CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE
Isabel
No se me olvidaba que Grace me había pedido información sobre las clases de verano, pero tardó un poco en decidir qué hacer para averiguarla. Podía fingir que lo preguntaba para mí, pero cuanto más precisas fuesen mis preguntas, más sospechas despertaría. Al final, di con la solución por casualidad. Al vaciar la mochila encontré una antigua nota de la señora McKay, mi profesora favorita del curso anterior —lo cual no era decir mucho—. Aquella nota en concreto databa de mi «período problemático» —según mi madre—, y en ella la señora McKay me decía que, si se lo permitía, le gustaría ayudarme. Eso me recordó que a la señora McKay se le daba bien responder preguntas y no hacer ninguna.
Por desgracia, todo el mundo pensaba lo mismo de la señoril McKay, y siempre había cola para hablar con ella después de la última clase. No tenía despacho, así que recibía a los alumnos en el aula de Lengua; cualquiera que hubiera llegado de fuera habría pensado que estábamos haciendo cola para empaparnos de Chaucer.
La puerta se abrió. Hayley Olsen salió del aula y otra chica entró. Avance un paso y me apoyé contra la pared. Confiaba en que Grace fuese consciente del favor que le estaba haciendo. En ese rato podría haber estado en casa sin hacer nada. Fantaseando. Últimamente, la calidad de mis fantasías había aumentado exponencialmente.
Oí unos pasos a mi espalda, seguidos por el inconfundible sonido de una mochila al caer al suelo. Miré hacia atrás.
Rachel.
Parecía la caricatura de una adolescente. Su apariencia entera era deliberada: las rayas, los vestidos anchos y estrafalarios, las trenzas y los recogidos que se hacía en el pelo…
Todo en ella gritaba «estrafalaria, graciosa, tonta, ingenua». Destilaba inocencia, pero era una inocencia muy estudiada. Yo no tenía nada en contra de ninguna de las dos cosas —ni de la inocencia genuina ni de la fingida—, pero me gustaba saber a qué me enfrentaba. Rachel sabía muy bien qué imagen quería dar, y eso era lo que le daba a todo el mundo. Porque eso sí, tonta no era.
Se dio cuenta de que la miraba, pero hizo como que no me veía. Sin embargo, yo ya sospechaba de ella.
—Qué casualidad verte por aquí —dije.
Rachel hizo un mohín que duró lo que un fotograma, demasiado rápido para que el ojo humano lo apreciase debidamente.
—Sí, qué casualidad.
Me incliné hacia ella y bajé el tono de voz.
—No habrás venido para hablar de Grace, ¿verdad?
Abrió los ojos como platos.
—Ya voy a un psicólogo, pero eso no es asunto tuyo.
Era lista.
—Ya. Seguro que sí. Entonces, no vienes a confesarle nada a la señora McKay sobre ella ni sobre los lobos. Porque eso sería una auténtica estupidez, ¿sabes?
Las cejas de Rachel se levantaron.
—¿Tú también estás en el ajo?
Me limité a mirarla.
—Así que es verdad… —murmuró. Se frotó la parte superior del brazo y se quedó mirando el suelo,
—Los he visto.
Rachel dejó escapar un suspiro.
—¿Quién más lo sabe?
—Nadie. Y así tiene que seguir, ¿vale?
La puerta se abrió para dejar paso a la chica que tenía justo delante de mí. Yo era la siguiente. Rachel resopló enfadada.
—Mira, solo he venido porque no presenté en clase un trabajo de lengua Por eso estoy aquí. No tiene nada que ver con Grace. Espera… Entonces, ¿tú sí que has venido para hablar de ella?
No estaba segura de cómo había llegado a esa conclusión, pero el caso es que tenia razón. Durante medio segundo pensé en contarle que Grace me había pedido información sobre las clases de verano, más que nada porque quería restregarle que hubiera confiado en mí antes que en ella; así de superficial era yo. Pero luego me lo pensé mejor.
—Quiero pedir información sobre unos créditos para graduarme —dije.
Guardamos un silencio incómodo, el típico de dos personas que tienen una amiga en común y poco más. Unos cuantos alumnos pasaron por el otro lado del pasillo riéndose y haciendo ruidos raros; eran chicos, y eso es básicamente lo que hacen los chicos adolescentes. El instituto seguía oliendo a burritos. Volví a pensar en cómo iba a preguntárselo a la señora McKay.
Rachel se apoyó contra la pared y, mirando las taquillas del otro lado del pasillo, dijo:
—Hace que el mundo parezca más grande, ¿verdad?
Me molestó la ingenuidad de su pregunta.
—Es una manera más de morir.
Rachel me miró de reojo.
—Te tomas en serio tu papel de reina malvada, ¿eh? Eso solo te va a funcionar mientras seas joven y estés buena. Después solo te servirá para dar clase de Historia en un instituto.
La miré con los ojos entornados.
—Podría decir lo mismo de ti, pero con «ingenua».
Rachel me dedicó una sonrisa de oreja a oreja, la más inocente hasta el momento.
—O sea, que yo también estoy buena.
Me había pillado. No iba a darle la satisfacción de devolverle la sonrisa, pero sentí que mis ojos me traicionaban. Se abrió la puerta y nos miramos la una a la otra. Decidí que no era la peor aliada que Grace podía tener.
Mientras entraba para hablar con la señora McKay, pensé que Rachel tenía razón: el mundo parecía cada día más grande.