CAPÍTULO SETENTA Y SEIS

Grace

Hojas

Usé el teléfono de Koenig para llamar a Isabel.

Sam, Koenig y yo habíamos pasado una hora rastreando la maleza, contando lobos muertos y comprobando si Sam los reconocía. Había siete, incluido Beck. Aún no habíamos llegado hasta los cadáveres de Shelby y Cole.

Sam estaba a un par de metros de mí mirando al bosque, con las manos enlazadas detrás de la cabeza. Era su gesto típico, tan suyo como de Beck. No recordaba si alguna vez se lo había dicho. No sabía si le ayudaría o le dolería que se lo dijese en ese preciso momento.

—Isabel —dije, y ella se limitó a suspirar al otro lado del teléfono—. Ya lo sé. ¿Cómo estás tú?

La voz de Isabel sonaba rara. Pensé que tal vez hubiera estado llorando.

—Bueno, como siempre. Voy a pasarme el resto de mi vida castigada, o sea hasta la semana que viene, porque después de eso me matarán. Ahora mismo me he encerrado en mi habitación porque estoy harta de gritar.

Aquello explicaba lo de su voz.

—Lo siento.

—No lo sientas. Llegué un poco tarde, ¿verdad?

—No te castigues, Isabel. Sé que es lo que quieres hacer, pero no les debías nada a los lobos y aun así acudiste.

Se pasó un rato sin decir nada; me preguntaba si me creería.

—Me mandan a California a vivir con mi abuela hasta que vendan la casa —dijo al fin.

—¿Cómo?

Mi tono había sido tan brusco que Sam me miró con el ceño fruncido.

—Sí. En cuanto haga los exámenes finales, me montan en un avión con todas mis cosas. Este es el noble final de Isabel Culpeper: de vuelta a California con el rabo entre las piernas. ¿Crees que soy débil por no largarme de casa?

Entonces fui yo la que suspiró.

—Si puedes seguir hablándote con tus padres, creo que debes hacerlo. Te quieren, aunque tu padre sea un imbécil. Esto no quiere decir que me apetezca que te vayas. Uf, no me lo puedo creer… ¿Estás segura de que no van a cambiar de opinión?

Isabel soltó una risita burlona y cortante.

—Dale las gracias —dijo Sam.

—Sam dice que te dé las gracias.

—Ja, ja, ja. ¿Por marcharme a otro estado?

—Por salvarnos la vida.

Durante unos segundos no dijimos nada. Desde el lago chilló un somorgujo. Sabía que había estado allí aquella misma mañana, pero siendo loba aquel lugar parecía totalmente diferente.

—No se la he salvado a todo el mundo —repuso al fin Isabel.

No supe qué decirle, porque era verdad. No había sido culpa suya, pero era verdad.

—Estamos en el descampado —dije—. ¿A Cole dónde…? ¿Sabes dónde lo…?

—Había un terraplén junto a la carretera —me interrumpió Isabel—. Aún se verán las huellas de mis neumáticos. El cayó a unos metros. Tengo que colgar. Tengo que…

La llamada se cortó.

Suspiré, cerré la tapa del móvil y les pasé la información a Koenig y a Sam. Los tres seguimos las instrucciones hasta encontrar el cadáver de Shelby, sorprendentemente intacto salvo la cara, tan destrozada que no pude mirarla. Había mucha sangre.

Deseé sentir compasión por ella, pero lo único que podía pensar era: Cole está muerto por su culpa.

—Por fin ha muerto —dijo Sam—. Siendo loba. Creo que eso le habría gustado.

Alrededor del cadáver de Shelby, la hierba estaba embadurnada y salpicada de sangre. No sabía a qué distancia de allí habría caído Cole. ¿Toda aquella sangre era de Shelby? Sam tragó saliva mientras la miraba, y supe que estaba viendo algo más allá de su fachada de monstruo. Yo no podía.

Koenig murmuró que necesitaba llamar por teléfono y se apartó un poco de nosotros.

Le toqué la mano a Sam. A sus pies había tanta sangre que parecía como si estuviese lleno de heridas.

—¿Te encuentras bien?

Se frotó los brazos; al declinar el sol, la tarde refrescaba.

—Me gustó ser lobo una vez más, Grace.

No tenía que darme explicaciones. Aún recordaba la sensación de alegría al verlo correr hacia mí siendo lobo, aunque no pudiese recordar su nombre. Recordaba haber intercambiado imágenes con él mientras guiábamos a la manada. Todos confiaban en él. Yo también.

—Porque se te da mejor que a mí —susurré.

Sam negó con la cabeza.

—Porque sabía que no era para siempre.

Le toqué el pelo y él inclinó la cabeza para besarme, silencioso como un secreto. Me apoyé en su pecho y nos quedamos juntos, resguardados del frío.

Pasados unos minutos, Sam se apartó y escrutó el bosque. Por un segundo pensé que estaba aguzando el oído, hasta que me di cuenta de que en el bosque de Boundary ya no podía aullar ningún lobo.

—Este es uno de los últimos poemas que me hizo memorizar Ulrik —dijo.

endlich entschloss sich niemand

und niemand klopfte

und niemand sprang auf

und niemand óffnete

und da stand niemand

und niemand trat ein

und niemand sprach: willkomm

und niemand antwortete: endlich

—¿Qué significa? —pregunté.

Al principio pensé que no iba a contestarme. Miraba hacia el atardecer con los ojos entrecerrados, hacia el bosque del que habíamos escapado hacía una eternidad y en el que habíamos vivido mucho antes. Era una persona muy distinta al chico que había encontrado desangrándose ante la puerta trasera de mi casa. El primer Sam era tímido, ingenuo, delicado, absorto en sus canciones y sus palabras, y yo siempre querría a aquella versión de su persona. Pero aquel cambio estaba bien. El primer Sam no podría haber sobrevivido. Del mismo modo, la Grace que yo era antes tampoco habría podido sobrevivir.

Con la mirada fija en el bosque de Boundary, Sam recitó:

finalmente, nadie se decidió

y nadie llamó

y nadie saltó

y nadie abrió

y nadie se quedó en pie

y nadie entró

y nadie dijo: bienvenido

y nadie contestó: por fin

Sobre el suelo llano, nuestras sombras eran largas como árboles con el último sol de la tarde. Aquella zona de matorrales era como otro planeta, surcado de charcos alargados que de pronto brillaban con los tonos naranja y rosa del atardecer. No sabía dónde más podíamos buscar el cadáver de Cole. Aparte de su sangre repartida por la hierba no había ni rastro de él en metros a la redonda.

—A lo mejor se ha arrastrado hasta el bosque —dijo Sam con voz átona—. Su instinto le diría dónde esconderse aunque se estuviese muriendo.

Se me aceleró el corazón.

—¿Crees que…?

—Hay demasiada sangre —repuso Sam sin mirarme—. Fíjate. Piensa que yo no pude curarme solo de un simple disparo en el cuello. Es imposible que él se recobrara. Solo espero… solo espero que muriese sin miedo.

No dije lo que estaba pensando, pero todos habíamos pasado miedo.

Juntos peinamos la linde del bosque por si acaso, y seguimos buscando incluso cuando cayó la noche porque sabíamos que el olfato nos ayudaría más que la vista.

Pero no había ni rastro de él. Al final. Cole St. Clair había hecho lo que mejor sabía hacer.

Desaparecer.