CAPÍTULO CINCUENTA Y NUEVE
Grace
Ya se había puesto el sol cuando Rachel y yo llegamos a casa de mis padres aquel domingo. Ella, debido a unos hábitos de conducción fascinantes y muy mal vistos por la policía estatal de Minnesota, no tenía carné de conducir, así que había tenido que pasar a recogerla. Me saludó enseñándome un bolso con un smiley hecho de cuentas en un lado y me dedicó una sonrisa tensa que hizo resplandecer sus dientes en la penumbra. Pensé que era la oscuridad lo que le daba ese aire tan surreal al hecho de aparcar junto a la casa de mis padres, porque, por lo demás, a la luz mortecina del porche todo estaba exactamente igual que la noche en que me había ido de allí. Aparqué junto a mi coche, el que me había comprado con el dinero del seguro tras el accidente que había destrozado mi coche anterior, y recordé la noche en que aquel ciervo se había estampado contra el parabrisas del Bronco y yo había creído que Sam sería un lobo para siempre. No tenía claro si habían pasado un millón de días o tan solo unas horas. Sentía que aquella noche marcaba un principio y un final.
A mi lado, Rachel abrió el bolso de la cara sonriente y sacó un brillo de labios con olor a fresa. Se aplicó enérgicamente dos capas, como si quisiera acorazarse los labios, lo guardó y volvió a cerrar la cremallera con fuerza. Las dos avanzamos hacia la puerta principal como hermanas en la batalla, con el ruido de los zapatos sobre el camino de cemento como único grito de guerra. Como ya no tenía llave, llamé a la puerta.
Ahora que estaba allí, no quería seguir adelante.
Rachel me miró.
—Eres como mi hermana mayor favorita —dijo—. Ya sé que no tiene sentido, porque tienes la misma edad que yo.
Me sentí halagada.
—Rachel, dices cosas muy raras —repuse.
Nos echamos a reír con carcajadas vacilantes y casi inaudibles.
Rachel se dio un toquecito en los labios con la manga; al resplandor amarillo de la bombilla del porche, rodeada de polillas, vi otras marcas de labios en el puño de su camiseta, como una pequeña colección de besos.
Intenté pensar en lo que iba a decir mientras me preguntaba cuál de los dos abriría la puerta. Eran casi las nueve. A lo mejor no me abría nadie. A lo mejor…
Fue mi padre quién abrió. Antes de que pudiera decir nada, mi madre gritó desde el salón:
—¡Que no se escape la gata!
Mi padre escrutó a Rachel y luego a mí. Mientras lo hacía, una Patita atigrada del tamaño de un conejo esquivó sus piernas y salió disparada en dirección al jardín. Me sentí ridícula y traicionada por la presencia de la gata. Su única hija había desaparecido, ¿y habían adoptado a una gata para sustituirla?
Así que lo primero que dije fue:
—¿Ahora tenéis mascota?
Mi padre estaba tan sorprendido por mi presencia que me respondió con total sinceridad.
—Tu madre se sentía sola.
—Ya. Y no hace falta ocuparse mucho de los gatos.
No era la más cálida de las respuestas, pero tampoco me había dedicado la más cálida de las bienvenidas. Creo que, en el fondo, esperaba encontrar pruebas de mi ausencia en su cara, pero se le veía como siempre. Mi padre vendía casas caras y parecía un vendedor de casas caras. Siempre iba bien peinado, con un estilo ochentero, y tenía una sonrisa que animaba a la gente a gastarse el dinero. En realidad, no sabía qué esperaba encontrarme: tal vez ojos inyectados en sangre, o bolsas bajo los ojos, o que pareciese diez años mayor, o que hubiese engordado o adelgazado… Alguna prueba de que el tiempo que había pasado sin mí no le había resultado fácil. Eso era lo que quería: pruebas concretas de su angustia. Cualquier cosa que me demostrase que me había equivocado al decidir enfrentarme a ellos esa noche. Pero no vi nada. Me dieron ganas de irme. Ya me habían visto, ya sabían que estaba viva. Había cumplido.
Pero entonces mi madre se asomó al recibidor.
—¿Quién es?
Me vio y se quedó helada.
—¡Grace! —se le quebró la voz en esa única sílaba, y entonces supe que, después de todo, acabaría por entrar.
