CAPÍTULO SETENTA Y UNO

Isabel

Hojas

Cuando encontré el Volkswagen abandonado cerca del aparcamiento del lago, ya había amanecido. Insulté a Cole por haberse olvidado el teléfono de Sam y por haber dejado el coche tirado, pero entonces vi que la manada había dejado multitud de huellas en el terreno húmedo de rocío. Nunca había visto tantos rastros de lobo. ¿Cuántos habría? ¿Diez? ¿Veinte? En el lugar donde habían estado esperando, la maleza estaba aplastada, y las huellas conducían hasta la carretera. Tal como ponía en el diario, era la 169.

Me emocionó tanto saber que iba por buen camino que, al principio, no fui consciente de lo que suponía que yo pudiese ver las huellas con tanta claridad. Estaba saliendo el sol, y eso significaba que se nos acababa el tiempo. No, ya se nos había acabado, a menos que los lobos estuviesen bien lejos. Había una enorme franja de páramo completamente pelado a ambos lados de la 169; si los alcanzaban allí, los lobos estarían a merced de las ansias cazadoras de mi padre.

Solo era capaz de pensar que todo se solucionaría si alcanzaba ala manada, así que enfilé la carretera y pisé el acelerador del todoterreno. Me di cuenta de que estaba helada; aunque no hacía más frío de lo normal a primera hora de la mañana, no lograba entrar en calor. Puse la calefacción a tope y agarré el volante con fuerza. No me crucé con ningún otro coche; ¿quién iba a circular por aquella carretera perdida al amanecer, aparte de una manada de lobos y de quienes querían cazarlos? No estaba segura de en qué categoría entraba yo.

Y, de repente, allí estaban los lobos. En la penumbra del amanecer, eran como puntitos oscuros sobre el suelo cubierto de maleza, y solo pude distinguir sus tonos grises y negros al acercarme más. Estaban justo en medio del páramo, y corrían en una larga fila formada por grupitos de dos o tres. Eran un blanco perfecto. Al acercarme más, distinguí en cabeza a la Grace loba —imposible olvidar la forma de su cuerpo, la longitud de sus patas y el porte de su cabeza— y a Sam a su lado. Vi una loba blanca y, durante unos segundos de confusión, pensé que era Olivia. Pero entonces caí en la cuenta de que debía de ser Shelby, la loba loca que nos había seguido hasta la clínica hacía mucho tiempo. A los otros no los conocía; para mí eran solo lobos.

Y muy por delante de mí, corriendo junto a la carretera, una persona. El sol, al brillar a tan poca altura, estiraba su sombra y lo hacía parecer cien veces más alto. Cole St. Clair trotaba junto a los lobos, esquivando las rocas que había junto a la carretera y saltando en ocasiones la cuneta para dar unas cuantas zancadas sobre el asfalto. Al brincar, separaba los brazos del cuerpo para no perder el equilibro; lo hacía con toda naturalidad, como un niño. Aquel gesto de Cole —ponerse a correr junto a los lobos— me pareció tan grandioso que las últimas palabras que le había dicho me retumbaron en los oídos. La vergüenza me hizo entrar en calor cuando todo lo demás había fallado.

Ya tenía otro objetivo: pedirle perdón cuando todo acabase.

Me di cuenta de que algo estaba vibrando en el coche. Puse la mano sobre el salpicadero y luego en la puerta para tratar de localizar aquel sonido.

Entonces comprendí que su origen no estaba en el interior del todoterreno. Bajé la ventanilla del conductor.

Las aspas del helicóptero batían el aire al acercarse.

Cole

Lo que pasó después sucedió tan rápido que más tarde no lograría recordarlo con claridad ni encontrarle sentido.

