta azul y empuñó un bolígrafo, preparado para anotar mi respuesta.
—A ver… —medité.
Había visto a Olivia hacía unas semanas, con el pelaje blanco espolvoreado de nieve, pero no pensé que eso le fuera a servir de ayuda a Koenig.
—La vi en el centro —respondí al fin—. Aquí mismo, de hecho, delante de la librería. Grace y yo estábamos paseando y Olivia apareció con su hermano. Pero eso fue hace meses, no sé si en octubre o en noviembre. Poco antes de que se marchara.
—¿Crees que Grace pudo verla después de eso?
Hice un esfuerzo por sostenerle la mirada.
—Estoy casi seguro de que esa fue la última vez que la vio.
—Para un adolescente no es fácil arreglárselas por sí mismo, ¿sabes? —dijo Koenig.
Esta vez sí que tuve la certeza de que lo sabía todo sobre mí, y de que sus palabras estaban cargadas de doble sentido.
—No es fácil sobrevivir si te vas de casa —insistió—. Los adolescentes se escapan por razones muy diversas, y a juzgar por lo que me han contado la familia y los profesores de Olivia, puede que en su caso se debiera a una depresión. En cualquier caso, los jóvenes casi nunca saben subsistir por su cuenta. A menudo acaban refugiados en la casa de un vecino, en su mismo barrio. A veces…
Le interrumpí antes de que pudiera ir más lejos.
—Oficial Koenig… Entiendo a qué se refiere, pero le aseguro que Olivia no está en casa de Grace. Créame, Grace no le ha estado llevando comida a escondidas ni la ha ayudado a ocultarse. En realidad, me encantaría que la respuesta fuera tan sencilla. Desearía poder decirle que sé dónde se encuentra Olivia, pero Grace y yo sabemos tanto como usted.
Me pregunté si esa sería la misma técnica que utilizaba Grace para mentir: manipular las ficciones hasta convertirlas en algo que ella misma se pudiera creer.
—Ya. Bueno, entenderás que es mi deber preguntártelo, ¿verdad? —repuso Koenig.
—Lo sé.
—Gracias por atenderme. Y por favor, si te enteras de algo, avísame.
Koenig empezó a darse la vuelta para salir, pero a medio camino se detuvo.
—Dime, ¿qué sabes del bosque?
Me quedé helado: un lobo inmóvil, escondido entre los árboles para pasar inadvertido.
—¿Perdón? —farfullé.
—La familia de Olivia me ha contado que iba a menudo al bosque para sacar fotos de los lobos, y que Grace también está muy interesada en ellos. ¿Compartes ese interés?
Solo fui capaz de asentir con la cabeza.
—¿Crees que existe alguna posibilidad de que Olivia esté tratando de arreglárselas por su cuenta en el bosque, en lugar de marcharse a otra ciudad?
Con un destello de pánico, imaginé el bosque lleno de policías y familiares de Olivia examinando el territorio de la manada en busca de rastros de vida humana. Lo peor era que, si los buscaban, podían encontrarlos.
—Me extrañaría —contesté, tratando de disimular la inquietud que sentía—. Olivia nunca me ha parecido una persona especialmente campestre.
Koenig asintió y añadió, casi para sí mismo:
—Bueno, gracias de nuevo.
—De nada —contesté—. Buena suerte.
La puerta tintineó a su paso. En cuanto el coche patrulla arrancó, apoyé los codos sobre el mostrador, hundí el rostro entre las manos y lancé un suspiro entrecortado.
—Bien hecho, chico lobo —se rió Isabel apareciendo entre dos estanterías—. Casi no sonabas como un psicótico.
No le respondí: habían empezado a pasarme por la cabeza todas las preguntas que el policía me podría haber hecho, y eso me estaba poniendo aún más nervioso que antes. Podría haberme preguntado si sabía dónde estaba Beck. O si había oído hablar de tres chicos canadienses que habían desaparecido. O si recordaba la muerte del hermano de Isabel Culpeper.
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Isabel mientras colocaba sobre el mostrador una pila de libros coronada por su tarjeta de crédito—. Lo has llevado de maravilla. No han sido más que preguntas rutinarias; no sospecha de ti en absoluto. Por cierto, te tiemblan las manos.
—Creo que no valgo para delincuente —respondí.
Pero esa no era la verdadera razón por la que me temblaban las manos. Si Grace hubiera estado allí, a ella sí que le habría dicho la verdad: que era la primera vez que hablaba con un policía desde que mis padres me habían cortado las venas. El simple hecho de ver al oficial Koenig había hecho surgir en mi interior mil cosas en las que llevaba años sin pensar.
—Da igual que valgas o no, porque no has cometido ningún delito —dijo Isabel con sarcasmo—. No te quedes ahí pasmado, señor librero. Necesito un recibo.
Le cobré los libros y los metí en una bolsa, sin dejar de mirar de reojo la calle vacía. Mi mente era un revoltijo de uniformes de policía, lobos entre la espesura y voces que no escuchaba desde hacía una década.
Mientras le daba la bolsa a Isabel, las viejas cicatrices de mis muñecas palpitaron al ritmo de recuerdos enterrados. Ella me miró; por un instante pensé que iba a contarme algo importante, pero se limitó a menear la cabeza y dijo:
—Hay gente que no vale para mentir por mucho que se empeñe. Hasta luego, Sam.