CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO
Sam
En cuanto vi la península, supe que era la solución.
Y eso que la entrada no era la más idónea. Consistía en un portón hecho con troncos de madera toscamente labrados con las palabras CABAÑA LAGO KNIFE, y a ambos lados se extendía una empalizada. Koenig soltó un taco en voz baja mientras forcejeaba con el candado de combinación hasta que logró abrirlo. Luego nos enseñó la empalizada, que enseguida daba paso a una alambrada asegurada a los troncos de los pinos. Educado y pragmático, parecía un agente inmobiliario que estuviese enseñando un terreno caro a unos posibles clientes.
—¿Qué pasa cuando la alambrada llega a la orilla? —pregunté.
A mi lado, Grace mató un mosquito de un manotazo. Había muchos a pesar del frío. Me alegraba haber ido tan temprano, porque allí el viento cortaba las ideas.
Koenig le dio un tirón al alambre, que se mantuvo firme.
—Se mete un par de metros en el lago, como ya te dije. ¿O no te lo dije? ¿Queréis echar un vistazo?
No estaba seguro de querer echar un vistazo. No sabía qué estaba buscando. En lo alto, un tordo chillaba sin parar; parecía un columpio oxidado en movimiento. Un poco más lejos, otro pájaro cantaba con un curioso ronroneo, más allá otro se lamentaba, y más allá todavía otro le hacía coro. Era un bosque denso e interminable lleno de árboles y de pájaros, de esos que solo se encuentran en zonas sin una huella humana en cientos de hectáreas; un antiguo bosque de coníferas abandonado hacía mucho por las personas. Me llegó el olor de una manada de ciervos, de unos castores moviéndose con sigilo y de pequeños roedores caminando sobre las rocas. Un repentino nerviosismo me fluyó por las venas, y me sentí más lobo de lo que me había sentido en mucho tiempo.
—Yo sí quiero —dijo Grace—. Si no le importa.
—A eso hemos venido —repuso Koenig, y emprendió la marcha entre los árboles con paso firme, como de costumbre—. Cuando hayamos terminado, no os olvidéis de comprobar que no lleváis ninguna garrapata encima.
Los seguí, contento de dejar que Grace se ocupase de los detalles prácticos mientras yo recorría la finca intentando imaginarme allí a la manada. El bosque era espeso y no resultaba fácil atravesarlo; el terreno estaba cubierto de helechos que ocultaban grietas y rocas. El cercado era lo bastante alto para no dejar pasar animales grandes, y por eso, a diferencia del bosque de Boundary, no existían senderos naturales que cortaran la vegetación. Allí los lobos no tendrían competencia ni correrían peligro. Koenig tenía razón: si íbamos a trasladar a la manada, no podíamos pedir un lugar mejor.
Grace se acercó a mí, armando tanto revuelo que de pronto me di cuenta de lo rezagado que iba, y me apretujó el codo.
—Sam —jadeó como si estuviese pensando lo mismo que yo—. ¿Has visto el albergue?
—Estaba contemplando los helechos —reconocí.
Me agarró el brazo y se echó a reír con una carcajada feliz y nítida que no le había oído en mucho tiempo.
—Helechos —repitió, y me dio un pellizco—. Estás chalado. Ven a ver esto.
Se me hizo raro estar cogidos de la mano en presencia de Koenig, seguramente porque fue lo primero en lo que se fijó él cuando salimos al claro. Se había puesto una visera para mantener a las moscas a raya —lo que le daba un aspecto más formal, en vez de menos— y se encontraba frente a una deslucida construcción de troncos que me pareció enorme. Tenía grandes ventanales; supuse que era el tipo de edificio que los turistas esperarían encontrar en Minnesota.
—¿Ese es el albergue?
Koenig echó a andar, apartando a patadas los escombros del suelo de cemento que había frente al edificio.
—Sí. Antes era mucho más bonito.
Yo esperaba encontrarme —no, ni siquiera me lo esperaba, simplemente lo imaginaba— una cabaña diminuta, vestigio del antiguo complejo turístico, donde pudiesen resguardarse los miembros de la manada cuando se transformasen en humanos. Al hablarme Koenig de complejo turístico, yo había dado por hecho que se había equivocado de palabra: lo había tomado por una manera algo exagerada de referirse a un pequeño negocio familiar que había fracasado. Pero recién construido, aquello debía de ser digno de ver.
