CAPÍTULO SEIS
Sam
Vivía en una zona de guerra.
Nada más aparcar frente a la casa, la música plantó sus sucias manos en las ventanillas del coche. El exterior de la casa retumbaba con una línea de bajo atronadora; el edificio entero era un altavoz. Los vecinos más cercanos vivían a varios kilómetros de distancia, con lo cual se ahorraban los síntomas de aquella enfermedad llamada Cole St. Clair. El ego de Cole era tan grande que no cabía entre cuatro paredes. Rezumaba por las ventanas, salía estrepitosamente del equipo de música, gritaba de repente en mitad de la noche. Aunque le quitases el escenario, no te librabas de la estrella de rock.
Desde que se había ido a vivir a casa de Beck —no, a mi casa—, Cole la había convertido en algo que me resultaba totalmente ajeno. Era como si no pudiese evitar destrozar cosas; el caos era un efecto secundario de su presencia. Tenía el suelo del salón lleno de cajas de GD, se dejaba el televisor encendido con la teletienda, abandonaba sobre los fogones una sartén llena de algo pegajoso y carbonizado… El parqué del vestíbulo estaba lleno de agujeritos y marcas de uñas que hacían un recorrido de ida y vuelta desde la habitación de Cole hasta el baño, como un abecedario Braille lobuno. Inexplicablemente, sacaba todos los vasos del armario de la cocina, los organizaba por tamaños sobre la encimera y se dejaba las puertas abiertas, o veía a medias una docena de películas de los años 80 y dejaba las cintas sin rebobinar en el suelo, delante del vídeo que había encontrado guardado en el sótano.
La primera vez que entré en casa y presencié aquel desorden, cometí el error de tomármelo como algo personal. Tardé varias semanas en darme cuenta de que no tenía nada que ver conmigo. Era cosa suya. Para Cole, todo tenía que ver con él.
Salí del Volkswagen y me encaminé hacia la casa. No tenía pensado quedarme el tiempo suficiente para preocuparme por la música de Cole. Tenía una lista muy concreta de cosas que quería recoger antes de irme de nuevo: una linterna, somníferos, la jaula del garaje. Me pasaría por la tienda para comprar carne picada donde meter las pastillas.
Estaba intentando decidir si uno aún gozaba de libre albedrío siendo lobo, y si me estaba portando como una mala persona por tener la intención de drogar a mi novia para encerrarla en el sótano. Pero es que había demasiadas maneras de morir siendo lobo: quedarse un segundo de más en una carretera, pasar varios días sin lograr cazar nada, plantar la pata en el jardín de un paleto borracho con un rifle…
Sentía que iba a perderla.
No podía pasar una noche más con eso rondándome por la cabeza.
Cuando abrí la puerta de atrás, la línea de bajo se concretó en música pura y dura. El cantante, con la voz distorsionada por el volumen, me gritó: «Ahógate, ahógate, ahógate». El timbre de la voz me pareció familiar, y de pronto caí en la cuenta de que se trataba de NARKOTIKA a un volumen tan fuerte que me hacía confundir el zumbido del ritmo electrónico con los latidos de mi corazón. Mi esternón vibraba con él.
No me molesté en llamarlo; tampoco hubiese podido oírme. Las luces que se había dejado encendidas servían para rastrear sus idas y venidas: había estado en la cocina, había recorrido el pasillo hasta su habitación, había pasado por el baño de la planta baja y había estado en el salón, donde se encontraba el equipo de música. Por un momento pensé en buscarlo, pero no tenía tiempo para perseguirlo; bastante ocupado estaba ya persiguiendo a Grace. Cogí una linterna de la alacena y un plátano de la mesa y fui hacia el vestíbulo. Enseguida tropecé con los zapatos de Cole, llenos de barro, tirados caprichosamente ante la puerta que separaba la cocina del pasillo. Miré el suelo de la cocina y vi que estaba lleno de tierra; la tenue luz amarilla iluminaba el serpenteante camino de huellas que Cole había dejado por delante de los armarios.
Me pasé una mano por el pelo. Pensé en un insulto, pero no lo dije. ¿Qué habría hecho Beck con Cole?
