CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE
Grace
El sábado, el agente Koenig vino a casa para llevarnos a la península.
Lo vimos aparcar desde la ventana de salón; era emocionante e irónico al mismo tiempo invitar a casa a un policía, después de tanto tiempo evitándolos. Como si Mowgli invitase a Shere Khan a té con pastas. Koenig llegó a la casa de Beck a mediodía, vestido con un polo granate y unos vaqueros que parecían recién planchados. Conducía una camioneta Chevrolet de un gris inmaculado que también parecía recién planchada. Llamó a la puerta con un eficiente toe, toe, toe que, no sé por qué, me recordó a la risa de Isabel, y cuando Sam le abrió, se quedó allí plantado mano sobre mano, como si estuviese esperando a una chica con la que hubiera quedado por primera vez.
—Pase —le dijo Sam.
Koenig entró en la casa todavía mano sobre mano, con pose profesional. Parecía que había pasado una vida entera desde la última vez que lo había visto en aquella misma postura ante nuestra clase, mientras unos cuantos alumnos lo bombardeaban a preguntas sobre los lobos. Olivia se me había acercado para susurrarme que era guapo. Y allí estaba, en el recibidor de la casa, y Olivia estaba muerta.
Olivia estaba muerta.
Estaba empezando a entender esa mirada perdida que ponía Sam cada vez que alguien decía algo sobre sus padres. No sentía nada al pensar que Olivia estaba muerta. Era como no tener sensibilidad en esa zona, igual que le pasaba a Sam con sus cicatrices.
Me di cuenta de que Koenig me había visto.
—Hola —dijo, y respiró hondo como si estuviese preparándose para zambullirse. Habría dado cualquier cosa por saber qué estaba pensando—. Bueno, aquí estás.
—Sí —respondí—. Aquí estoy.
Cole salió de la cocina detrás de mi y, al verlo, Koenig frunció el ceño. Cole le sonrió con dureza y seguridad. Lentamente, en la cara de Koenig apareció una expresión distinta: le había reconocido.
—Claro… —murmuró. Cruzó los brazos y se volvió hacia Sam. Independientemente de cómo moviese los brazos o de cuál fuese su postura, daba la impresión de que a Koenig no era fácil tumbarlo de un puñetazo.
—¿Hay alguna otra persona desaparecida viviendo bajo este techo? —preguntó—. ¿Elvis? ¿Jimmy Hoffa? ¿Amelia Earhart? Me gustaría que me lo contaseis antes de seguir adelante.
—Esto es todo —respondió Sam—. Que yo sepa. A Grace le gustaría acompañarnos, si no le importa.
Koenig se quedó pensativo.
—¿Tú también vienes? —le preguntó a Cole—. Si vienes, tendré que hacer sitio en la parte de atrás del coche. Es un viaje largo; tal vez sea mejor que vayáis al baño antes de salir.
Lo dijo como si tal cosa: tras establecer las reglas básicas —yo era loba a tiempo parcial y Cole era una estrella de rock desaparecida—, había llegado el momento de ir al grano.
—Yo no voy —repuso Cole—. Tengo trabajo.
Sam le lanzó una mirada de advertencia. Seguramente tenía que ver con el hecho de que la cocina volvía a parecer una cocina de nuevo, y Sam quería que siguiese así.
La respuesta de Cole fue enigmática. Bueno, más o menos; la personalidad de Cole solía ser tan exuberante que, cuando no lo era, parecía misterioso en comparación.
—Llévate el móvil por si necesito localizarte.
Sam se pasó los dedos por las mejillas como si quisiese comprobar que se había afeitado bien.
—No quemes la casa.
—Vale, mamá.
—Vámonos —dije.
Fue un viaje raro. No conocíamos a Koenig, y él no sabía nada de nosotros excepto lo que nadie más sabía. A eso había que añadir el hecho de que se portaba bien con nosotros de un modo tan indefinido que no sabíamos todavía si nos gustaba o no. No era fácil mostrarse agradecidos y habladores.
Nos sentamos los tres en los asientos delanteros: Koenig, Sam y yo. La camioneta olía vagamente a refresco de cereza. Koenig circulaba a trece kilómetros por encima del límite de velocidad. La carretera nos llevaba en dirección noreste, y no tardamos mucho en dejar atrás la civilización. El cielo era de un agradable tono azul, sin nubes, y todos los colores parecían sobresaturados. Si el invierno había pasado por allí, aquel lugar ya lo había olvidado.
Koenig no decía nada; se limitaba a pasarse la mano por el pelo, que llevaba cortísimo. Aquel hombre joven que nos conducía hacia ninguna parte en su furgoneta, vestido con un polo granate de unos grandes almacenes, no se parecía en nada al Koenig que yo recordaba. No era la persona en la que habría esperado depositar toda mi confianza a esas alturas. A mi lado, Sam practicaba un acorde de guitarra sobre mi muslo.
Concluí que no había que fiarse de las apariencias.
Guardamos silencio durante un rato, y luego Sam se puso a hablar del tiempo. Dijo que creía que de ahí en adelante todo sería más llevadero. Koenig contestó que era probable, pero que nunca se sabía lo que podía depararte Minnesota porque era muy aficionada a las sorpresas. Me gustó que se refiriese a Minnesota en femenino; le daba un aire benevolente. Koenig le preguntó a Sam si pensaba ir a la universidad, y Sam le dijo que Karyn le había ofrecido un trabajo a jornada completa en la librería y que se lo estaba pensando. Koenig comentó que no pasaba nada por no estudiar. Yo me puse a pensar en asignaturas de primer ciclo, troncales y optativas, en el éxito medido en trozos de papel compulsados, y deseé que cambiasen de tema.
