CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

Cole

Hojas

Un día más, otra noche más. Sam y yo estábamos en el QuikMart, a unos kilómetros de casa, bajo un cielo negro como el infierno. Mercy Falls estaba a algo más de un kilómetro; el QuikMart era la típica tienda para esos momentos en los que dices: «¡Mierda, se me ha olvidado comprar leche!», y precisamente por eso habíamos ido allí. Bueno, por eso había ido Sam. En parte porque no nos quedaba leche y en parte porque empezaba a darme cuenta de que Sam no se dormía sin alguien que le dijese que se durmiese, y a mí no me apetecía decírselo. Normalmente, eso le correspondía a Grace, pero Isabel acababa de llamar para decirnos cuál era el modelo exacto de helicóptero que iba a transportar a los tiradores, y estábamos todos un poco nerviosos. Grace y Sam se habían enzarzado en una discusión sin palabras en la que solo intervenían sus ojos; creo que había ganado ella, porque se había puesto a preparar un bizcocho mientras Sam se quedaba enfurruñado en el sofá con su guitarra. Si Sam y ella tenían hijos algún día, serían celíacos en defensa propia.

Para preparar un bizcocho hacía falta leche.

Así que Sam había ido al QuikMart a comprar leche, porque el supermercado cerraba a las nueve. Yo estaba en el QuikMart porque, si pasaba un segundo más en casa de Beck, iba a romper algo. Cada día averiguaba alguna novedad sobre la ciencia lobuna, pero la cacería estaba a la vuelta de la esquina. Pasados unos días, mis experimentos serian tan útiles como la investigación médica sobre el organismo del dodo.

En fin, por eso estábamos los dos en el QuikMart a las once de la noche. Señalé un expositor con condones y Sam me miró con cara de perro. Debía de haberse puesto tantos, o tan pocos, que no le veía la gracia.

Me separé de él para recorrer los pasillos de la tienda, lleno de una energía nerviosa. Aquella mierda de estación de servicio se parecía al mundo real. El mundo real, meses después de haber asesinado a NARKOTIKA al desaparecer con Victor. El mundo real, donde sonreía a las cámaras de seguridad pensando que tal vez en alguna parte me devolvieran la sonrisa. Por los altavoces que había colgados junto al letrero de los baños (SOLO PARA CLIENTES) sonaba música country discreta y llorosa. Las ventanas estaban pintadas del color negro verdoso de esa noche que solo existe fuera de las gasolineras. Éramos los únicos que estábamos despiertos, y yo nunca había estado más despierto. Miré unas chocolatinas con nombres más apetecibles que su sabor, hojeé los periódicos para ver si hablaban de mí, llevado por la costumbre, eché un vistazo a los estantes de medicamentos para el resfriado que ya no podían afectar a mi capacidad de dormir ni de conducir, y me di cuenta de que no quería nada de lo que había en aquella tienda.

En el bolsillo sentía el peso del pequeño Mustang negro que me había regalado Isabel. No podía parar de pensar en él. Lo saqué y lo hice rodar por encima de los estantes hasta donde estaba Sam, frente al expositor de refrigerados, con las manos en los bolsillos de la cazadora. Miraba la leche, pero tenía el ceño fruncido; claramente, tenía la cabeza en otra parte.

—La semidesnatada es un intermedio aceptable entre desnatada y entera, si es que te está costando decidirte —dije.

Deseaba que Sam me preguntase por el Mustang, que me preguntase qué demonios estaba haciendo con él. No podía parar de pensar en Isabel, en las probetas que había en la puerta de la nevera, en la primera vez que me había transformado, en el cielo negro que presionaba contra las ventanas.

—Se nos acaba el tiempo, Cole.

El sonido del timbre electrónico de la puerta le impidió decir nada más, y a mí responderle. No me giré para mirar, pero una especie de instinto hizo que se me erizase el vello de la nuca. Sam tampoco volvió la cabeza, pero vi que le había cambiado la cara. Se le había avivado. A eso era a lo que estaba reaccionando mi subconsciente.

Los recuerdos me vinieron como fogonazos. Lobos en el bosque, orejas erguidas para aguzar el oído. El aire en la nariz, el olor a ciervo en la brisa, la hora de cazar. El acuerdo tácito de que era hora de actuar.

Junto al mostrador sonó un murmullo de voces cuando el recién llegado y el dependiente se saludaron. Sam puso la mano en el tirador del expositor frigorífico, pero no lo abrió.

—A lo mejor no necesitamos leche —dijo.

Sam

Era John Marx, el hermano de Olivia.

Nunca me había resultado fácil hablar con John: apenas nos conocíamos, y todos nuestros encuentros habían sido tensos. Y ahora su hermana estaba muerta y Grace había desaparecido. Deseé no haber salido. Lo único que podía hacer era comportarme con normalidad. John estaba junto al mostrador, mirando los chicles. Me acerqué y me puse a su lado. Olía a alcohol; me pareció triste, porque John siempre había parecido muy joven.

—Hola —dije en voz muy baja, solo para que quedase claro que lo había saludado.

John me respondió haciendo un gesto cortante con la cabeza.

—¿Qué tal?

No era una pregunta.

—Cinco con veintiuno —me dijo el dependiente, un tío delgado con la mirada gacha.

Conté los billetes sin mirar a John, rezando para que no reconociese a Cole. Miré la cámara de seguridad que nos vigilaba a todos.