De pronto me acordé del perro que Ulrik había traído un día del trabajo, un rottweiler casi adulto que inexplicablemente se llamaba Chófer. Pesaba tanto como yo, tenía un poco de sarna por la zona de las caderas y era muy simpático. Ulrik no paraba de sonreír y de hablar de perros guardianes y Schutzhund y me decía que yo, cuando creciese, querría a Chófer como a un hermano. Una hora después, Chófer se había comido dos kilos de carne picada, había arrancado la portada de una biografía de Margaret Thatcher —creo que también se comió buena parte del primer capítulo— y había dejado un montón humeante de mierda sobre el sofá. Beck dijo: «Saca a ese demonio de aquí».
Ulrik llamó Wichser a Beck y se fue con el perro. Beck me pidió que no dijese Wichser, porque era lo que decían los alemanes ignorantes cuando sabían que estaban equivocados. Unas horas después, Ulrik volvió sin Chófer. No volví a sentarme en aquella parte del sofá.
Pero a Cole no podía echarlo, no tenía adonde ir. De todas formas, Cole no era exactamente insoportable. Lo que resultaba insoportable era Cole sin diluir, sin nada que rebajase su volumen.
Aquella casa había sido muy diferente cuando estaba llena de gente.
Al acabar la canción, el salón quedó en silencio durante dos segundos hasta que los altavoces vomitaron otra canción de NARKOTIKA. La voz de Cole explotó por todo el pasillo, más alta y chillona que al natural:
Rómpeme en pedazos
tan pequeños que te quepan
en la palma de la mano, nena.
Nunca pensé que me salvarías,
rompe un pedazo
para tus amigas.
Rompe un pedazo,
te dará buena suerte.
Rompe un pedazo
y véndelo, véndelo.
Rómpeme, rómpeme
No tenía el oído tan fino como cuando era un lobo, pero aun así oía mejor que la mayoría. Aquella música era una especie de ataque, algo físico que había que apartar para poder pasar. El salón estaba vacío —ya apagaría la música cuando volviese a bajar—, y lo crucé a buen paso en dirección a la escalera. Sabía que había un amplio surtido de medicinas en el armario del baño de la planta baja, pero allí no podía entrar. El baño de la planta baja, con su bañera, contenía demasiados recuerdos que no quería despertar. Afortunadamente, Beck, que era muy consciente de mi pasado, también guardaba medicinas en el baño de arriba, donde no había bañera.
También allí arriba vibraba el suelo con el bajo. Cerré la puerta y me concedí el lujo de enjuagarme la espuma de los brazos antes de abrir el armario de espejo. Estaba lleno del rastro vagamente desasosegante de otras personas, como casi todos los armarios de baño. Pomadas, dentífricos, pastillas para enfermedades que ya nadie padecía en esa casa, cepillos con pelos de colores diversos enredados en las cerdas y elixir bucal que seguramente llevaría dos años caducado. Pensé que debería vaciarlo, pero decidí dejarlo para otro momento.
Cogí los somníferos con cuidado y, al cerrar el armario, me vi reflejado en el espejo. Nunca había llevado el pelo tan largo, y mis ojos amarillos resultaban más claros que nunca comparados con las medias lunas oscuras que tenían debajo. Pero lo que me llamó la atención no fue el pelo ni el color de los ojos. En mi expresión había algo que no reconocía, algo indefenso y defectuoso al mismo tiempo; fuera quien fuese aquel Sam, me resultaba ajeno.
Cogí la linterna y el plátano del borde del lavabo. Cada minuto que pasaba allí, Grace podía estar alejándose.
Bajé los escalones de dos en dos y la música me envolvió. El salón seguía vacío, así que lo crucé para apagar el equipo. Había un ambiente extraño; junto al sofá de cuadros escoceses, las dos lámparas de pie arrojaban sombras en todas direcciones, pero no había nadie para escuchar la furia que vomitaban los altavoces. Más que el vacío, eran las lámparas las que me hacían sentir incómodo. Eran casi iguales, con bases de madera oscura y pantallas de color crema; Beck las había llevado un día y Paul le había dicho que la casa ya se parecía oficialmente a la de su abuela. Quizá por eso nunca las usábamos; siempre encendíamos la luz del techo, más intensa, que hacía que los tonos rojos y desgastados del sofá pareciesen menos tristes y mantenía la oscuridad a raya. Pero en ese momento, los dos charcos gemelos de luz artificial me recordaron a focos sobre un escenario.
