CAPÍTULO SETENTA Y OCHO
Grace
Me recuerdo tendida en la nieve, un cálido bulto rojo enfriándose en medio de un corro de lobos.
—¿Estás seguro de que es aquí? —le pregunté a Sam.
Era octubre, y el aire frío de la noche les había arrancado el verde a las hojas y había teñido la maleza de rojo y marrón. Estábamos en un claro tan pequeño que podía quedarme en medio, estirar los brazos hacia los lados y tocar un abedul con la palma de una mano y las ramas de un pino con la otra, y así lo hice.
—Sí, es aquí —respondió Sam con seguridad.
—Lo recuerdo más grande.
Yo era pequeña, claro, y había estado nevando; con nieve, todo parecía mayor. Los lobos me habían llevado a rastras desde el columpio hasta aquel lugar, me habían inmovilizado en el suelo y me habían convertido en una de ellos. Había estado a punto de morir.
Me giré lentamente esperando ver algo que me hiciese reconocerlo, un fogonazo, algo que me indicase que aquel era el lugar.
Pero los árboles que me rodeaban no dejaron de ser árboles normales y el claro no dejó de ser un claro normal. Si hubiera estado paseando yo sola, lo habría cruzado de una zancada o dos sin considerarlo un claro siquiera.
Sam arrastró los pies por las hojas y los helechos que alfombraban el suelo.
—Así que tus padres piensan que te vas a… ¿Suiza?
—Noruega —corregí—. Rachel sí que se va, y se supone que yo me voy con ella.
—¿Crees que se lo han tragado?
—No tienen motivos para no creerme. Resulta que a Rachel se le da muy bien contar mentiras.
—Qué inquietante —dijo Sam, aunque no parecía nada inquieto.
—Sí.
Lo que no dije, pero los dos sabíamos, es que tampoco era tan importante que me creyesen. Había cumplido dieciocho años y me había graduado en verano, tal como había prometido, y ellos se habían portado bien con Sam y me habían dejado pasar los días con él, cumpliendo su parte del trato, y ahora era libre para ir a la universidad o mudarme a otra parte si quería.
Tenía la mochila preparada en el maletero del coche de Sam, aparcado en el camino de entrada a la casa de mis padres. Era todo cuanto necesitaba para irme.
El único problema era el invierno. Me hormigueaba en brazos y piernas, me hacia nudos en el estómago y trataba de obligarme a que me transformase en loba.
No podía ir a la universidad o mudarme a otra parte, ni siquiera a Noruega, hasta estar segura de que podía seguir siendo humana.
Sam se puso en cuclillas y rebuscó entre la hojarasca. Algo le había llamado la atención.
—¿Te acuerdas del mosaico que hay en la finca de Isabel? —pregunté.
Sam encontró lo que estaba buscando: una hoja de un color amarillo intenso en forma de corazón. La alisó y la hizo girar cogiéndola del largo peciolo.
—Me pregunto qué será de él ahora que la casa está vacía… —dije.
Nos quedamos un momento en silencio, de pie en el pequeño claro, disfrutando de la familiaridad del bosque de Boundary. En ninguna otra parte olían los árboles como allí, mezclados con el aroma del humo de la madera y el de la brisa sobre el lago. Las hojas susurraban al rozarse de un modo ligeramente distinto a como lo hacían las hojas en la península. Aquellas ramas estaban impregnadas de recuerdos rojos y moribundos en las frías noches, no como los otros árboles.
Supuse que algún día aquellos otros bosques serían nuestro hogar, y este bosque nos resultaría casi desconocido.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —preguntó Sam en voz baja.
Se refería a la jeringuilla con sangre infectada de meningitis que me estaba esperando en el albergue, la misma cura que había salvado a Sam y matado a Jack. Si la teoría de Cole era correcta y yo combatía la meningitis siendo loba, derrotaría lentamente a la loba que llevaba dentro y me transformaría en humana para siempre. Si Cole se equivocaba y la supervivencia de Sam se había debido a otros factores, tenía muy pocas posibilidades.
—Confío en Cole —afirmé.
Últimamente se había convertido en alguien a quien tenía muy presente, en una persona mucho mejor que la que habíamos conocido. Sam decía que se alegraba de que Cole estuviese usando su potencial para el bien y no para el mal; a mí me alegraba ver que había convertido nuestro albergue en su castillo.
—Con todas sus otras teorías ha acertado… —añadí.
Una parte de mí sintió un cosquilleo de pérdida; algunos días me encantaba ser loba. Me gustaba la sensación de conocer el bosque, de formar parte de él. Y la libertad absoluta. Pero pesaba más el odio que sentía por el olvido y la confusión, el dolor de querer saber más pero ser incapaz. Aunque me gustaba ser loba, me gustaba aún más ser Grace.
—¿Qué harás mientras no esté? —pregunté.
Sin responderme, Sam estiró el brazo hacia mi mano izquierda y yo se la tendí. Retorció el peciolo de la hoja alrededor de mi dedo anular hasta formar un anillo de un amarillo intenso. Los dos nos quedamos mirándolo.
—Echarte de menos —dijo soltando la hoja, que cayó al suelo entre los dos.
No dijo que le daba miedo que Cole se equivocase, aunque yo ya lo sabía.
Me di media vuelta y miré en dirección a la casa de mis padres. Los árboles la ocultaban; quizá en invierno quedase a la vista, pero ahora estaba escondida tras las hojas que el otoño aún no había arrancado. Cerré los ojos y respiré el olor de aquellos árboles una vez más. Había llegado el momento de la despedida.
—¿Grace? —dijo Sam, y abrí los ojos.
Me tendió la mano.