CAPÍTULO SETENTA
Cole
Aquello funcionaba.
Cuando me puse a seguirlos en el Volkswagen, se dispersaron y tardaron un buen rato en reagruparse. Estaba a punto de amanecer, y no había tiempo para que se acostumbrasen al coche. Me bajé, les transmití imágenes lo mejor que pude —se me daba cada vez mejor, aunque tenía que estar cerca de la manada— y eché a correr. No me pegué demasiado a ellos; iba sobre todo por el arcén, para orientarme, y ellos me seguían a varias decenas de metros. Intenté no separarme demasiado para controlar hacia dónde se dirigían. No me podía creer que antes hubiese maldecido su lentitud: de haber estado más concentrados, no habría podido seguirles el ritmo. Pero allí estaba, corriendo con ellos, casi formando parte de la manada de nuevo, mientras avanzaban bajo la luz de la luna menguante. No estaba seguro de qué pasaría cuando me cansase. En ese preciso momento, espoleado por la adrenalina, no podía imaginármelo.
A pesar de mi cinismo vital, tuve que reconocer que era todo un espectáculo ver a los lobos saltando, esquivándose y adelantándose unos a otros. Y ver a Sam y a Grace era ya algo fuera de lo normal.
Podía comunicarme con Saín, aunque él tenía que realizar el esfuerzo de entenderme. Pero Sam y Grace, lobos los dos, tenían su propia conexión: Sam solo tenía que girar ligeramente la cabeza y Grace se quedaba atrás para recuperar a un lobo que se había detenido a investigar algún olor fascinante. A veces, Grace interceptaba una de mis imágenes y se la traducía a Sam con un simple movimiento de cola, y de pronto cambiaban de dirección según mis indicaciones. Y mientras corrían, aunque la manada tuviese prisa, Sam y Grace se tocaban, se olisqueaban, chocaban. Lo mismo que hacían siendo humanos, pero traducido al lenguaje de los lobos.
Sin embargo, había un problema: al norte del bosque de Boundary había una extensa franja de terreno llano cubierto únicamente de maleza. Mientras los lobos estuviesen cruzándola serían un blanco fácil. Yo ya había pasado por allí y no me había parecido una zona demasiado ancha, pero iba en coche a cien kilómetros por hora. Ahora íbamos a pie, puede que a unos diez o doce kilómetros por hora, y el horizonte ya estaba tiñéndose de rosa mientras el sol se decidía a salir.
Era muy temprano, aunque tal vez para nosotros fuera demasiado tarde. Teníamos por delante seis kilómetros de maleza. Los lobos no podrían salvar esa distancia antes de que amaneciese; nuestra única esperanza era que el helicóptero tardase en despegar. Que saliese de la otra punta del bosque de Boundary y se obsesionase con el hecho de que ya no había ningún lobo allí. Con suerte, las cosas sucederían así. Si es que había algo de justicia en el mundo.