Fue Koenig quien lo hizo.
—¿Qué pasa con St. Clair?
—¿Cole? Se lo encontró Beck —dijo Sam—. Lo recogió por caridad.
—¿Quién a quién?
—Eso mismo me pregunto yo últimamente —respondió Sam.
Los dos cruzaron una mirada y me sorprendió ver que Koenig consideraba a Sam un igual o, si no un igual, al menos un adulto. Pasaba tanto tiempo a solas con Sam que las reacciones de otra gente ante él y ante nosotros siempre me pillaban por sorpresa. Resultaba difícil imaginar todas las emociones diferentes que una sola persona podía provocar en las demás. Era como si hubiese cuarenta versiones diferentes de Sam. Siempre había dado por hecho que la gente me veía como era, pero ahora me preguntaba si habría también cuarenta versiones de Grace dando vueltas por ahí.
Los tres dimos un respingo cuando sonó el móvil de Sam desde el interior de mi bolso, donde también había metido una muda de ropa por si me transformaba y una novela por si necesitaba parecer ocupada.
—¿Lo coges tú, Grace? —me dijo Sam.
Me quedé parada al ver que no reconocía el número que llamaba. Le enseñé la pantalla a Sam mientras seguía sonando. Negó con la cabeza, perplejo.
—¿Lo cojo? —pregunté, sujetándolo como para abrirlo.
—Nueva York —dijo Koenig, y volvió a mirar a la carretera—. El prefijo es de Nueva York.
Sam se encogió de hombros: la información no le aclaraba nada.
Abrí el teléfono y me lo llevé a la oreja.
—¿Diga?
—Eh… Vaya. Hola. ¿Está Cole por ahí? —contestó una voz suave y masculina.
Sam pestañeó y supe que también lo había oído.
—Creo que te has confundido de número —le dije, comprendiendo de inmediato lo que significaba aquello: Cole había utilizado el móvil de Sam para llamar a alguna parte. ¿A su casa? ¿Habría sido capaz de hacer algo así?
La voz de mi interlocutor no se alteró. Sonaba perezosa y resbaladiza, como un trozo de mantequilla al fundirse.
—No, no me he equivocado. Pero lo entiendo. Soy Jeremy. Teníamos un grupo juntos.
—Tú y esa persona a la que no conozco.
—Sí —dijo Jeremy—. Y me gustaría que le dijeses una cosa a Cole St. Clair, si no te importa. Quiero que le digas que le he hecho el mejor regalo del mundo y que me ha costado mucho esfuerzo, así que le agradecería que no se limitase a arrancarle el envoltorio para tirarlo a la basura después.
—Te escucho.
—Dentro de dieciocho minutos, el regalo va a emitirse en el programa de Vilkas. Ya me he ocupado de que los padres de Cole también lo escuchen. ¿Te acordarás?
—¿Vilkas? ¿En qué emisora? —pregunté—. Por curiosidad; no es que le vaya a decir nada a nadie.
—Yo la conozco —dijo Koenig sin apartar la vista de la carretera—. Rick Vilkas.
—Exacto —repuso Jeremy, que lo había oído—. Ahí hay alguien con muy buen gusto. ¿Estás segura de que Cole no anda por ahí?
—De verdad que no —contesté.
—¿Te importa decirme algo? La última vez que vi a nuestro intrépido héroe Cole St. Clair, no estaba en las mejores condiciones del mundo. De hecho, yo diría que estaba en las peores. Solo quiero saber si ahora es feliz.
Pensé en lo que sabía de Cole. Pensé en lo que significaba que tuviese un amigo que se preocupaba tanto por él. Cole no debía de ser tan malo, si alguien de su vida anterior lo seguía apreciando. O a lo mejor había sido tan bueno antes de volverse malo que tenía un amigo que seguía viéndolo como era antes. Por una parte, aquello cambiaba la percepción que tenía de Cole, y por otra no.
—Está en ello.
—¿Y Victor? —preguntó Jeremy medio segundo después.
No dije nada y Jeremy tampoco. Koenig encendió la radio con el volumen al mínimo y se puso a sintonizar la emisora.
—Los dos murieron hace mucho tiempo, ¿sabes? Yo estaba allí y lo vi —continuó Jeremy—. ¿Has visto alguna vez morir a un amigo sin abandonar su propia piel? En fin… No se puede resucitar a todo el mundo. Está en ello… —tardé un poco en darme cuenta de que estaba repitiendo mi respuesta—. Vale, me quedo con eso. Di le que escuche a Vilkas, si no te importa. A mí me cambió la vida; eso no lo olvidaré.
—No he dicho que sepa dónde está.
—Lo sé —repuso Jeremy—. Eso tampoco lo olvidaré.
Y colgó. Sam y yo nos miramos: el sol casi veraniego le iluminaba la cara y hacía que sus ojos pareciesen de un amarillo inquietante y sobrenatural. Por un momento me pregunté si sus padres habrían intentado matar a un niño con los ojos marrones o azules. A cualquier hijo que no hubiese tenido ojos de lobo.
—Llama a Cole —dijo Sam.
Llamé a casa de Beck. El teléfono sonó durante un buen rato y, cuando estaba a punto de colgar, la línea emitió un chasquido y un segundo después oí:
—¿Oui?
—Cole —dije—. Pon la radio.