Antes de que me diese tiempo a decidir si estaba preparada para un abrazo, ya estaba envuelta en uno, con los brazos de mi madre en torno a mi cuello y mi cara apretada contra la pelusa de su jersey. La oí murmurar: «Dios, gracias, Grace, gracias». Parecía que estuviese riendo o llorando, pero cuando logré separarme no vi ni sonrisas ni lágrimas. Le temblaba el labio inferior. Me crucé de brazos para no pasarme el rato moviéndolos.
No era consciente de que volver podía ser tan duro.
Acabé sentada a la mesa de la cocina, con mis padres enfrente. Tenía muchos recuerdos de aquella mesa; en casi todos estaba sentada yo sola, pero eran recuerdos llenos de cariño. Nostálgicos, al menos. Pero en la cocina olía raro, como a comida para llevar. No se parecía nada al típico olor que sale de una cocina en la que has guisado de verdad. Aquel olor desconocido hizo que la experiencia me pareciese un sueño ajeno y familiar al mismo tiempo.
Pensé que Rachel me había abandonado y había vuelto al coche, pero pasados unos segundos de silencio, apareció en el pasillo de entrada con la gata atigrada en brazos. Sin mediar palabra, la dejó en el suelo y se quedó de pie a mi lado. Tenía pinta de querer estar en cualquier sitio menos allí; había sido muy valiente por su parte acompañarme, y yo se lo agradecí muchísimo. Todo el mundo debería tener amigos como Rachel.
—Esto es increíble, Grace —dijo mi padre desde donde estaba sentado, enfrente de mí—. Nos has hecho sufrir mucho.
Mi madre se echó a llorar.
En ese momento cambié de idea: ya no quería ver más pruebas de su angustia. No quería ver a mi madre llorar. Había pasado mucho tiempo deseando que me echaran de menos, que les doliera mi ausencia; pero ahora que veía la cara de mi madre, la culpa y la lástima me estaban haciendo un nudo en la garganta. Deseé haber mantenido ya aquella conversación y estar otra vez de camino a casa. Era demasiado duro.
—No quería haceros… —empecé.
—Pensábamos que estabas muerta —me interrumpió mi padre—. Y todo este tiempo has estado con él. Dejándonos…
—No —repuse—. ¡No he estado con él!
—Para nosotros es un alivio que estés bien —dijo mi madre.
Pero mi padre aún no había acabado:
—Podrías haber llamado, Grace. Para que supiésemos que estabas viva. Era lo único que necesitábamos.
Le creí: no me necesitaban a mí, solo les hacían falta pruebas de mi existencia.
—La última vez que intenté hablar contigo me dijiste que no podía ver a Sam hasta que cumpliera los dieciocho, y no me dejaste habí…
—Voy a llamar a la policía para decirles que ya has vuelto —me interrumpió mi padre mientras se ponía en pie.
—¡Papá! —exclamé—. Primero, ya lo saben. Segundo, lo has vuelto a hacer: no me escuchas.
—Yo no hago nada —replicó, y luego miró a Rachel—. ¿Por qué habéis venido las dos?
Rachel se revolvió un poco al verse interpelada.
—Soy el árbitro —explicó.
Mi padre levantó las manos para indicar que se rendía, que es lo que hace la gente cuando en realidad no se está rindiendo, y después las puso sobre la mesa como si estuviéramos celebrando una sesión de espiritismo y la mesa fuese a moverse.
—No necesitamos un árbitro —dijo mi madre—. No vamos a hablar de nada desagradable.
—Sí, claro que sí —la contradijo mi padre—. Nuestra hija se escapó de casa. Según las leyes de Minnesota, eso es un delito, Amy. No voy a fingir que no ha ocurrido; no voy a hacer como si no se hubiera escapado de casa para vivir con su novio.
Algo en aquella afirmación me hizo ver las cosas de pronto con toda claridad. Mi padre estaba siguiendo a la perfección el típico manual del padre responsable: en modo de piloto automático, había adoptado una actitud totalmente reaccionaria que debía de haber aprendido en los programas de la tele y las películas de fin de semana. Los observé: mi madre abrazada a su gata nueva, que había saltado del sofá a su regazo, y mi padre mirándome fijamente como si no me reconociese. Sí, eran adultos, pero yo también lo era. Me veía a mí misma como la hermana mayor de Rachel, tal como ella había dicho. Mis padres me habían educado para que me convirtiese en adulta cuanto antes; ahora no podían enfadarse porque me hubiese convertido precisamente en eso.