Se oía el flap, flap, flap del helicóptero a un ritmo el doble de rápido que los latidos de mi corazón, que me retumbaban en los oídos. Era veloz, volaba bajo y sonaba más fuerte que una explosión. Recortado contra el cielo del amanecer, parecía negro; aun siendo yo humano, me pareció un monstruo. Era un presagio de muerte. Sentí un hormigueo por todo el cuerpo, una premonición. El ritmo de las aspas era idéntico al de una de mis antiguas canciones y, espontáneamente, me vino a la cabeza la letra: Soy prescindible.

En los lobos, el efecto fue inmediato. Fueron los primeros en oírlo, y comenzaron a moverse erráticamente agrupándose y desperdigándose. Luego, al acercarse el helicóptero, giraron la cabeza para mirar hacia arriba mientras corrían. Después metieron el rabo entre las patas y echaron las orejas hacia atrás.

Miedo.

Era imposible ponerme a cubierto. Los ocupantes del helicóptero no me habían visto o, si me habían visto, no les había interesado. Sam tenía la cabeza girada hacia mí, atento a mis instrucciones. Grace estaba cerca de él, intentando agrupar a los lobos para que no cundiese el pánico. Yo seguía transmitiéndoles la imagen de que era necesario llegar hasta el bosque que había al otro lado de aquella zona a cielo abierto, pero los árboles parecían estar muy lejos y fuera de nuestro alcance.

Me imaginé la escena —los lobos, el helicóptero, el terreno despejado— para intentar trazar un nuevo plan, algo que pudiese salvarlos en menos de veinte segundos. Vi que Shelby se quedaba rezagada. Estaba acosando a Beck, que guiaba a los lobos desde atrás. Beck la mordió, pero ella era incansable; volvía una y otra vez, insistente como un mosquito. Durante mucho tiempo, Shelby no había podido desafiar a ningún miembro de la manada por culpa de Beck, pero ahora que estaba distraído, se había decidido a actuar. Beck y ella se estaban quedando cada vez más atrasados. Deseé haber peleado mejor en aquella ocasión en que me la había encontrado en el bosque. Deseé haberla matado.

Sam intuyó que Beck estaba rezagándose y él también se quedó atrás y dejó que Grace guiase a la manada. Fijó la mirada en Beck.

El ruido del helicóptero era fuerte, devorador; nunca había oído nada que se le pudiese comparar. Dejé de correr.

Fue entonces cuando todo comenzó a suceder demasiado deprisa. Sam le gruñó a Shelby, que se alejó de Beck como si nunca hubiese tenido intención de atacarle. Por un momento, pensé que Sam había impuesto su autoridad.

Entonces se abalanzó sobre él.

Traté de lanzarle una advertencia a Sam. Creo que llegué a hacerlo. De todos modos, aunque me hubiese hecho caso, habría sido demasiado tarde.

A su alrededor se levantaron escamas de tierra y, antes de darme tiempo a comprender qué estaba pasando, Beck cayó al suelo. Se puso en pie a duras penas e hizo ademán de morderse el lomo, tambaleante. Se produjo un restallido, apenas audible con el ruido del helicóptero, y Beck se derrumbó por segunda vez para no levantarse. Tenía el cuerpo destrozado.

Aquello era impensable. Beck. Se agitaba, mordía, escarbaba, pero no lograba levantarse. No se estaba transformando; se estaba muriendo. Su cuerpo había sufrido demasiados daños como para curarse.

No podía mirarlo.

Tampoco podía apartar la mirada.

Sam se paró en seco y, aunque no podía oírlo, vi que gimoteaba. Los dos nos quedamos paralizados. Beck no podía morir, era un gigante.

Estaba muerto.

Shelby aprovechó que Sam estaba distraído y se le tiró al costado para derribarlo. Rodaron por el suelo y se levantaron cubiertos de barro. Intenté transmitirle a Sam alguna imagen para ordenarle que se zafara de ella y se pusiera en marcha, pero él no me escuchaba, ya fuese porque estaba pendiente de Beck o porque Shelby lo tenía ocupado.

Debería haberla matado.

