CAPÍTULO CINCUENTA Y CINCO

Grace

Hojas

Lo primero que pensé fue que Sam necesitaba hablar con Beck para ordenar sus sentimientos. Lo segundo fue que Cole necesitaba hablar con Beck sobre los experimentos científicos que había probado en sí mismo. Y lo tercero fue que yo parecía ser la única que recordaba la razón por la que verdaderamente necesitábamos hablar con Geoffrey Beck.

—Beck —dije; me sentí un poco extraña al dirigirme a él, pero ninguno de los chicos decía nada y allí no había nadie más—. Siento mucho tener que hacerte preguntas en tu estado.

Estaba claro que sufría; Cole lo había transformado en humano, pero solo parcialmente. Había un olor y una energía lobunos en la habitación. Si hubiese cerrado los ojos y usado mis sentidos ocultos con Beck, dudo que lo hubiese percibido como humano.

—Dispara —dijo Beck.

Miró a Cole, luego a Sam y finalmente a mí.

—Tom Culpeper ha conseguido permiso para organizar una cacería aérea. Dentro de una semana.

Esperé a que lo asimilase para ver si tenía que explicar mejor lo que quería decir.

—Mierda —masculló Beck.

Asentí con la cabeza.

—Estamos pensando en trasladar a la manada, pero necesitamos saber cómo.

—Mi diario… —Beck se apretó inexplicablemente el hombro con una mano durante unos segundos, como si quisiera sujetarlo. Luego lo soltó. Pensé que era más difícil ver a alguien sufrir que sufrir uno mismo.

—Lo he leído —respondió Cole dando un paso al frente. Parecía menos afectado que yo por el dolor de Beck; tal vez estuviera más acostumbrado al sufrimiento ajeno—. Pone que Hannah guió a la manada para ir a otra parte. ¿Cómo? ¿Cómo logró recordar adonde debían dirigirse?

Beck levantó la vista hacia la presencia silenciosa de Sam en la escalera.

—Hannah era como Sam —respondió—. Era capaz de conservar algunos recuerdos mientras era loba. No tantos como Sam, pero más que yo. Ella y Derrick estaban muy unidos, y a Derrick se le daba bien transmitir imágenes. Así que Hannah y Paul reunieron a los lobos mientras Derrick seguía siendo humano. El conservó la imagen de adonde íbamos y se la transmitió a Hannah. Ella guió a los lobos y él la guió a ella.

—¿Sam podría hacerlo? —preguntó Cole.

No quise mirar a Sam; sabía que Cole estaba convencido de que podía.

Beck me miró con el ceño fruncido.

—Podría, si alguno de vosotros dos fuese capaz de transmitirle imágenes siendo humano.

Ahora sí que miré a Sam, pero su cara no revelaba lo que estaba pensando. No sabía si aquellos breves momentos incontrolados que se habían dado entre nosotros contaban: me había mostrado el bosque dorado mientras yo era humana y yo le había mostrado imágenes de nosotros dos juntos cuando estábamos en la clínica, inyectándole sangre infectada con meningitis. Pero aquel último momento había sido algo íntimo, cercano. Había estado a su lado; no era lo mismo que transmitirle las imágenes desde la ventanilla de un coche mientras huíamos del bosque. Y perder a Sam, que se transformase de nuevo en lobo por un plan tan arriesgado como aquel… No soportaba pensarlo. Habíamos luchado mucho para que conservase su cuerpo. Y Sam no podía soportar perderse a sí mismo.

—Ahora me toca a mí preguntar —dijo Beck—. Pero antes tengo que pediros algo: cuando me transforme, devolvedme al bosque. Quiero que me suceda lo mismo que a los otros lobos. Si sobreviven, yo también. Si mueren, yo también. ¿Está claro?

Esperaba que Sam protestase, pero no dijo nada. Nada. No supe qué hacer. ¿Debía acercarme a él? Su expresión parecía lejana, vagamente aterradora.

—Hecho —respondió Cole.

Beck pareció satisfecho.

