CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

Isabel

Hojas

¿Por qué cometer un delito grave pudiendo cometer uno menor? Entrar en el laboratorio del instituto habría sido robo. Entrar en el despacho de mi madre usando una de las llaves de repuesto era un simple hurto. Era de sentido común. Había dejado el todoterreno en el aparcamiento del supermercado que había al otro lado de la calle, para que quien pasase por delante de la clínica no viese nada raro. Habría sido una magnífica delincuente. De hecho, no lo descartaba; aún era joven, y era posible que la carrera de medicina no se me diese bien.

—No rompas nada —le dije a Cole al indicarle que pasase él primero. Teniendo en cuenta que se trataba de Cole St. Clair, seguramente sería un gasto inútil de saliva.

Cole recorrió el pasillo mirando los carteles de las paredes. Aquella clínica para gente de bajos ingresos era un proyecto a tiempo parcial de mi madre, que también colaboraba con el hospital del pueblo. Guando la clínica abrió, mi madre decoró las paredes con cuadros que no le cabían en casa o de los que se había cansado. Quería que el entorilo resultara acogedor, había dicho al mudarnos a Mercy Falls. Después de la muerte de Jack, había repartido un montón de cuadros de los que tenía en casa y, pasado un tiempo prudencial, se llevó también los cuadros de la clínica para reemplazarlos. Ahora, la clínica lucía una decoración que a mí me gustaba llamar «período farmacéutico tardío».

—Al fondo a la derecha —dije—. Ahí no, eso es el baño.

La luz del atardecer ya se estaba debilitando cuando cerré la puerta por dentro, pero daba igual. Al sonar el zumbido de los tubos fluorescentes entró en vigor el tiempo clínico, en el que no importa qué hora sea porque todas las horas son iguales. Siempre estaba diciéndole a mi madre que si de verdad quería que la clínica pareciese acogedora y recordara más a una casa que a un supermercado, la solución era poner bombillas de las de toda la vida.

Cole ya había desaparecido en el diminuto laboratorio de mi madre, y yo lo seguí de cerca. Esa mañana me había saltado las clases, pero no se me habían pegado las sábanas, precisamente. Primero había ido a casa de Beck para llevarle a Cole sus cosas y luego le había ayudado a montar su enorme trampa, con cuidado de no caerme en el agujero del que decía que habían sacado a Grace. Y allí estaba ahora, después de esperar a que cerrase la clínica y de llamar a mis padres para decirles que estaba en una reunión del consejo escolar. No me hubiese importado tomarme un descanso. Además, apenas habíamos comido; me sentía una mártir de la causa lobuna. Me paré en el vestíbulo, abrí la neverita que había bajo el mostrador y cogí dos zumos. Mejor un zumo que nada.

En el laboratorio, Cole ya se había aposentado en una silla, dándome la espalda y apoyado en el banco donde estaba el microscopio. Con una de las manos señalaba hacia el techo. Tardé un segundo en darme cuenta de que se había pinchado un dedo y tenía la mano en alto para que le sangrase menos.

—¿Quieres una tirita, o estás cómodo haciendo de Estatua de la Libertad? —pregunté.

Le puse el zumo cerca, pero luego me lo pensé mejor, abrí la tapa y le acerqué la botella a la boca para que pudiese beber. El movió el dedo ensangrentado en señal de agradecimiento.

—No he encontrado las tiritas —dijo—. Quiero decir que no las he buscado. ¿Esto es metanol? Mira, sí.

Le busqué una tirita y e hice rodar una silla para acercarla a la suya. No es que tuviese mucho espacio para rodar; el laboratorio era en realidad el trastero, y estaba lleno de cajones y estantes con muestras de medicamentos, cajas de algodón, bastoncillos y depresores, botellas de alcohol y de agua oxigenada, un aparato para hacer análisis de orina, un microscopio y un agitador de tubos de ensayo. No quedaba mucho espacio para dos sillas ocupadas.

Cole había manchado un portaobjetos con su sangre y lo estaba mirando por el microscopio.

—¿Qué buscas? —pregunté.

No respondió; tenía el ceño fruncido en una expresión de profunda concentración que me hizo sospechar que no me había oído. Me gustaba verlo así, sin actuar, limitándose a ser… Cole con todas sus fuerzas. Cuando le cogí la mano para limpiarle la sangre, no se resistió.

