CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS
Sam
No fui consciente de lo mucho que me había acostumbrado a la falta de rutina hasta que la recuperamos. Con Grace de nuevo en casa y Cole más centrado en sus investigaciones, nuestra vida cobró un aspecto de normalidad. Me convertí de nuevo en una persona diurna. La cocina volvió a ser un lugar para comer; sobre la encimera, los botes de medicamentos y las notas garabateadas fueron dejando paso lentamente a las cajas de cereales y a las tazas de café. Grace solo se transformó una vez en tres días, apenas durante unas horas, y volvió temblorosa a la cama después de haberse encerrado en el cuarto de baño durante la transformación. Los días parecían más cortos cuando la noche y el sueño llegaban a una hora fija. Iba a trabajar, vendía libros a clientes que me hablaban en susurros y volvía a casa sintiéndome como un condenado al que le hubiesen concedido varios días de gracia. Cole se pasaba los días probando trampas para lobos y dormía cada noche en una habitación diferente. Por las mañanas descubría a Grace dejando platitos de cereales rancios para los dos mapaches, y por las noches la sorprendía buscando con añoranza páginas web de universidades y chateando con Rachel. Todos perseguíamos algo escurridizo e imposible.
La cacería salía en las noticias casi todas las noches.
Pero yo no era del todo feliz. Digamos que estaba a la espera de la felicidad. Sabía que aquella no era mi vida de verdad, sino una vida con los días contados. Una en la que vivía temporalmente hasta que la mía se solucionase. La fecha de la batida de caza parecía lejana e inverosímil, pero era imposible olvidarla. El hecho de que a mí no se me ocurriese qué hacer no significaba que no hubiese que hacer algo.
El miércoles llamé a Koenig y le pregunté si podía indicarme cómo llegar a la península para investigar debidamente su potencial. Así se lo dije: «investigar debidamente». Koenig siempre tenía ese efecto en mí.
—Creo —dijo Koenig, poniendo tanto énfasis en la palabra como si en realidad quisiera decir «sé»— que sería mejor que te llevase yo. No me gustaría que te equivocases de península. Podemos ir el sábado.
No me di cuenta de que había hecho una broma hasta que colgué, y entonces me sentí mal por no haberme reído.
El jueves llamaron del periódico local para preguntarme qué tenia que decir sobre la desaparición de Grace Brisbane.
Nada, eso era lo que tenía que decir. En realidad, lo que le había dicho a mi guitarra la noche anterior había sido:
No puedes perder a una chica
que se te perdió hace años.
No busques más,
no busques más.
Pero la canción aún no estaba lista para tocarla en público así que colgué el teléfono sin decir nada.
El viernes, mientras doblábamos la ropa limpia, Grace me dijo que quería ir a la península con Koenig y conmigo.
—Quiero que Koenig me vea —dijo; estaba sentada en mi cama buscando la pareja de cada calcetín mientras yo probaba diferentes maneras de doblar las toallas—. Si sabe que estoy viva, no puede haber ningún caso de persona desaparecida.
La incertidumbre me hizo un nudo en el estómago. Las posibles repercusiones de ese acto escapaban a mi control.
—Te dirá que tienes que volver con tus padres.
—Pues iremos a verlos —dijo Grace tirando un calcetín agujereado a los pies de la cama—. Primero la península y luego ellos.
—¿Grace? —dije, sin saber realmente lo que le estaba preguntando.
—Nunca están en casa —repuso con despreocupación—. Y si están, será que tengo que hablar con ellos. Sam, no me mires así. Estoy harta de esta incertidumbre. No puedo relajarme mientras espero a que ocurra lo peor. No puedo permitir que la gente sospeche de ti por… por… por lo que sea que piensen que has hecho. Que me has secuestrado, que me has matado, lo que sea. No puedo solucionar gran cosa, pero eso sí puedo hacerlo. No soporto que piensen eso de ti.
—Pero tus padres…
Grace hizo una bola enorme con todos los calcetines desparejados. Me pregunté si todo aquel tiempo habría estado paseándome con calcetines distintos sin saberlo.
—Solo faltan un par de meses para que cumpla dieciocho años, Sam, y entonces ya no podrán decidir por mí. Si lo hacen por las malas, me perderán para siempre en cuanto llegue mi cumpleaños; si son razonables, algún día podremos volver a llevarnos bien con ellos. A lo mejor. ¿Es verdad que mi padre te dio un puñetazo? Cole dice que sí.
Me leyó la respuesta en la cara.
—Sí —dijo, y suspiró dando a entender que aquel tema le dolía—. Y por eso no voy a tener problema en hablar con ellos.
—Odio los enfrentamientos —murmuré; seguramente era lo más innecesario que había dicho en toda mi vida.
—No entiendo —dijo Grace estirando las piernas— cómo un tío que casi nunca lleva calcetines puede tener tantos desparejados.
Los dos miramos mis pies descalzos y Grace estiró la mano como si pudiese alcanzar mis dedos desde donde estaba sentada. Le agarré la mano y le besé la palma. Olía a mantequilla, a harina y a casa.
—Vale —accedí—. Lo haremos a tu manera: primero Koenig y después tus padres.
—Es mejor tener un plan.
No sabía si aquello era verdad o no, pero al menos lo parecía.