—Primera pregunta. Háblame de la cura. Me estáis diciendo que tal vez Sam pueda guiar a los lobos, pero es humano. ¿Es que la cura no funcionó?

—Si —dijo Cole—. La meningitis está luchando contra el lobo. Sino me equivoco, seguirá transformándose de vez en cuando, pero en algún momento parará. Cuestión de equilibrio.

—Segunda pregunta —continuó Beck esbozando una mueca; el dolor se le escribió en las arrugas de la frente y luego su cara volvió a la normalidad—. ¿Por qué ahora Grace es una loba?

Cuando vio que lo miraba fijamente, se señaló la nariz y torció el gesto. Me gustó que, a pesar de todo, recordase mi nombre y se preocupase por mí. Resultaba difícil sentir aversión por él, incluso recordando lo que le había hecho a Sam. Teniéndolo delante, la idea de que pudiese hacerle daño a Sam parecía totalmente imposible. Si yo era un mar de dudas después de haberlo visto solo unas cuantas veces, no alcanzaba a imaginarme cómo se estaría sintiendo Sam.

—No tienes tiempo para escuchar toda la historia —dijo Cole—. La respuesta corta es esta: porque la mordieron, y al final la cabra tira al monte.

—Bien, tercera pregunta —prosiguió Beck—. ¿Puedes curarla?

—La cura mató a Jack —respondió Sam; era la primera vez que abría la boca.

El no había estado allí como yo, no había visto morir a Jack de meningitis, no había presenciado cómo los dedos se le ponían azules a medida que su corazón se daba por vencido.

La voz de Cole sonó desdeñosa.

—Él enfermó de meningitis siendo humano. Esa es una batalla imposible de ganar. Tú enfermaste siendo lobo.

Sam miró a Cole y a nadie más.

—¿Cómo sabemos que tienes razón?

Cole señaló a Beck.

—Porque no me he equivocado hasta ahora.

Pero Cole sí se había equivocado antes, aunque al final del proceso hubiera acabado teniendo razón. Parecía una diferencia importante.

—Cuarta pregunta —terció Beck—. ¿Adonde pensáis llevarlos?

—A una península al norte de aquí —dijo Cole—. Ahora es propiedad de un policía. Se enteró de lo de los lobos y quiere ayudarnos por puro altruismo.

Beck adoptó una expresión escéptica.

—Sé lo que estás pensando —prosiguió Cole—. He decidido que se la voy a comprar. El altruismo está bien, pero una escritura a mi nombre está mejor.

Asombrada, miré a Cole y él me devolvió la mirada con los labios fruncidos. Tendríamos que hablar de aquello.

—Y la última pregunta —anunció Beck.

Su tono de voz me recordó a la primera vez que había hablado con él, por teléfono, cuando Jack me tenía retenida. En aquella ocasión, su voz me había parecido tan comprensiva, tan amable, que al oírla había estado a punto de derrumbarme. Y todo lo que veía ahora en su cara reforzaba esa sensación: su mandíbula cuadrada, las arrugas junto a la boca y los ojos por haber sonreído mucho, el gesto serio y preocupado de sus cejas… Se pasó una mano por el pelo, corto y rojizo, y luego miró a Sam. Al volver a hablar, su voz sonó tristísima.

—¿Vas a volver a hablarme alguna vez, Sam?

Sam

Allí estaba Beck, delante de mi, a punto de transformarse en lobo de nuevo, y yo me había quedado mudo.

—Estoy intentando pensar en algo que decirte —dijo Beck mirándome—. Tengo unos diez minutos para hablar con mi hijo, del que pensaba que no viviría más de dieciocho años. ¿Qué te digo, Sam? ¿Qué te digo?

Agarré con fuerza el pasamano hasta que los nudillos se me pusieron blancos. Era yo el que hacía las preguntas, no Beck. El era quien tenía las respuestas. ¿Qué esperaba de mí? No podía dar un paso sin poner los pies en las huellas que él había dejado.

Beck se acurrucó delante de uno de los calefactores sin dejar de mirarme.

