CAPÍTULO SETENTA Y SIETE

Isabel

Hojas

Cuando nos trasladamos a la casa de Minnesota, la única habitación que me gustaba era la sala del piano. No soportaba que nos hubiésemos ido de California para vivir en un estado que se encontraba tan lejos de una costa como de la otra. No soportaba el olor a cerrado y a moho de aquel caserón y el tétrico bosque que lo rodeaba. No soportaba que mi hermano, enfadado de por sí, estuviese aún más enfadado. No soportaba las paredes inclinadas de mi dormitorio, ni los crujidos de las escaleras, ni las hormigas que pululaban por la cocina a pesar del dineral que había costado amueblarla.

Pero me encantaba la sala del piano. Era una habitación redonda llena de ventanales en la parte superior, con las paredes pintadas de un burdeos oscuro. Lo único que contenía era un piano, tres sillas y una lámpara de araña que, increíblemente, no resultaba de tan mal gusto como el resto de luces de la casa.

Yo no tocaba el piano, pero me gustaba sentarme en la banqueta de espaldas a él para mirar el bosque por la ventana. Desde allí dentro, a una distancia razonable, no parecía tétrico. Aunque en él hubiese monstruos, no podían competir con los veinte metros de césped, el cristal de dos centímetros de grosor y el piano Steinway. Para mí, era la mejor manera de disfrutar de la naturaleza.

Aún había días en los que pensaba que era el mejor modo de enfrentarme a ella.

Aquella noche bajé de mi habitación esquivando a mis padres, que hablaban en voz baja en la biblioteca, y me colé en la sala del piano. Cerré la puerta para que no me oyeran y me senté en la banqueta con las piernas cruzadas. Era de noche, y por la ventana no se veía nada aparte de un círculo de hierba iluminado por la luz de la puerta trasera. Pero me daba igual no ver los árboles, porque sabía que allí ya no quedaba ningún monstruo.

Me arrebujé en la sudadera y pegué las piernas contra el pecho, sentada de lado en la banqueta. Me daba la impresión de que siempre había tenido frío en Minnesota. No hacía más que esperar a que llegase el verano, pero no parecía llegar nunca.

En aquel momento, ir a California ya no me parecía tan mala idea. Quería enterrarme en la arena e hibernar hasta no sentirme tan vacía por dentro.

Cuando mi móvil sonó, di un respingo y me golpeé el codo contra el teclado del piano, que dejó escapar un quejido sordo y grave. No me había dado cuenta de que aún llevaba el teléfono en el bolsillo.

Lo saqué para ver quién llamaba. Era el móvil de Sam. No estaba lista para hablar como la Isabel que ellos conocían. ¿Por qué no me dejaban descansar al menos una noche?

Me lo llevé al oído.

—¿Si?

Silencio al otro lado. Comprobé que tenía cobertura.

—¿Sí? ¿Hay alguien ahí?

Oui.

Los huesos dejaron de sostenerme. Me deslicé de la banqueta mientras hacía un esfuerzo consciente por no apartar el teléfono de la oreja y mantener la cabeza levantada, porque mis músculos parecían incapaces de hacerlo. Los latidos me retumbaban en los oídos con tanta fuerza que tardé unos segundos en darme cuenta de que si había dicho algo más, yo no lo había oído.

—Tú… —gruñí; no sabía bien qué decir, pero estaba segura de que si empezaba a hablar se me ocurriría algo más—. Tú… ¡me has dado un susto de muerte!

Soltó una carcajada parecida a la que le había oído en la clínica, y me eché a llorar.

—Ahora Ringo y yo tenemos más cosas en común —dijo Cole—. Tu padre nos ha pegado un tiro a los dos. ¿Cuánta gente puede decir lo mismo? ¿Te estás atragantando con algo?

Pensé en levantarme del suelo, pero aún me temblaban las piernas.

—Sí, sí. Eso es justo lo que estoy haciendo, Cole.

—Se me olvidó decirte que era yo quien llamaba.

—¿Dónde estabas?

Soltó un bufido desdeñoso.

—En el bosque. Dejando que volviese a crecerme el bazo o algo así. Y parte de los muslos. No estoy seguro de que ciertas partes bajas me sigan funcionando. Estás invitada a venir para echar un vistazo debajo del capó.

—Cole, tengo que decirte algo.

—Lo vi. Sé lo que hiciste.

—Lo siento.

—Lo sé —dijo tras una pausa.

—¿Grace y Sam saben ya que estás vivo?

—Luego me reuniré alegremente con ellos. Antes tenía que llamarte a ti.

Durante un segundo disfruté de aquella última frase y la memoricé para repetírmela mentalmente una y otra vez.

—Mis padres me envían a California como castigo por lo que hice.

No se me ocurrió otro modo de decirlo que no fuese soltarlo así, de repente.

Cole se quedó callado durante unos segundos.

—He estado en California —dijo por fin—. Es un lugar mágico. Calor seco, hormigas rojas y coches grises de importación con unos motores enormes. Te imagino junto a un cactus ornamental. Tienes una pinta deliciosa.

—Le dije a Grace que no quería irme.

—Mentirosa. Eres una chica de California. Aquí pareces una astronauta.

Me sorprendí riéndome.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Pues que solo me has tratado durante unos catorce segundos, y de esos catorce, siete nos los hemos pasado enrollándonos, y aun así me conoces mejor que todos los amigos que tengo en este pueblo asqueroso.

—Bueno, es que tengo buen ojo para calar a la gente.

El simple hecho de imaginármelo sentado en casa de Beck, hablando por el teléfono de Sam, vivo, me dio ganas de sonreír, y luego sonreír un poco más, y después echarme a reír y no parar. Me daba igual que mis padres estuvieran enfadados conmigo durante el resto de mi vida.

—Cole —dije—, no pierdas este número, ¿quieres?