Grace me soltó la mano para investigar mejor. Apoyó las manos en una ventana y atisbo por el cristal polvoriento. Justo encima de su cabeza había una enredadera que trepaba por la tachada. Las malas hierbas, que habían crecido en la grieta abierta entre el suelo de cemento y la pared, le llegaban hasta el tobillo. Comparada con el entorno, Grace parecía muy arreglada con sus vaqueros limpios, una de mis cazadoras y el pelo rubio cayéndole sobre los hombros.
—A mi me parece precioso —dijo, y con sus palabras se ganó mi agradecimiento eterno.
Koenig parecía opinar lo mismo. En cuanto se dio cuenta de que Grace no hablaba con sarcasmo, dijo:
—Supongo. Aunque ya no hay electricidad. Podríais volver a conectarla, pero cada mes mandarían a alguien para leer el contador.
—Ay, parece el principio de una peli de miedo —repuso Grace, aún con la cara pegada al cristal—. Eso de ahí es una chimenea enorme, ¿no? Con un poco de sentido común, esto podría convertirse en un lugar habitable aunque no haya corriente.
Me acerqué, presioné la cara contra la ventana y vi una sala enorme y oscura dominada por una chimenea gigantesca. Todo parecía gris y abandonado: alfombras descoloridas por el polvo, una planta seca en su macetero, la cabeza de un animal que el paso de los años había vuelto imposible de identificar. Era el vestíbulo de un hotel abandonado, una instantánea del Titanic bajo el mar. De repente, una cabaña pequeña me pareció algo mucho más funcional.
—¿Puedo echar un vistazo al resto de la finca? —pregunté separándome del cristal. Tiré suavemente de Grace para apartarla de la enredadera, que era un tipo de hiedra venenosa.
—Faltaría más —dijo Koenig, y tras una pausa añadió—: ¿Sam?
La cautela de su voz me hizo pensar que no iba a gustarme lo que me dijese a continuación.
—¿Sí, señor?
El «señor» se me escapó sin pensarlo y, a pesar de lo absurdo de la palabra, Grace ni siquiera me miró; estaba ocupada observando a Koenig. Ella también se había alarmado por la forma en que había dicho ese «¿Sam?».
—Legalmente, Geoffrey Beck es tu padre adoptivo, ¿correcto?
—Sí.
El corazón me había dado un vuelco, no porque mi respuesta fuese mentira, sino porque no entendía a qué venía aquella pregunta. Quizá hubiese cambiado de opinión y ya no quisiese ayudarnos. Procuré que mi voz sonase despreocupada.
—¿Por qué lo pregunta?
—Intento decidir si debo considerar un delito lo que te hizo —respondió.
Aunque estuviésemos fuera de contexto, en mitad de ninguna parte, supe a qué se refería. Se refería a mí de niño inmovilizado sobre la nieve frente a una casa cualquiera, con el cálido aliento de los lobos en la cara. Se me aceleró el corazón: quizá nunca hubiese pretendido ayudarnos. Quizá aquel viaje, igual que todas nuestras conversaciones, hubiera tenido como objetivo incriminar a Beck. ¿Cómo podía conocer sus intenciones? Sentí que me ardía la cara; había sido un ingenuo al creer que un poli podía estar dispuesto a ayudarnos.
Le aguanté la mirada a Koenig, aunque el corazón me iba a cien por hora.
—El no podía saber que mis padres intentarían matarme.
—Ya, pero eso hace que su acto fuese aún más odioso, ¿no te parece? —replicó Koenig, tan rápido que seguramente ya se imaginaba mi respuesta—. Si no hubieran querido matarte, ¿que habría hecho Beck? ¿Secuestrarte? ¿Se te habría llevado si tus padres no se lo hubiesen puesto tan fácil?
—No puede acusar a alguien por algo que podría haber hecho —terció Grace.
La miré y me pregunté si estaba pensando lo mismo que yo.
—Pero ordenó a esos dos lobos que atacasen a Sam con intención de hacer daño —prosiguió Koenig.
—Daño, no —mascullé, pero aparté la mirada.