—Quizá, después de todo lo que ha pasado, no haya nada más que decir. Yo…

Negó con la cabeza y miró al suelo. Sus pies pálidos y llenos de cicatrices me recordaron a los de un niño.

La habitación estaba en silencio. Todos me observaban como si el siguiente paso me correspondiese darlo a mí. Pero su pregunta era la mía: ¿qué podía decir en diez minutos? Había mil cosas que necesitaba contarle. Que no sabía cómo ayudar a Grace ahora que era una loba, que Olivia había muerto, que la policía me estaba vigilando, que Cole guardaba nuestros destinos en probetas, que no sabíamos qué hacer ni cómo salvarnos, que no imaginaba cómo ser Sam cuando el invierno significaba lo mismo que el verano.

Mi voz sonó áspera y grave.

—¿Conducías tú?

—Ya —dijo Beck en voz baja—. Ya… Quieres saberlo, claro.

Hundí las manos un poco más en los bolsillos. Una parte de mí deseaba sacarlas y cruzar los brazos, pero no quería aparentar nerviosismo. Grace parecía estar moviéndose aunque estuviese quieta; era como si quisiera moverse pero sus pies aún no se hubiesen decidido del todo. La necesitaba a mi lado. No quería escuchar la respuesta de Beck. Todo en mi interior eran imposibilidades.

Beck tragó saliva otra vez. Guando levantó la cabeza, su mirada era una bandera blanca. Iba a contarme la verdad. Se estaba entregando para que lo juzgase.

—Era Ulrik quien conducía.

Se me escapó un gemido apenas audible mientras giraba la cara. Me hubiera gustado sacar una de las cajas de mi cabeza y meterme dentro, pero era Beck quien me había hablado de las cajas por primera vez. No tenía elección. Estaba tumbado en la nieve, con la piel abierta, y había un lobo, y era Beck.

No podía pensarlo.

No podía parar de pensarlo.

Cerré los ojos, pero allí seguía.

Algo me rozó el codo y me hizo abrir los ojos. Era Grace: me observaba la cara atentamente y me sujetaba el codo como si fuese de cristal.

—Era Ulrik quien conducía —repitió Beck, y subió un poco la voz—. Paul y yo éramos los lobos. No… no confiaba en la concentración de Ulrik. Paul no quería hacerlo, y yo lo acosé hasta convencerlo. No tienes por qué perdonarme; yo mismo no lo he hecho. Por muchas cosas que haya hecho bien después, lo que te hice a ti siempre estará mal.

Se quedó callado y respiró hondo, tembloroso.

No reconocía a aquel Beck.

—Al menos míralo, Sam. No sabes cuándo volverás a verlo —me susurró Grace al oído.

Lo miré porque ella me lo pidió.

—Cuando pensé que era tu último año, yo… —Beck negó con la cabeza como para aclarar sus pensamientos—. Nunca pensé que los bosques se te llevarían antes que a mí. Entonces tuve que volver a hacerlo, tuve que buscar a alguien que cuidase de nosotros. Pero escúchame, Sam: la segunda vez intenté hacerlo bien.

Seguía mirándome en busca de una reacción, pero yo no me inmuté. Estaba muy lejos de allí. Si lo intentaba, podía encontrar unas cuantas palabras para convertirlas en la letra de una canción, algo que me sacase de aquel momento y me llevase a otro lugar.

Beck se dio cuenta: me conocía mejor que nadie. Incluso mejor que Grace.

—No lo hagas, Sam —me dijo—. No te alejes. Escucha, porque tengo que decirte esto. Tenía guardados once años de recuerdos, Sam, once años de ver tu mirada cada vez que te dabas cuenta de que estabas a punto de transformarte. Once años en los que me preguntabas si de verdad tenías que hacerlo ese año. Once años de…

Se quedó callado y se tapó la boca con la mano, sujetándose la mandíbula con dedos temblorosos. No era más que una sombra del Beck que había visto la última vez. Aquel no era el Beck del verano, sino el de un año moribundo. Su cuerpo carecía de fuerza; toda estaba en su mirada.

