CAPÍTULO SETENTA Y TRES

Isabel

Hojas

No sé por qué, nunca había llegado a creerme que todo podía acabar así.

Cole.

La loba blanca aún movía débilmente una pata trasera, pero Cole… Cole estaba inmóvil justo donde había caído.

El corazón me reventó en el pecho. Unas pequeñas explosiones que levantaban escamas de tierra señalaban el lugar donde impactaban los disparos de mi padre, cerca de la cabeza de la manada.

Sam y Grace corrían con todas sus fuerzas, directos hacia los árboles que nunca alcanzarían. El resto de la manada los seguía.

Mi primer pensamiento fue de lo más egoísta: De entre todos los lobos, ¿por qué Cole? ¿Por qué el que más me importa?

Pero entonces vi que el suelo estaba sembrado de cadáveres y que Cole era uno entre media docena. Se había lanzado de cabeza al ver que Sam estaba en peligro. Había sabido que podía…

Y yo llegaba tarde.

El piloto viró para perseguir a un rezagado. El sol era un disco rojo y feroz que ya despuntaba en el horizonte y hacía brillar las letras en un lado del helicóptero. Este tenía las puertas abiertas, y por ellas se distinguían dos hombres que apuntaban al suelo con sus rifles, sentados a los lados del piloto. Uno de ellos era mi padre.

Solo estaba segura de una cosa.

No podía… ya no podía salvar a Cole.

Pero podía salvar a Sam y a Grace. Casi habían llegado al bosque. Estaban muy, muy cerca. Solo necesitaban unos segundos más.

El lobo rezagado ya estaba muerto. No lo conocía. Lentamente, el helicóptero dio media vuelta para dar otra pasada. Volví a mirar a Cole; no me había dado cuenta de hasta qué punto esperaba que se moviese hasta que comprobé que no se movía. No veía dónde le habían alcanzado los disparos, pero sí vi que estaba sobre un charco de sangre y que yacía inmóvil y pequeño. Ya no parecía nada, nada famoso. Al menos su cadáver no estaba tan destrozado como el de otros lobos. Eso no lo habría soportado.

Su muerte debía de haber sido rápida. Me convencí de que había sido rápida.

Jadeé, casi sin aliento.

No podía pensar en eso. No podía pensar que estaba muerto.

Pero lo pensaba.

De pronto no me importó que mi padre se pusiera furioso conmigo, que provocase un millón de problemas, que todos los avances que habíamos estado haciendo quedasen en nada.

Podía poner fin a aquello.

El helicóptero ya volvía a la carga. Di un volantazo que me hizo salir de la carretera, enfilé el terraplén que había junto a la cuneta y me interné en el terreno cubierto de maleza. El todoterreno no debía de estar pensado para ir a campo través, y empezó a crujir como si fuera a caerse a pedazos y todas las almas del infierno trataran de escapar de sus bajos; pensé que seguramente iba a partirse un eje, si es que eso era posible.

Pero a pesar del traqueteo y las sacudidas, era más rápida que los lobos, así que me coloqué en medio de la manada, entre dos de sus miembros, y los obligué a dispersarse y a avanzar por delante de mí.

Los disparos cesaron inmediatamente. A mi paso levantaba enormes nubes de polvo que me impedían ver el helicóptero. Por delante de mí vi que los lobos, uno tras otro, entraban en el bosque siguiendo a Sam y a Grace. Sentí que me iba a estallar el corazón.

El polvo se asentó a mi alrededor. El helicóptero se quedó inmóvil en el aire, por encima de mí. Respiré hondo, abrí la trampilla del techo y miré hacia arriba. Aún había polvo suspendido entre el helicóptero y yo, pero me di cuenta de que mi padre me había visto. Aun estando tan alto, conocía aquella expresión: sorpresa, consternación y bochorno, todo en una.

No sabía qué iba a pasar.

Quería llorar, pero no podía parar de mirar hacia el lugar por donde había entrado en el bosque el último lobo.

El teléfono vibró en el asiento del copiloto. Era un mensaje de texto de mi padre.

salí de ahí

Le contesté con otro.

tú primero