Por delante de ellos, el helicóptero seguía sobrevolando a los lobos a poca velocidad. Volvió a saltar un puñado de tierra y luego otro más, pero no cayó ningún lobo. Pensé que quizá Beck fuese el único en morir cuando, en mitad de la manada, otro lobo se derrumbó, rodó por el suelo y se quedó retorciéndose. Los tiradores del helicóptero tardaron varios minutos en rematarlo.

Aquello era un desastre.

Había sacado a los lobos del bosque para que los fuesen eliminando lentamente, uno a uno; la muerte servida en siete balas a cámara lenta.

El helicóptero viró. Me hubiese gustado pensar que abandonaba la cacería, pero sabía que solo estaba dando la vuelta para mejorar el ángulo de tiro. La manada estaba totalmente desperdigada, presa del pánico; con Sam peleando contra Shelby, prácticamente habían dejado de avanzar. Y sin embargo, estaban tan cerca del bosque que podrían refugiarse en él si lograban ponerse en marcha. Solo necesitaban unos segundos de calma.

Pero no teníamos ni un segundo. Y con Sam y Shelby separados del resto de la manada, sabía que ellos serían los siguientes en caer.

No podía quitarme de la cabeza la muerte de Beck.

No podía dejar que Sam corriese la misma suerte.

Ni siquiera lo pensé. Mi sombra, alargada frente a mí, metió la mano en el bolsillo de mis pantalones al mismo tiempo que yo. Saqué la jeringuilla, quité la funda de la aguja con los dientes y me pinché en la vena. No tenía tiempo para pensarlo ni para sentirme generoso. Me recorrió una rápida oleada de dolor y, acto seguido, el silencioso empujón de la adrenalina me ayudó a acelerar la transformación. Me estremecí de agonía y un segundo después, era un lobo y estaba corriendo.

Shelby. Mata a Shelby. Salva a Sam.

Eso era todo cuanto debía recordar, y las palabras ya se me empezaban a olvidar cuando me abalancé sobre Shelby. Era todo fauces y gruñidos. Mis dientes se cerraron en torno a su ojo tal como ella me había enseñado. Se retorció y me mordió, pues sabía que esta vez iba en serio. En mi ataque no había rabia, solo una determinación implacable. Así debería haber sido nuestra primera pelea.

La lengua y la boca se me llenaron de sangre, no sé si de Shelby o mía. Le lancé una imagen a Sam: Vete. Quería que se reuniese con Grace, que se alejase de allí, que volviese con la manada, que fuese uno de muchos en lugar de un blanco solitario e inmóvil.

¿Por qué no se marchaba? VETE. Solo podía pedírselo. Había otros modos de convencerlo, pero mi cerebro ya no los registraba. Entonces recibimos una imagen de Grace. La manada sin rumbo, esparcida, con el bosque tan cerca pero tan lejos porque no estaba Sam para guiarla. El helicóptero se acercaba de nuevo. Beck había muerto. Los lobos estaban asustados. El. Lo necesitaban a él. Ella lo necesitaba a él.

Pero él no quería dejarme atrás.

Solté a Shelby para gruñirle con todas mis fuerzas. Sam agachó las orejas y se alejó.

Lo que más deseaba en el mundo era acompañarlo.

Shelby intentó seguirlo, pero volví a derribarla y juntos rodamos por el suelo de tierra y piedras. Yo tenía arenilla en la boca y en los ojos, y ella estaba furiosa. Me enviaba una y otra vez las mismas imágenes, que a punto estuvieron de aturdirme con el peso de su miedo, sus celos, su ira. Las mismas escenas repetidas en un bucle sin fin: ella matando a Sam. Ella matando a Grace. Ella abriéndose paso hasta lo más alto de la manada.

La aferré del cuello con fuerza. No había gozo en mi venganza. Se retorció, pero no la solté. Estaba haciendo lo que tenía que hacer.