—Pues yo considero que sí te hizo daño —argüyó en tono grave—. Grace, ¿tú serías capaz de acercarte al hijo de alguien y morderle? —Grace hizo una mueca—. ¿Y tú, Sam? ¿No? El hecho de casi nadie sepa de la existencia del arma que Geoffrey Beck usó contra ti no significa que deje de ser un ataque.
Por una parte sabía que tenía razón, pero por otra estaba hablando del Beck que yo conocía, el Beck que me lo había enseñado todo. Si Grace me tenía por una persona buena y generosa, era porque lo había aprendido de Beck. Si realmente era un monstruo, ¿no tendría que ser yo también un monstruito, a su imagen y semejanza? Durante años había creído que sabía cómo había sido mi llegada a la manada: el coche rodando lentamente, los lobos, la muerte de Sam Roth, hijo de unos padres de clase media residentes en Duluth, uno de ellos empleado de Correos y la otra oficinista. Pero ahora que echaba la vista atrás con ojos de adulto, era consciente de que el ataque de los lobos no había sido un accidente. Como adulto que era, sabía que Beck lo había organizado todo, que lo había maquinado; «maquinar» era una palabra muy dura, difícil de suavizar.
—¿Te hizo algo más, Sam? —preguntó Koenig.
Tardé un poco en darme cuenta de qué estaba sugiriendo.
—¡No! —exclamé con un respingo.
Koenig me lanzó una mirada llena de reproches. Lo odié por apartar a Beck de mí, pero odié aún más a Beck por haberse dejado apartar tan fácilmente. Echaba de menos un mundo de buenos y malos sin nada entre medias.
—Basta —dije—. Basta, por favor.
—Ahora Beck es un lobo —terció Grace con dulzura—. Me temo que le va a resultar muy difícil llevarlo ante un juez. Y aunque lo hiciese, creo que ya está cumpliendo su condena.
—Lo siento —dijo Koenig levantando las manos como si le estuviésemos apuntando con un arma—. Deformación profesional. Tenéis razón. Yo solo… Da igual. En cuanto uno empieza a darle vueltas a vuestra historia, a la historia de la manada, cuesta mucho quitársela de la cabeza. ¿Queréis pasar a la casa? Yo voy a entrar un momento. Quiero asegurarme de que no ha quedado nada de valor para mi familia; preferiría que no viniera ningún pariente por aquí de visita.
—Yo voy a dar un paseo primero —dije.
Estaba tan aliviado por comprobar que Koenig no tenía segundas intenciones que me sentía vacío. Aquel plan era desesperantemente frágil.
—Si no le importa, claro —añadí.
Koenig asintió sin dudar; se le veía arrepentido. Giró el pomo de la puerta, que se abrió fácilmente, y entró sin mirar atrás. Yo rodeé la casa para llegar a la parte trasera, y Grace me siguió después de quitarse una garrapata de la pernera de los vaqueros y de aplastarla con la uña. No tenía una idea clara de hacia dónde quería ir; solo deseaba distanciarme, adentrarme en el bosque un poco más. Supongo que me apetecía ver el lago. Nos alejamos unos treinta metros de la cabaña, por un camino de tablas que llevaba hasta la zona arbolada y desembocaba en una maraña de helechos y espinos. Me concentré en el canto de los pájaros y en el sonido de nuestras pisadas sobre la maleza. El sol de la tarde lo pintaba todo de tonos dorados y verdes. Me sentí muy tranquilo, pequeño y calmado por dentro.
—Sam, esto podría salir bien —dijo Grace.
No la miré. Estaba pensando en los kilómetros de carretera que nos separaban de nuestro hogar. La casa de Beck ya me parecía un recuerdo nostálgico.
—Esa casa da miedo.
—Podríamos adecentarla —repuso Grace—. Podría salir bien.
—Lo sé —dije—. Ya lo sé.
Ante nosotros se alzaba un peñasco. En realidad era un conjunto de rocas alargadas y estrechas, planas como cantos rodados. Grace se detuvo un momento antes de encaramarse por un lado. Subí tras ella y nos quedamos los dos en la parte superior; estábamos altos, pero no lo suficiente para ver las copas de los árboles más crecidos. Me dio la sensación vibrante que siempre tenía cuando subía a alguna altura, esa impresión de que el suelo se mueve ligeramente porque estás más cerca del cielo que de la tierra. Nunca había visto pinos tan altos en Mercy Falls. Uno de ellos se inclinaba sobre la cima del peñasco, y Grace pasó los dedos por el tronco con cara de asombro.
