CAPÍTULO SETENTA Y CUATRO

Sam

Hojas

Volví a transformarme en humano sin más, como si no fuese un milagro. Así de simple: el sol en el lomo, el calor del día, el lobo fluyendo por mis venas cambiantes y de pronto, Sam, el hombre.

Estaba junto al albergue de la península y Koenig me miraba. Sin hacer ningún comentario sobre mi desnudez, sacó de su coche una camiseta y unos pantalones de chándal y me los dio.

—Ahí atrás hay un surtidor, por si quieres lavarte —dijo, aunque no podía estar sucio: acababa de estrenar la piel que llevaba.

Pero rodeé la cabaña y fui hasta la parte de atrás, asombrado ante mis zancadas, mis manos y los lentos latidos de mi corazón humano. Guando el antiguo surtidor metálico empezó a echar agua, vi que tenía las rodillas y las palmas de las manos manchadas de tierra del momento de la transformación.

Me restregué la piel, me vestí y bebí agua. Para entonces ya estaba recuperando mis recuerdos, que eran salvajes y borrosos. Lo había conseguido: había guiado a la manada hasta allí, me había transformado de nuevo en Sam, había sido un lobo sin dejar de ser yo; aunque no del todo, al menos sí mi corazón.

Era imposible, pero allí estaba, junto a la casa de troncos, vistiendo mi piel.

Y entonces vi la muerte de Beck y mi respiración se convirtió en un barco zozobrando en un mar picado y peligroso.

Pensé en Grace en el bosque, siendo lobos los dos. La sensación de correr a su lado, de tener aquello con lo que había soñado durante tantos años antes de conocerla en persona. Las horas que habíamos pasado juntos siendo lobos eran tal como me las había imaginado, sin palabras que se interpusieran entre nosotros. Había deseado pasar los inviernos así, pero ahora sabía que estábamos destinados de nuevo a pasar esos meses de frío separados. La felicidad era una esquirla clavada entre mis costillas.

Y luego estaba Cole.

Era él quien había hecho posible lo imposible. Cerré los ojos.

Koenig se reunió conmigo junto al surtidor.

—¿Estás bien?

Abrí los ojos lentamente.

—¿Y los demás? —pregunté.

—En el bosque.

Asentí con la cabeza. Estarían buscando algún lugar tranquilo donde descansar.

Koenig se cruzó de brazos.

—Buen trabajo.

—Gracias —repuse mirando el bosque.

—Sam, ya sé que ahora no quieres pensar en eso, pero volverán a por los cadáveres. Si quieres re…

—Grace se transformará pronto. Quiero esperarla.

Necesitaba a Grace. No podía volver sin ella. Es más, tenía que verla: no podía confiar en mis recuerdos de lobo para estar seguro de que se encontraba bien hasta que la viese en persona.

Koenig no me presionó. Abrió su coche, sacó otra muda de ropa y la dejó ante la puerta como una ofrenda. Luego los dos entramos en el albergue. Koenig se metió en la cocina y volvió con dos vasos de plástico llenos de café. Me ofreció uno mientras él bebía del otro; sabía fatal, pero me lo bebí, demasiado agradecido por su amabilidad para rehusarlo.

Me senté en una de las sillas llenas de polvo de nuestra nueva casa, con la cabeza apoyada en las manos, y escruté el suelo mientras pasaba todos mis recuerdos de lobo por el tamiz de mi cerebro humano. Recordé lo último que me había dicho Cole: «Nos vemos al otro lado».

Entonces llamaron suavemente a la puerta. Era Grace, vestida con una camiseta que le quedaba grande y unos pantalones de chándal. Todo lo que pensaba decirle —«Hemos perdido a Cole», «Beck ha muerto», «Estás viva»— se me deshizo en la boca.

—Gracias —le dijo Grace a Koenig.

—Mi trabajo es salvar vidas —repuso él.

Luego, Grace se acercó hasta mí y me abrazó con fuerza mientras yo apoyaba la cara en su hombro. Pasado un rato, se apartó y dejó escapar un suspiro.

—Vamos a recogerlos —dijo.