CAPÍTULO NUEVE

Sam

Hojas

Era un general. Me pasé casi toda la noche despierto, estudiando mapas y diseñando estrategias para enfrentarme a Cole. Con la silla de Beck como fortaleza, me moví rodando de un lado para otro, garabateé fragmentos de posibles diálogos en el antiguo calendario de Beck y jugué al solitario para decidir qué hacer. Si ganaba aquella partida, le diría a Cole cuáles eran las reglas que debía respetar para vivir en la casa. Si perdía, no le diría nada y esperaría a ver qué pasaba. A medida que avanzaba la noche, iba elaborando reglas más complejas: si ganaba pero tardaba más de dos minutos, le escribiría una nota y la pegaría en la puerta de su habitación. Si ganaba y colocaba primero el rey de corazones, lo llamaría desde el trabajo y le leería una lista de normas.

Entre partida y partida, pronunciaba frases mentalmente. En alguna parte de mi cerebro debía de haber palabras que le transmitiesen mi preocupación sin sonar paternalistas; palabras que sonasen diplomáticas pero inamovibles. El problema era que me parecía imposible encontrar el lugar donde estaban escondidas todas esas palabras.

De vez en cuando salía a hurtadillas del despacho de Beck, recorría el pasillo oscuro hasta la puerta del salón y observaba el cuerpo de Cole, agotado por el ataque, hasta estar seguro de haberlo visto respirar. Luego, la frustración y la rabia me hacían volver al despacho de Beck para trazar más planes inútiles.

Los ojos me picaban de agotamiento, pero no podía dormir. Si Cole se despertaba, podría hablar con él. Siempre y cuando hubiese ganado una partida de solitario, claro. No podía arriesgarme a que se despertase y no hablarle inmediatamente. No estaba seguro de por qué no podía arriesgarme, pero algo me decía que no me dormiría sabiendo que él podría despertarse mientras tanto.

Cuando sonó el teléfono, me dio tal susto que hice girar la silla de Beck. Dejé que diese una vuelta completa y cogí el teléfono con cautela.

—¿Diga?

—Sam —dijo Isabel con voz enérgica y distante—. ¿Tienes un momento para charlar?

Charlar. Tenía un odio especial a «charlar» por teléfono. El teléfono no dejaba espacio para las pausas, los silencios ni los suspiros: era o hablar o nada, y me resultaba antinatural.

—Sí —respondí con recelo.

—Antes no he podido contártelo —dijo Isabel; vocalizaba exageradamente, con el tono cortante de quien llama para que le paguen una deuda—. Mi padre se ha reunido con un congresista para intentar retirarles la protección a los lobos. Imagínatelo: helicópteros y tiradores de elite.

No dije nada; había creído que querría charlar de otra cosa. A la silla de Beck aún le duraba el impulso, así que la dejé girar otra vez. Los ojos me escocían tanto que era como si los tuviese en salmuera. Me pregunté si Cole se habría despertado ya y si todavía respiraría. Recordé a unos lobos derribando a un niño bajito, con gorro de lana, sobre un montón de nieve. Pensé en lo lejos que debía de estar ya Grace.

—Sam. ¿Me has oído?

—Helicópteros —repuse—. Tiradores de elite. Sí.

—Atravesándole la cabeza a Grace de un disparo a trescientos metros —añadió impasible.

Me dolió igual que duelen los desastres lejanos e hipotéticos, como las catástrofes que ves por la tele.

—Isabel, ¿qué quieres de mí?

—Lo que quiero siempre —respondió—. Que hagas algo.

Y entonces añoré a Grace más que en cualquier otro momento de los dos meses anteriores. La echaba tanto de menos que me costaba respirar, como si su ausencia fuese algo real que se me hubiese quedado atascado en la garganta. Haberla tenido allí no habría solucionado aquellos problemas ni habría hecho que Isabel me dejase en paz. Era puro egoísmo: de haber estado allí, Grace habría respondido a aquella pregunta de otro modo. Habría sabido que cuando yo hacía una pregunta, no esperaba una respuesta. Me habría dicho que me acostase y yo podría haberme dormido. Así habría acabado aquel día largo y terrible y, al despertar por la mañana, todo habría parecido más factible. La mañana perdía sus poderes curativos cuando te pillaba todavía ansioso y con los ojos como platos.

—Sam. Dios, ¿estoy hablando sola?

Al otro lado del teléfono oí el sonido de una puerta de coche al abrirse, seguido de una inhalación brusca cuando se cerró.

Comprendí que me estaba portando como un desagradecido.

—Perdona, Isabel. Ha sido… ha sido un día muy largo.

—Qué me vas a contar —la gravilla crujió bajo sus pies—. ¿Está bien?

Recorrí el pasillo con el teléfono en la mano. Tuve que esperar unos segundos a que mis ojos se acostumbrasen a los charcos de luz artificial —estaba tan cansado que veía halos y estelas fantasmales alrededor de cualquier fuente de luz— y a que subiese y bajase el pecho de Cole.

—Sí —susurré—. Está dormido.

—Es más de lo que se merece —dijo Isabel.

Comprendí que ya era hora de dejar de fingir que no me enteraba de nada.

—Isabel, ¿qué ha pasado entre vosotros dos?

No obtuve respuesta.

—Tú no eres responsabilidad mía —insistí—, pero Cole sí.

—Ay, Sam, ya es un poco tarde para intentar imponer tu autoridad.

No me pareció que intentase ser cruel, pero a mí me dolió. Si no colgué el teléfono, fue porque pensé en lo que Grace me había contado de Isabel: que la había ayudado a superar mi desaparición cuando Grace estaba convencida de que yo había muerto.

—¿Hay algo entre vosotros dos?

—No.

Entendí lo que realmente quería decir; quizá fuera lo que ella pretendía. Era un «no» que significaba «ahora mismo, no». Me acordé de su cara al ver la jeringuilla junto a Cole y pensé hasta qué punto sería mentira ese «no».

—Cole tiene que solucionar muchas cosas. Es peligroso acercarse a él, Isabel.

Tardó unos segundos en contestar. Me apoyé los dedos en la cabeza, sintiendo el recuerdo del dolor de la meningitis. Miré las cartas en la pantalla del ordenador y comprendí que no había nada que hacer. Según el reloj, había tardado siete minutos y cincuenta y un segundos en comprender que había perdido.

—También era peligroso acercarse a ti —repuso Isabel.