CAPÍTULO SESENTA Y NUEVE
Sam
Aquello no podía salir bien. Estábamos al descubierto, agrupados, demasiado cerca de aquel vehículo. El instinto hizo que se me erizase el pelo del lomo. La luz de la luna iluminaba la niebla haciendo que el mundo pareciese artificialmente brillante. Unos cuantos lobos comenzaron a retroceder hacia la oscuridad del bosque, pero corrí tras ellos para llevarlos de vuelta a la orilla del lago. Como fogonazos, en mi cabeza resplandecieron varias imágenes: nosotros junto al lago, todos reunidos. Ella y yo. Grace.
Grace. Encontrar a los lobos. El lago.
Todo eso ya lo había hecho. Y ahora, ¿qué?
Grace olió mi nerviosismo. Me tocó la oreja con el hocico y se apoyó contra mí, pero aquello no me reconfortó.
La manada estaba inquieta, y tuve que salir corriendo de nuevo para conducir a unos cuantos rezagados hasta el lago. La loba blanca —Shelby— me gruñó, pero no me atacó. Los lobos no paraban de mirar el vehículo; había una persona dentro.
Y ahora, ¿qué? Y ahora, ¿qué?
No sabía qué hacer ante lo desconocido.
Sam.
Di un respingo. Aquello sí me resultaba conocido.
Sam, ¿me estás escuchando?
Y entonces vi claramente una imagen: los lobos corriendo por la carretera, rumbo a la libertad, y una… una amenaza que se cernía sobre nosotros.
Giré las orejas para intentar averiguar de dónde procedía la información. Me volví hacia el vehículo; mi mirada se cruzó con la del aquel chico. Volví a ver la escena, esta vez con mayor claridad. Estábamos en peligro. La manada corriendo por la carretera. Afiné la imagen y se la transmití a los otros lobos.
Grace levantó la cabeza y echó a correr. Estaba haciendo mi trabajo, impidiendo que un lobo volviese al bosque. Entre dos docenas de cuerpos en movimiento, nuestras miradas se cruzaron durante un segundo.
En las patas sentí la vibración de algo desconocido, algo que se acercaba.
Grace me transmitió otra imagen. Era una sugerencia. La manada, conmigo en cabeza. Yo los guiaba para alejarlos de aquello que amenazaba desde el cielo. Y ella iba a mi lado.
No podía desconfiar de aquella imagen que me enviaban desde el coche, porque había algo que repetía insistentemente: Sam. Eso hacía que confiase en ella, aunque no entendiese del todo la idea.
Le transmití una imagen a la manada. No era una petición sino una orden: debíamos ponernos en marcha y ellos debían seguirme.
Era a Paul, el lobo negro, a quien le hubiese correspondido dar las órdenes, y cualquier otro habría sido castigado por insubordinación.
Durante unos segundos, nadie se movió.
Y entonces echamos a correr casi al mismo tiempo. Parecía que estuviésemos cazando, solo que aquello que perseguíamos estaba demasiado lejos para verlo.
Todos los lobos me hicieron caso.