—Por el amor de Dios —exclamé—. ¿Con qué te has cortado, con un cuchillo para untar mantequilla?

Le puse una tirita y lo solté la mano, que inmediatamente usó para ajustar el microscopio.

El silencio se me hizo eterno, aunque apenas debió de durar un minuto. Cole se apartó del microscopio sin mirarme, soltó una carcajada entrecortada, juntó las manos formando un triángulo frente a la cara y apoyó las puntas de los dedos en los labios.

—Dios —dijo, y volvió a reírse entrecortadamente.

—¿Qué pasa? —pregunté enfadada.

—Mira —Cole echó la silla hacia atrás y tiró de la mía para ponerla en su lugar—. ¿Qué ves?

No estaba preparada para ver nada porque no sabía qué era lo que tenía que ver, pero le seguí el rollo. Acerqué el ojo al microscopio y eché un vistazo. Cole tenía razón: enseguida descubrí lo mismo que él. Había docenas de glóbulos rojos bajo la lente, incoloros y normales. También había dos puntos rojos.

Me aparté del microscopio.

—¿Qué es eso?

—Es el lobo —dijo Cole, sin parar de moverse hacia delante y hacia atrás en su silla reclinable—. Lo sabía. Lo sabía.

—¿Qué es lo que sabías?

—O tengo malaria, o ese es el aspecto que tiene el lobo en mis células. Sabía que se comportaba como la malaria. Lo sabía. ¡Dios!

Se puso de pie porque ya no aguantaba más sentado.

—Muy bien, genio. ¿Y eso en qué afecta a los lobos? ¿Puedes curarlo como se cura la malaria?

Cole estaba mirando un póster pegado a la pared que representaba en colores vivos las fases de crecimiento de un feto, de esos que estaban de moda en los sesenta. Mizo un gesto de negación con la mano.

—La malaria no se cura.

—No seas tonto —repliqué—. Claro que se cura.

—No —repuso Cole, y trazó el contorno de uno de los fetos con el dedo—. Los médicos pueden hacer que la malaria no mate a la gente, pero no pueden curarla.

—¿Me estás diciendo que no hay ningún remedio? —pregunté—. Pero hay un modo de evitar que… Tú ya evitaste que Grace muriese. No entiendo cuál es la gran revelación.

—Sam. La revelación es Sam. Esto no es más que una confirmación. Tengo que seguir trabajando. Necesito papel —dijo Cole volviéndose hacia mí—. Necesito…

Se calló; el subidón de hacía un momento se le estaba pasando. Me parecía decepcionante haber ido hasta allí para presenciar una revelación científica improvisada y que, para colmo, yo no lograba entender. Y estar en la clínica por la noche me recordaba a cuando Grace y yo habíamos llevado a Jack hasta allí. La memoria de aquella sensación de pérdida y de fracaso me dio ganas de hacerme un ovillo en la cama, en casa.

—Comida —aventuré—. Sueño. Eso es lo que necesito yo. Y salir disparada de aquí.

Cole frunció el ceño, como si le hubiese dicho que necesitaba patos y yoga en vez de comida y sueño.

Me levanté y lo miré a la cara.

—A diferencia de los afectados por infecciones lobunas galopantes, yo tengo que ir a clase mañana, y más después de haberme saltado las de hoy para estar aquí.

—¿Por qué estás cabreada?

—No estoy cabreada. Estoy cansada y quiero irme a casa.

En realidad, ahora que lo pensaba, la idea de irme a casa no me atraía demasiado.

—Estás cabreada —dijo—. Casi lo he conseguido, Isabel. Casi tengo algo. Creo que… que estoy muy cerca. Tengo que hablar con Sam. Si es que consigo que hable conmigo.

Y entonces lo vi como un chico guapo y cansado, no como una estrella de rock con decenas de miles de fans que se preguntaban dónde estaría, ni como un genio con un cerebro tan privilegiado que se resistía a que se aprovechasen de él e inventaba nuevas maneras de hacerse daño.

Al verlo así, sentí que necesitaba algo de él, o tal vez de otra persona. Seguramente él también necesitara algo de mí o de otra persona, pero aquella revelación era como mirar manchas con un microscopio. Saber que era importante para alguien no implicaba que también tuviese que serlo para ti.

Entonces oí un sonido familiar: el chasquido de la puerta principal al abrirse. No estábamos solos.