Yo también puse las palmas de las manos sobre la mesa, imitando la postura de mi padre, y dije lo que llevaba mucho tiempo queriendo decir:
—Y yo no voy a fingir que no estuve a punto de morir en tu coche, papá.
—No me vengas con esas.
Me dolió el estómago de indignación.
—Pues claro que te vengo con esas. ¿Y sabes qué? En realidad, fue un síntoma de algo más grave. Se te olvidó tu hija en el coche.
Y antes de eso, unos lobos se me llevaron de un columpio mientras mamá estaba pintando en el piso de arriba. Y sí, mi novio se colaba en casa para dormir conmigo, pero tardasteis varias semanas en daros cuenta. ¿Os preocupasteis por comprobar si yo dormía en casa? Me disteis mucha libertad. ¿Pensabais que no iba a utilizarla?
Rachel volvió a aplicarse brillo de labios como loca.
—Veamos… —murmuró mi madre.
La gata se le estaba subiendo por el cuello, y ella la apartó y se la dio a Rachel. Supuse que entretener a una mascota no era una de las funciones los árbitros, pero Rachel parecía más contenta con la gata en brazos.
—Está bien —dijo mi madre con voz más firme—. Todo esto, ¿adonde nos lleva? No quiero que sigamos peleándonos. Por Dios, Lewis, no quiero pelearme con ella. Creía que estaba muerta.
Mi padre frunció los labios, pero no abrió la boca.
Yo respiré hondo y me armé de valor. Tenía que decirlo bien.
—Me voy de casa.
—Ni hablar —contestó mi padre inmediatamente.
—Por eso me voy —le respondí—. No podéis decirme lo que tengo que hacer así, de repente. No podéis esperar a que decida elegir una familia, una vida y una forma de ser feliz, y entonces decirme: «No, Grace, eso no puedes hacerlo. Vuelve a sentirte sola y triste y a sacar sobresalientes en todo». No es justo. Sería diferente si hubieseis estado ahí, como los padres de Rachel o el de Sam.
Mi padre torció el gesto.
—¿El que intentó matarlo?
—No, me refiero a Beck.
Pensé en lo que había ocurrido aquella tarde, en Beck y en Sam frente a frente, unidos por un vínculo silencioso tan fuerte que cualquiera podía verlo. Pensé en el gesto que hacía Sam al ponerse las manos detrás de la cabeza, en cómo lo había copiado de Beck. Me pregunté si yo tenía algo de mis padres, o si lo que yo era lo había sacado exclusivamente de los libros, la tele y los profesores.
—Sam haría cualquier cosa que le pidiese Beck, porque Beck siempre ha estado ahí cuando lo ha necesitado —recalqué—. ¿Sabéis a quién he tenido yo que recurrir cuando he necesitado a alguien? A mí misma. Soy una familia de un solo miembro.
—Si crees que vas a convencerme, te equivocas —me espetó mi padre—. Y la ley está de mi parte, así que no necesito que me convenzas de nada. Tienes diecisiete años. No puedes tomar decisiones.
Rachel hizo un ruido. Por un momento creí que estaba cumpliendo su función de árbitro, pero enseguida me di cuenta de que la gata le había mordido la mano.
En ningún momento había pensado que pudiese convencer a mi padre tan fácilmente. Ahora era cuestión de principios, y él no iba a dar su brazo a torcer. Volví a notar un retortijón en el estómago y los nervios me reptaron por la garganta.
—Este es el trato —dije en voz más baja—. Voy a ir a la escuela de verano para acabar el instituto y después iré a la universidad. Si me dejáis irme de casa ahora, seguiré hablándoos cuando cumpla los dieciocho. Si llamáis a la policía y me obligáis a quedarme, dormiré en esa cama y seguiré vuestras nuevas reglas, pero en cuanto lleguen las doce de la noche del día de mi cumpleaños, esa habitación se quedará vacía y no volveré nunca más. Y no estoy de broma. Mírame a la cara. Sabes que hablo en serio. ¡Y no me vengas con la ley, papá! ¡Le pegaste a Sam! ¿Se puede saber en qué lado de la ley queda eso?
Mi estómago era una zona catastrófica. Tuve que obligarme a no decir nada más, a no llenar con palabras el vacío.
