CAPÍTULO SESENTA Y SIETE
Grace
Y ahora por fin estaba allí, tal como lo recordaba después de tanto tiempo.
Cuando me encontró, yo estaba en un bosque de árboles de corteza blanca. Mis aullidos ya habían atraído a otros dos miembros de la manada. Cuanto más nos acercábamos, más nerviosa me ponía; me costaba aullar en lugar de gimotear. Los otros intentaron consolarme, pero yo seguí mostrándoles imágenes de sus ojos, intentando transmitirles… algo. No me podía creer que fuese realmente su voz. Hasta que le vi los ojos.
Y allí estaba, jadeante, indeciso. Salió trotando al claro y dudó al ver a los dos lobos que me flanqueaban. Al parecer, estos lo identificaron por su olor, y entre nosotros pasó un aluvión de imágenes de él jugando, cazando y corriendo con la manada.
Avancé hacia él dando saltos, con la cola en alto y las orejas levantadas, extasiada y temblorosa. Me transmitió una imagen tan fuerte que me hizo detenerme en seco. Eran los árboles que nos rodeaban, pero estaban casi desnudos. Entre ellos había unos seres humanos.
Yo le transmití una imagen en la que corría a su encuentro, usando su voz para guiarme hasta él.
Pero él volvió a transmitirme la misma escena.
No lo entendía. ¿Era una advertencia? ¿Iban a venir aquellos humanos? ¿Era un recuerdo? ¿Los había visto?
La imagen, empapada en deseo y nostalgia, cambiaba y se retorcía: un chico y una chica con hojas en las manos. El chico tenía los ojos de mi lobo.
Algo me dolió por dentro.
Grace.
Gimoteé suavemente.
No lo entendía, pero sentí por dentro una punzada de pérdida y de vacío que me resultaba familiar.
Grace.
Era un sonido que no significaba nada y lo significaba todo. Mi lobo avanzó con cautela hacia mí, esperando a que yo levantase las orejas antes de lamerme la barbilla y olisquearme las orejas y el hocico. Era como si me hubiese pasado la vida esperándolo; temblaba de emoción. No dejaba de apoyarme contra él y de presionarle la mejilla con el hocico, pero no se enfadaba porque él era igual de insistente.
Por fin me envió una imagen que comprendí: nosotros dos con las cabezas echadas hacia atrás, cantando juntos, llamando a todos los lobos del bosque. El tono era de urgencia y peligro, y yo estaba familiarizada con las dos cosas.
Echó la cabeza hacia atrás y aulló. Fue un sonido largo y afligido, triste y claro, y me hizo entender aún mejor aquella palabra, Grace, que aparecía en sus imágenes. Pasados unos segundos, abrí la boca y aullé yo también.
Juntas, nuestras voces se oían aún más. Los otros lobos nos dieron empujones con el hocico, nos olisquearon, gimotearon y, al final, se unieron a nuestro canto.
No había un lugar en todo el bosque donde no se nos oyese.