CAPÍTULO SESENTA Y OCHO

Cole

Hojas

Eran las cinco y cuarto de la mañana.

Estaba tan exhausto que no podía ni pensar en dormir. Tenía el típico cansancio que hace que te tiemblen las manos y veas luces por el rabillo del ojo y movimientos donde no los hay.

Sam no estaba allí.

Qué mundo tan extraño; había acudido allí para perderme y al final iba a perderlo todo menos a mí mismo. Quizá hubiera tirado demasiados cócteles molotov por encima de la valla de Dios. Y aquel podía ser un castigo divino de lo más irónico: hacerme aprender a valorar las cosas y luego destruir las cosas que valoraba.

No sabía qué hacer si aquello no funcionaba. Me di cuenta de que en algún momento había empezado a pensar que Sam podía lograrlo. Ni una parte de mí, ni tan siquiera una parte pequeñita, se había planteado otra cosa; por eso, la sensación que me retumbaba ahora en el pecho era de decepción y traición.

No podía volver a aquella casa vacía. Sin gente dentro, no era nada. Y tampoco podía volver a Nueva York. Hacía mucho tiempo que aquello no era mi casa. Era un hombre sin tierra. Ahora formaba parte de la manada.

Parpadeé y me froté los ojos. Por el rabillo del ojo volví a ver movimiento, partículas flotantes, premios de consolación para compensar por la falta de luz real. Volví a frotármelos y reposé la cabeza sobre el volante.

Pero el movimiento era real.

Era Sam, que miraba receloso el coche con sus ojos amarillos.

Y tras él estaban los lobos.