Se hizo un silencio sepulcral en la mesa. Mi padre apartó la cara y miró por la ventana hacia el jardín, aunque no había nada que ver salvo oscuridad. Rachel acariciaba a la gata con fuerza y ella ronroneaba como loca, tan alto que en la habitación no se oía otra cosa. Mi madre tenía los dedos sobre el borde de la mesa, con el pulgar y el índice apretados el uno contra el otro como si sujetara un hilo invisible.
—Voy a proponer un acuerdo aceptable para todos —dijo.
Mi padre la fulminó con la mirada, pero ella no se giró hacia él.
Me sentí decepcionada: no me imaginaba ningún acuerdo ni remotamente aceptable.
—Te escucho —dije con voz inexpresiva.
Mi padre explotó.
—¡Amy! ¿Un acuerdo? ¡No hablarás en serio! No lo necesitamos.
—Tus métodos no funcionan —le espetó mi madre.
Mi padre volvió a fulminar a mi madre con una mirada llena de ira y decepción.
—No me puedo creer que vayas a aprobar su conducta —dijo.
—No estoy aprobando nada. Hablé con Sam, Lewis. Te equivocaste con él, así que ahora me toca hablar a mí. Esta es mi propuesta —añadió mirándome—. Te quedarás aquí hasta que cumplas los dieciocho, pero te trataremos como a una adulta.
Podrás ver a Sam y no tendrás hora de llegada a casa, siempre y cuando… —hizo una pausa para inventarse las condiciones sobre la marcha— te pongas al día en la escuela de verano y cumplas tus objetivos académicos. Sam no podrá quedarse a dormir, pero por mí puede pasarse el día entero en casa, y nosotros intentaremos conocerlo mejor.
Miró a mi padre; él movió los labios como si fuera a decir algo, pero finalmente se limitó a encogerse de hombros. Los dos se volvieron hacia mí.
—Ah… —prosiguió mi madre—. Y tienes que seguir hablándonos después de cumplir los dieciocho. Forma parte del trato.
Apreté los dedos contra los labios e hinqué los codos en la mesa. No quería renunciar a mis noches con Sam, pero era un acuerdo justo, sobre todo teniendo en cuenta que un momento antes parecía imposible lograrlo. Pero ¿y si me transformaba? No podía volver a casa hasta estar segura de que me había estabilizado. Y eso tenía que pasar pronto. ¿Ya, tal vez? No lo sabía. La cura de Colé llegaría demasiado tarde para resultarme útil.
—¿Y cómo sé que no vais a intentar cambiar las reglas? —pregunté para ganar tiempo—. No pienso renunciar a Sam. Voy a seguir con él. Para siempre. Eso tiene que quedaros claro.
Mi padre hizo otra mueca, pero no dijo nada. Mi madre me dejó asombrada al asentir levemente.
—Vale. He dicho que lo intentaremos. Y no te impediremos verlo.
—Y se acabaron los puñetazos —intervino Rachel.
La miré con incredulidad: esperar a que el conflicto se hubiese resuelto para cumplir con sus obligaciones de árbitro era casi una manera de hacer trampas.
—Está bien —dijo mi madre—. Grace, ¿qué opinas?
Miré a mi alrededor; desde allí veía el salón y el arranque de la escalera, y eso me hizo sentir rara. Había dado por hecho que aquella sería la última vez que entraría en mi casa, que tendríamos bronca y que cerraría aquel libro para no abrirlo nunca más. La idea de volver a vivir en aquel lugar y recuperar mi antigua rutina me resultaba agotadora y liberadora al mismo tiempo. Pensé en el miedo de Sam a transformarse de nuevo después de haber creído que aquello se había acabado, y lo entendí a la perfección.
—Yo… tengo que pensármelo —respondí—. Quiero consultarlo con la almohada.
—¿Y no puedes consultarlo aquí? —preguntó mi madre.
Rachel negó con la cabeza.
—No, porque tiene que llevarme a casa. Órdenes del árbitro.
Me levanté para dejar claro que aquello era incuestionable. No entendía por qué los nervios seguían atenazándome el estómago cuando ya había pasado lo peor.
—Me lo pensaré y volveré para que lo hablemos.
