CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS
Cole
En una hora llamé al móvil de Sam tantas veces como había llamado al de Isabel en dos meses. El resultado fue el mismo: ninguno. Podía tomármelo como algo personal, pero prefería pensar que todo aquello me estaba enseñando una lección: la paciencia era una virtud.
Pero nunca había sido mi fuerte.
Llamé a Sam una y otra vez. El teléfono sonaba hasta que cada tono parecía más largo que el anterior.
Los minutos se alargaban indefinidamente. Puse música, pero hasta las canciones se movían a cámara lenta. Me irritaba la llegada de cada estribillo; era como si ya lo hubiese escuchado cien veces.
Llamé a Sam.
Nada.
Bajé las escaleras del sótano y volví a subir a la cocina. Había limpiado mis cosas más o menos, pero por pura benevolencia y para distraerme, troté la encimera de la cocina con una toallita húmeda e hice una pequeña pirámide con posos de café y migajas del tostador.
Llamé a Sam. Nada. Bajé corriendo al sótano y luego fui a ver las cosas que tenia en mi habitación. Rebusqué entre todo lo que había reunido durante los últimos meses, no porque necesitase algo en concreto, sino porque quería mantenerme ocupado, mover las manos. Mis pies se movían tanto si me sentaba como si me quedaba de pie, así que prefería quedarme de pie.
Llamé a Sam.
Nada. Nada. Nada.
Cogí unos pantalones de chándal y una camiseta y los bajé al sótano. Los coloqué sobre la silla. Me pregunté si sería mejor una camiseta de manga larga o una sudadera. No, una camiseta estaba bien. No. quizá una sudadera. Subí y saqué de un cajón una con el logo de Berkeley.
Llamé a Sam.
Nada. Na-da. ¿Dónde demonios estaba?
Escribí en el cuaderno de Beck, que ahora era mío. Volví a bajar al sótano. Comprobé el termostato. Lo puse al máximo. Saqué unos calefactores del garaje, encontré varias tomas de corriente y los enchufé. Aquello era una barbacoa, pero aún podía calentarse más. Necesitaba que fuese verano entre aquellas cuatro paredes.
Llamé a Sam.
Dos tonos. Tres.
—¿Qué pasa, Cole?
Era Sam. Sonaban interferencias y apenas oía su voz, pero era él.
—Sam —dije, un poco malhumorado a estas alturas, pero pensé que me lo merecía. Miré el cuerpo del lobo que había en el suelo. Se le estaba pasando el efecto de los somníferos—. He atrapado a Beck.