CAPÍTULO SESENTA Y CUATRO

Isabel

Hojas

Después de hablar con Cole, tardé cinco minutos en llegar a la conclusión de que lo que me había dicho no era tan grave como yo pensaba. Diez en pensar que debería haberlo llamado inmediatamente. Quince en comprobar que no me cogía el teléfono. Veinte en decidir que no debería haberle dicho que se suicidase. Veinticinco en comprender que podría ser lo último que le dijese.

¿Por qué lo había dicho? Rachel había dado en el clavo al decir que me gustaba ir de malvada. Hubiera querido aprender a aturdir a mis enemigos, en vez de destriparlos directamente.

Me llevó media hora comprender que no podría volver a mirarme al espejo si no intentaba detener la cacería.

Llamé a Cole y luego a Sam por última vez —nada— y decidí bajar a hablar con mi padre. Ensayé mentalmente lo que pensaba decirle. Primero los argumentos, luego las súplicas y por último la justificación de mis preocupaciones que no pasaría por Sam y Beck porque sabia que con mí padre eso no serviría de nada. De todos modos, seria inútil.

Pero al menos podría decirle a Cole que lo había intentado Quizá así no me sentiría tan mal.

Lo odiaba. Odiaba sentirme así por culpa de otra persona. Me presioné el ojo derecho con la mano y la lágrima se quedó dentro.

La casa estaba a oscuras, y tuve que ir encendiendo luces a medida que bajaba las escaleras. En la cocina no había nadie. En el salón, tampoco. Al final encontré a mi madre en la biblioteca, reclinada en el sofá de piel, con una copa de vino en la mano. Estaba viendo un programa de telerrealidad ambientado en un hospital. En condiciones normales, tanta ironía me habría divertido, pero en aquellos momentos solo podía pensar en lo último que le había dicho a Cole.

—Mamá —dije intentando parecer desenfadada—, ¿dónde está papá?

—¿Eh?

Su «¿eh?» hizo que me centrase, me hizo sentir más sólida. El mundo no había empezado a hundirse. Mi madre aún decía «¿eh?» cuando le hacía una pregunta.

—Mi padre, la criatura que copuló contigo para crearme. ¿Dónde está?

—No me gusta que hables así —respondió—. Se ha ido al helicóptero.

—¿Al… helicóptero?

Mi madre apenas apartó la vista del televisor.

—Sí Marshall le ha conseguido una plaza. Ha dicho que, como es tan buen tirador, estará bien aprovechada. Dios, no veo el momento de que acabe esta historia.

—¿Papá va en el helicóptero desde el que van a disparar a los lobos? —pregunté sintiéndome idiota: obviamente, mi padre querría estar en primera línea con un rifle de precisión. Y, obviamente, Marshall le concedería el deseo.

—Sí. Despega tan temprano que no les merece la pena acostarse. Por eso tu padre se ha ido a tomar café con Marshall. Y por eso yo me he puesto a ver la tele.

Llegaba tarde. Había pasado demasiado tiempo discutiéndolo conmigo misma y ahora llegaba tarde.

No podía hacer nada.

Cole había dicho: «Me lo debes, tienes que intentarlo».

Yo aún pensaba que no le debía nada pero, procurando que mi madre no notase mi angustia, salí de la biblioteca y crucé la casa. Cogí la cazadora blanca, las llaves del coche y el móvil y abrí la puerta trasera de un empujón. No hacía tanto tiempo que Cole había estado allí en forma de lobo, mirándome con sus ojos verdes. Le había dicho que mi hermano había muerto. Y que yo no era buena persona. El se había limitado a mirarme inmutable, atrapado en el cuerpo que había elegido para sí.

Todo había cambiado.

Al salir, pisé el acelerador tan a fondo que las ruedas derraparon en la gravilla.