Mi madre se levantó tan rápido que la gata se sobresaltó y soltó un bufido parecido a un estornudo. Rodeó la mesa y me dio un abrazo tan fuerte que me dejó perpleja; no recordaba la última vez que había intentado abrazarme. No estaba segura de qué debía hacer. Me daba un poco de reparo pegar mi cuerpo al suyo y enterrar la cara en su pelo, así que me limité a apretarla en general.
—¿Volverás? —me preguntó al oído.
—Sí —respondí muy en serio.
Mi padre se levantó y me dio un apretón en el hombro, como si le pasara lo mismo que a mí con el asunto de los abrazos.
—Tome la gata —le dijo Rachel, y se la pasó a mi madre.
—Gracias por traérnosla —repuso mi madre, y en ese momento no supe si se refería a la gata o a mí.
Rachel se encogió de hombros y me agarró del brazo.
—Así soy yo.
Tiró de mí para sacarme de la casa y meterme en el coche. Mis padres se quedaron de pie en el umbral, contemplando el coche con una extraña expresión de abandono mientras salíamos marcha atrás y nos dirigíamos hacia la carretera. Me sentía mareada y tenía náuseas.
Nos quedamos calladas durante un minuto.
—No me puedo creer que te hayan sustituido por una gata —dijo Rachel.
Me reí y sentí un hormigueo en la piel.
—Yo tampoco. Gracias por venir. Gracias de verdad. Han sido razonables porque estabas tú.
—Han sido razonables porque pensaban que estabas muerta. ¿Te encuentras… bien, Grace?
Me había saltado una marcha, y el coche se ahogó hasta que metí la marcha correcta. No se me daba muy bien el cambio manual y, de repente, me costaba demasiado concentrarme. Mi estómago volvió a retorcerse y, mientras un estremecimiento me subía por los brazos, me di cuenta de que lo que yo había tomado por nervios era algo peor.
—Ay, no —dije, consumida por las náuseas—. Tengo que parar. Lo siento, yo…
Era de noche y la carretera estaba desierta. Paré en el arcén, abrí la puerta, salí y vomité detrás del coche. La cara de Rachel se veía lívida en la oscuridad; no la había oído salir.
Agitó las manos.
—¿Qué hago? ¡No sé conducir con cambio manual!
Estaban empezando a invadirme unos temblores tan fuertes que hacían que me castañeteasen los dientes.
—Rach, lo siento mucho, tienes que… —me callé y me hice un ovillo contra un lado del coche. Dios, cómo odiaba aquella parte. Se me estaban partiendo los huesos. No, no, no.
—¿Qué es lo que tengo que hacer? Grace, me estás asustando. Oh, no. ¡Oh, no! —de pronto, Rachel comprendió lo que sucedía.
—Llama a Sam —alcancé a decir—. Dile que me he transformado y que venga a recogerte. Cole puede… Uf. Cole puede conducir el otro coche… Oh… Rachel… Espera en el coche… No…
Las rodillas no querían sostenerme. Se me estaban aflojando, preparándose para convertirse en otra cosa. De repente me asustó lo que Rachel pudiese pensar si me veía transformarme. Tenía que meterse en el coche. No podía quedarse mirando, aquello destrozaría nuestra amistad. Mi piel ya me resultaba ajena: debía de tener un aspecto horrible.
Pero ella me estrechó, me dio un abrazo enorme que me envolvió por completo y apoyó su mejilla contra la mía, que estaba tensa. Yo apestaba a lobo y seguro que parecía un monstruo, pero me apretujó con tanta fuerza que sentí su abrazo por encima del dolor. Era un gesto tan valiente que no pude contener una lágrima.
—¿Te duele? —susurró al soltarme.
Negué con la cabeza y apreté las manos contra el cuerpo.
—Lo que pasa es que te quiero mucho y eso hace…
—Que te transformes en loba —dijo Rachel—. Lo sé —se limpió la nariz con el dorso de la mano—. Tengo ese efecto en la gente.
Intenté decir algo más, pero perdí el equilibrio. Las estrellas brillaban en el cielo y recordé otra noche: Sam y yo bajo las estrellas, contemplando la aurora boreal. En mi cabeza, las luces rosadas de la aurora boreal se convirtieron en las luces del salpicadero reflejadas en el parabrisas destrozado de mi Bronco, con Sam y yo detrás despidiéndonos, y después fui solo yo, hecha pedazos, rajada como el cristal y convertida en algo nuevo.