—Es precioso.
Hizo una pausa y apoyó la mano en la corteza para echar la cabeza hacia atrás y ver la copa. Había algo encantador en la expresión de su boca, con los labios entreabiertos de asombro y en la línea que formaban su espalda y sus piernas, acomodada en lo alto de aquel gigantesco montón de rocas en mitad de ninguna parte.
—Haces que sea fácil quererte —dije.
Grace separó los dedos del árbol y se volvió hacia mí. Ladeó la cabeza, como si acabase de plantearle un acertijo.
—¿Por qué estás tan triste?
Metí las manos en los bolsillos y miré el suelo que se extendía a los pies de la roca. Si uno se fijaba atentamente, podía ver hasta una docena de tonos diferentes de verde. Como lobo, no hubiese visto ni uno solo.
—Este es el lugar adecuado. Pero voy a tener que hacerlo yo, Grace. Eso es lo que quiere Cole. No podemos atrapar a todos los lobos ni tenemos gente suficiente para transportarlos por carretera. La única opción es que un lobo se encargue de guiar a los demás. Un lobo capaz de orientarse como un humano. Yo quería que fuese Cole: en un mundo justo y lógico, debería ser él quien los guiara. A él le gusta ser lobo, y todo esto ha salido de sus juegos científicos. Si el mundo fuese un lugar justo, sería él quien los guiase. Pero no. Dice que, siendo lobo, es incapaz de retener nada. Dice que le gustaría hacerlo, pero no puede.
Oí la respiración de Grace, lenta y cautelosa.
—Si ya ni siquiera te transformas —dijo.
Yo conocía la respuesta a aquella objeción. Con una certeza pasmosa.
—Cole podría hacer que me transformase.
Grace sacó una de mis manos del bolsillo y me envolvió los dedos con la suya. Noté su pulso, débil pero constante, contra mi pulgar.
—Y yo que pensaba que tendría dedos para siempre… —dije, deslizándolos por su piel—. Empezaba a creer que no sería lobo nunca más. Empezaba a gustarme la persona que era.
Quería decirle que no había nada que deseara menos que transformarme de nuevo, que ni siquiera soportaba pensar en hacerlo; que por fin había empezado a pensar en mí en presente, a ver la vida como algo dinámico y no estático. Pero no confiaba en mis propias palabras, y reconocerlo en voz alta no hubiese hecho que fuese más fácil. Por eso, una vez más preferí guardar silencio.
—Ay, Sam —susurró Grace. Me rodeó el cuello con las manos, apoyó mi cara contra su piel y me acarició el pelo con los dedos. La oí tragar saliva—. Guando nos…
Pero se quedó callada. Se limitó a apretujarme el cuello con tanta fuerza que tuve que hacer fuerza para respirar. La besé en la clavícula y su pelo me hizo cosquillas en la cara. Grace suspiró.
¿Por qué me sabía todo a despedida?
El paisaje estaba lleno de ruidos: los pájaros cantaban, se oía el chapoteo del agua, el viento susurraba al soplar entre las hojas. Era el sonido de la respiración del bosque antes de que llegásemos nosotros, y seguiría siéndolo cuando nos fuésemos. El tejido de aquel mundo natural estaba hecho de lamentos privados y secretos, y el nuestro era tan solo una puntada más en el dobladillo.
—¡Sam! —llamó Koenig desde la base del peñasco, y Grace y yo nos separamos. Me quité de los labios un pelo de Grace—. Te ha sonado el móvil y han colgado sin dejar ningún mensaje. Aquí no hay cobertura suficiente para mantener una conversación. Llamaban desde tu casa.
Era Cole.
—Deberíamos volver —dijo Grace, bajando con el mismo aplomo con el que había emprendido la subida.
Se acercó a Koenig y los dos se quedaron mirando la roca y los árboles hasta que me reuní con ellos.
Koenig hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza para señalar el bosque que nos rodeaba.
—¿Qué os parece?
Los dos miramos a Grace. Ella se limitó a asentir.
—¿A ti también? —me preguntó Koenig.
Sonreí a regañadientes.
—Me lo figuraba —dijo—. Es un buen sitio para perderse.