—¿Sabías que este es Sam Roth? —preguntó John.

Hubo un momento de silencio hasta que el dependiente se dio cuenta de que John le hablaba a él.

Observó mis delatores ojos amarillos y luego echó un vistazo a los billetes que había dejado sobre el mostrador.

—No, no lo sabía —repuso educadamente.

Sabía quién era. Todo el mundo lo sabía. Me cayó bien.

—Gracias —le dije mientras recogía el cambio, agradecido no solo por las monedas.

Cole, que estaba a mi lado, empezó a retroceder. Era horade irse.

—¿No piensas decir nada? —me preguntó John con una voz llena de dolor.

El corazón me dio un vuelco al girarme hacia él.

—Siento mucho lo de Olivia.

—Dime por qué murió.

John dio un paso vacilante hacia mi. El aliento le apestaba a alcohol de muchos grados, bebido a palo seco hacía tan solo unos minutos.

—Dime qué hacia allí —insistió.

Estiré el brazo con la palma de la mano hacia abajo, como queriendo decir: «Esa distancia está bien. No te acerques más».

—John, no sé…

Me apartó la mano con gesto brusco y vi que Cole se movía nervioso.

—No me mientas. Sé que fuiste tú. Sé que fuiste tú.

Me lo estaba poniendo fácil: no hubiera sido capaz de mentirle, pero es que no lo necesitaba.

—No fui yo. No tuve nada que ver con el hecho de que estuviese allí.

—Creo que deberíais mantener esta conversación fuera —terció el dependiente.

Cole abrió la puerta y dejó entrar una ráfaga de aire fresco.

John me agarró el hombro de la camiseta.

—¿Dónde está Grace? Con toda la gente que hay en el mundo, ¿por qué mi hermana? ¿Por qué Grace? ¿Por qué ellas, hijo de…?

Sabía lo que iba a hacer a continuación; lo vi en su cara, o lo oí en su voz, o lo noté en la manera en que me agarraba de la camiseta. Así que, cuando intentó pegarme, levanté un brazo y paré el golpe. No podía hacer otra cosa. No pensaba pelearme con él por aquel tema. No cuando el pobre había tragado tanta tristeza como la que rezumaban sus palabras.

—Venga, fuera —dijo el dependiente—. Estas conversaciones, en la calle. ¡Adiós! ¡Que paséis buena noche!

—John —dije, con el brazo dolorido por el puñetazo; tenía un subidón de adrenalina provocado por la angustia de John, la tensión de Cole y mis propios problemas—. Lo siento, pero esto no va a ayudarte.

—¡Tú qué sabrás! —repuso abalanzándose sobre mí.

De repente, Cole estaba entre los dos.

—Aquí ya hemos terminado —dijo; no era más alto que John o yo, pero en aquel momento lo parecía. Me miró a la cara para evaluar mi reacción—. No vamos a hacer ninguna tontería en la tienda de este hombre.

John, que guardaba las distancias al otro lado de Cole, se me quedó mirando con ojos vacíos como los de una estatua.

—Cuando te conocí me caíste bien —dijo—. ¿Te lo puedes creer?

Me entraron náuseas.

—Vámonos —le dije a Cole, y luego me volví hacia el dependiente—. Gracias de nuevo.

Cole le dio la espalda a John con gesto tenso.

La voz de John se coló por la puerta que ya se cerraba:

—Todo el mundo sabe lo que has hecho, Sam Roth.

El aire olía a gasolina y a humo de leña: en alguna parte habían encendido una hoguera. El lobo que llevaba dentro me quemaba en las entrañas.

—A la gente le encanta pegarte —dijo Cole lleno de energía.

Mi estado de ánimo se alimentaba del de Cole y viceversa; ambos éramos lobos. Me zumbaba la cabeza y me sentía ingrávido.

El Volkswagen estaba cerca de allí, al final del aparcamiento. En el lado del conductor vi una raya larga y pálida hecha con una llave: el encuentro con John no había sido casual. En la pintura brillaba un reflejo fluorescente de la tienda Ninguno de los dos entró en el coche.

—Tienes que ser tú —dijo Cole. Abrió la puerta del copiloto, se subió al estribo y apoyó los brazos en el techo—. Debes ser tú quien saque a la manada. Yo lo he intentado, pero no puedo retener ni un solo recuerdo siendo lobo.

Lo observé mientras sentía un hormigueo en los dedos. Se me había olvidado la leche en la tienda. No podía parar de pensar en John, que había intentado pegarme; en Cole, que nos había separado; en la noche que vivía dentro de mí. No era capaz de decir: «Es imposible, no puedo hacerlo», porque en aquel momento todo parecía posible.

—No quiero volver. No puedo hacerlo —dije.

—¡Ja! Al final te transformarás, Ringo. Aún no estás curado del todo. Mientras, podrías salvar el mundo.

Me dieron ganas de decir: «Por favor, no me obligues a hacerlo», pero ¿qué sentido tenían aquellas palabras para Cole, que se había hecho a sí mismo eso y cosas peores?

—Estás dando por hecho que a mí van a escucharme —dije.

Cole levantó las manos del techo del Volkswagen y las huellas de sus dedos se evaporaron unos segundos después.

—Todos te escuchamos, Sam —dio un salto hasta, la acera—. Lo que pasa es que no siempre nos hablas.