Me detuve junto al sofá.
El salón no estaba vacío.
Fuera de los círculos de luz había un lobo tirado en el suelo. Se retorcía con la boca abierta y los dientes a la vista. Reconocí el color del pelaje y sus ojos verdes: era Cole.
Supe, lógicamente, que debía de estar transformándose —no sabía si de lobo a humano o de humano a lobo—, pero aun así me sentí incómodo. Lo observé durante un minuto para tratar de averiguar si tendría que abrir la puerta para dejarlo salir.
La canción terminó y la música atronadora dio paso al silencio, pero yo seguí oyendo ecos fantasmales del ritmo susurrándome al oído. Con cuidado, dejé las cosas que llevaba sobre el sofá más cercano, y el vello de la nuca se me erizó en señal de alerta. Junto al otro sofá, el lobo seguía contrayéndose espasmódicamente y sacudiendo la cabeza hacia un lado una y otra vez. Tenía las patas rígidas y la saliva le goteaba de las fauces abiertas.
No estaba transformándose: le estaba dando un ataque epiléptico.
Di un respingo al oír un acorde de piano junto a mi oído, pero solo era la siguiente canción del CD.
Rodeé el sofá arrastrándome para arrodillarme junto al cuerpo de Cole. Sobre la alfombra, a su lado, había unos pantalones tirados y, a unos centímetros, una jeringuilla casi vacía.
—Cole —susurré—, ¿qué te has hecho?
El lobo sacudía la cabeza en un movimiento violento y mecánico.
Cole cantaba desde los altavoces con voz lenta e insegura sobre un piano de fondo; era un Cole diferente a todos los que había oído hasta entonces:
Si soy Aníbal,
¿dónde están mis Alpes?
No tenía nadie a quien pedir ayuda. No podía llamar a una ambulancia. Tampoco podía recurrir a Beck. A Karyn, mi jefa en la librería, habría tardado demasiado en explicárselo, aunque pudiese confiar en que nos guardaría el secreto. Grace podría haber sabido qué hacer, pero ella también estaba en el bosque, escondida. Me invadió una sensación de pérdida inminente, como si mis pulmones fuesen dos papeles de lija que se frotasen a cada inhalación.
Cole se estremecía en un espasmo interminable y sacudía la cabeza sin parar. Lo más inquietante era su silencio: el hecho de que el único sonido que acompañaba a aquel movimiento tan violento fuese el del roce de su cabeza con la alfombra mientras, desde los altavoces, cantaba con una voz que ya no era la suya.
Busqué en el bolsillo de atrás y saqué el teléfono. Solo podía llamar a una persona. Marqué su número.
—Rómulo —dijo Isabel tras solo dos tonos; al fondo se oía el ruido de un coche—. Estaba pensando en hacerte una visita.
—Isabel… —dije.
No sabía por qué, pero no lograba hacer que mi voz sonase lo bastante seria. Parecía que estuviese hablando del tiempo. Traté de olvidarme.
—Isabel, creo que a Cole le está dando un ataque epiléptico. No sé qué hacer.
Ni siquiera dudó.
—Ponlo de lado para que no se ahogue con la saliva.
—Es un lobo.
Junto a mí, en pleno ataque, Cole seguía debatiéndose. En su saliva habían aparecido unos hilillos de sangre. Pensé que se habría mordido la lengua.
—Pues claro —dijo ella; parecía cabreada, y empecé a comprender que eso significaba que estaba preocupada de verdad—. ¿Dónde estás?
—En casa.
—Te veo dentro de un momento.
—¿Estás…?
—Ya te lo he dicho —añadió Isabel—. Estaba pensando en hacerte una visita.
Su todoterreno tardó dos minutos en aparecer por el camino de entrada.
Veinte segundos después, me di cuenta de que Cole no respiraba.