CAPÍTULO SETENTA Y CINCO
Sam
En comparación con nuestro viaje de aquella mañana, no tardamos nada en volver al descampado donde nos había alcanzado el helicóptero.
Y allí estaba Beck, con el cuerpo destrozado. Se le habían salido órganos que ni siquiera me había planteado que tuviese.
—Sam… —murmuró Grace.
Su cuerpo parecía muy plano, como si no le quedase nada dentro. Quizá fuera así; quizá el disparo lo hubiera aniquilado todo. También aquello que se había llevado consigo antes de morir. Me acordé del pájaro que Shelby había matado en el camino de entrada a la casa.
Sam.
Tenía la boca abierta y la lengua le caía sobre los dientes. No como un perro al jadear, sino de un modo antinatural.
El ángulo de la lengua me hizo pensar que el cadáver debía de estar rígido. Igual que un perro al que ha atropellado un coche, un cadáver más.
sam
di
pero sus ojos
algo
tenía sus ojos
sam
y a mí me quedaban muchas cosas por decirle
me estás asustando
Me recuperaría. Estaba bien. Era como si desde el principio hubiese sabido que lo perdería. Que acabaría muerto. Que encontraríamos su cadáver así, destrozado y deshecho, que me lo arrebatarían y que nunca arreglaríamos lo que se había roto. No lloraría, porque sabía que era así como tenía que ser. Se marcharía, pero no era la primera vez que se marchaba, y esta vez no sería diferente, aquella marcha total, aquella marcha para siempre, aquella marcha sin la esperanza de que la primavera y el buen tiempo me lo devolviesen.
No sentiría nada porque no había nada que sentir. Aquel momento lo había vivido mil veces, tantas que no me quedaban energía ni sentimientos. Lo expresé mentalmente: Beck ha muerto, Beck ha muerto, Beck ha muerto esperando a que llegasen las lágrimas, los sentimientos, lo que fuese.
A nuestro alrededor el aire olía a primavera, pero parecía invierno.
Grace
Sam se quedó allí plantado, temblando, con los brazos caídos, callado mientras contemplaba el cadáver que teníamos delante. En su cara se dibujaba una expresión horrible que hacía que por la mejilla me corriesen lágrimas silenciosas, una tras otra.
—Sam —le supliqué—. Por favor…
—Estoy bien —contestó.
Y entonces se dejó caer lentamente y se quedó acurrucado, con las manos detrás de la cabeza y la cara contra las rodillas, tan destrozado que ni siquiera lloraba. Yo no sabía qué hacer.
Me agaché a su lado y lo abracé. No paraba de temblar, pero no soltaba ni una lágrima.
—Grace —susurró, y noté angustia en su voz. Se pasaba la mano por el pelo una y otra vez, se agarraba puñados de cabellos y los soltaba enseguida—. Grace, ayúdame. Ayúdame.
Pero yo no sabía qué hacer.