De repente oímos la voz de Cole:

—Sam, ya sabes que estaba intentando suicidarme cuando me encontró. Se me daba cada vez mejor —me miró sin pestañear, desafiante—. De no ser por él, ahora estaría muerto. No me obligó. Y a Victor tampoco. Lo elegimos libremente. No fue como contigo.

Sabía que era cierto. Sabía que habían coexistido y probablemente coexistirían siempre dos Coles: el Cole que hacía callar a la multitud con una sonrisa y el Cole que susurraba canciones en las que buscaba sus Alpes. Y supe que Beck, al arrancar a Cole del escenario, había desenterrado a ese segundo Cole más tranquilo y silencioso, y le había dado la posibilidad de vivir.

Y a mí también. Beck me había mordido; pero fueron mis padres, no él, quienes me destrozaron la vida. Llegué a él como un trozo de papel arrugado que él fue alisando poco a poco. Cole no era el único al que había reconstruido.

Había muchas versiones diferentes de él. Había incontables versiones de la misma canción, y todas eran la original, y todas eran ciertas, y todas estaban bien. Debería haber sido imposible. ¿Tenía que quererlas a todas?

—Está bien —dijo Beck, y su voz tardó un segundo en tomar cuerpo—. Está bien. Si solo tengo diez minutos, Sam, esto es lo que quiero decirte. No eres el mejor de nosotros. Eres mucho más. Así que en estos diez minutos quiero decirte que salgas al mundo y disfrutes de la vida. Que cojas la guitarra y cantes tus canciones a todo el mundo. Que hagas mil de esos dichosos pájaros de papel que tanto te gustan. Y que beses a esa chica un millón de veces —su voz se quebró.

Pegó la cabeza a las rodillas y cerró los puños sobre la nuca. Vi cómo se agitaban los músculos de su espalda. Sin levantar la cabeza, susurró:

—Y olvídate de mí. Ojalá hubiese sido mejor persona, pero no lo he sido. Olvídate de mí.

Los nudillos se le habían puesto blancos.

Cuántas maneras de decir adiós.

—No quiero —respondí.

Beck levantó la cabeza. El pulso le latía en el cuello, rápido y fuerte.

Grace me soltó y supe que quería que bajase la escalera. Tenía razón. Bajé los escalones de dos en dos. Beck intentó levantarse mientras yo me arrodillaba rápidamente para acercarme a él. Nuestras frentes casi se tocaron. Beck temblaba con fuerza. Muchos días atrás, había sido Beck quien se había agachado a mi lado mientras yo temblaba en el suelo.

Me sentí tan inseguro como Beck en aquel momento. Era como si al desdoblar mis grullas de papel, hubiera encontrado escrito algo que me resultara completamente ajeno. En algún momento, la esperanza se había quedado atrapada entre los pliegues de uno de aquellos pájaros. Llevaba toda la vida pensando que esta era mi historia: «Érase una vez un niño que tuvo que arriesgarlo todo para conservar lo que amaba». Pero en realidad era otra: «Érase una vez un niño cuyo miedo lo devoró».

Ya estaba harto de tener miedo. Mi liberación había empezado la noche en que me había metido con mi guitarra en la bañera, y pasaba por transformarme de nuevo en lobo. No iba a tener miedo.

—Maldita sea —musitó Beck.

El calor estaba dejando de hacerle efecto. Nos encontrábamos otra vez frente con frente, padre e hijo, Beck y Sam, como siempre. El era todos los ángeles y todos los demonios.

—Dime que quieres que te curemos —dije.

Las puntas de los dedos se le pusieron blancas y luego rojas al apretarlas contra el suelo.

—Sí —musitó, y supe que lo estaba diciendo solo para mí—. Haz todo lo que haga falta —miró a Cole—. Cole, tú eres…

Y entonces la piel se le desgarró y yo di un salto para apartar el calefactor antes de que Beck se desplomase presa de las convulsiones.

Cole avanzó un paso y clavó una segunda aguja en la parte interior del codo de Beck.

Y en ese segundo, mientras Beck levantaba la cara sin ningún cambio en su mirada, vi mi propia cara.