—¡Mierda, mierda, mierda! —susurré; tenía dos segundos para inventar algo—. ¡Coge tus cosas y métete bajo la mesa!

Cole recogió el portaobjetos, el zumo y la tirita y yo comprobé que estaba bien escondido debajo de la mesa antes de apagar la luz del laboratorio y meterme allí con él.

La puerta se cerró pesadamente. Oí un taconeo rápido y luego el suspiro de irritación de mi madre, lo bastante dramático para que se oyese en el laboratorio. Confié en que su enfado se debiera a que pensase que alguien se había dejado encendida la luz del pasillo.

Lo único que veía de Cole era la luz que reflejaban sus ojos. No había mucho espacio bajo la mesa, así que estábamos rodilla con rodilla y pie sobre pie, y era imposible saber de quién era cada aliento. Los dos guardamos silencio mientras escuchábamos los pasos de mi madre. La oí taconear en una de las primeras salas, seguramente la recepción. Allí estuvo un momento revolviendo cosas. Cole recolocó un pie para no clavarse mi bota en el tobillo y al moverse le crujió el hombro. Apoyó un brazo en la pared a mi espalda. Cuando me di cuenta de que tenía una mano entre sus piernas, la retiré.

Esperamos.

—Maldita sea… —se oyó decir a mi madre.

Avanzó por el pasillo, entró en una de la salas de reconocimiento y oí cómo revolvía entre los papeles. En aquel espacio bajo la mesa todo estaba demasiado oscuro para que se me acostumbrasen los ojos, y parecía que Cole y yo teníamos más piernas de lo normal. A mi madre se le cayó algo al suelo, seguramente un montón de papeles; oí el ruido que hicieron al esparcirse por el suelo y golpear la mesa de reconocimiento. Esa vez no soltó ningún taco.

Cole posó su boca en la mía. Debería haberle dicho que parase, que se quedase quieto, pero yo también lo deseaba. Me quedé acurrucada y dejé que me besase. Sabía que iba a ser uno de esos besos de los que a una le cuesta recuperarse. Si cogías todos nuestros besos desde el primero y ponías cada uno en un portaobjetos bajo el microscopio, estaba segura de lo que se vería en cada caso. Ni siquiera un experto vería nada en el primero, pero en el segundo ya empezaría a ver el comienzo de algo —en inferioridad numérica y fácil de destruir—, algo que iría en aumento hasta llegar a este beso, y aquí lo vería claramente hasta un lego en la materia. Era la prueba de que seguramente nunca nos curaríamos el uno del otro, pero que tal vez pudiéramos conseguir no matarnos.

Oí los pasos de mi madre un segundo antes de que se encendiese la luz del laboratorio y, acto seguido, sonó un profundo suspiro.

—Isabel… ¿Por qué?

Cole se apartó de mi; debíamos de parecer dos zarigüeyas escondidas detrás de un contenedor. Vi que mi madre hacía unas cuantas comprobaciones básicas: íbamos vestidos, no habíamos roto nada ni estábamos drogándonos. Miró a Cole, que sonrió vagamente.

—Tú… tú eres… —comenzó a decir mi madre entornando los ojos. Esperé a que dijese NARKOTIKA, aunque nunca me hubiese imaginado que era fan del grupo, pero dijo—: El chico de las escaleras. En casa. El que iba desnudo. Isabel, cuando te dije que no quería que hicieseis estas cosas en casa, no me refería a que os fuerais a la clínica. ¿Qué hacéis debajo de la mesa? No, no quiero saberlo. De verdad que no.

No se me ocurrió nada que decir. Mi madre se frotó una ceja con la mano sin soltar el impreso que tenia agarrado.

—¿Dónde tienes el coche? —me preguntó.

—Aparcado enfrente.

—Claro —sacudió la cabeza—. No voy a contarle a tu padre que te he visto aquí, Isabel. Pero, por favor…

Sin rematar la frase, agarró mi botella de zumo a medio beber, la tiró al cubo de basura que había junto a la puerta y apagó la luz. Oí cómo sus pasos se alejaban por el pasillo, cómo la puerta de la calle se abría y se cerraba y cómo chasqueaba la cerradura.

No veía a Cole en la oscuridad, pero aún lo sentía a mi lado. A veces no hace falta ver algo para saber que está ahí.

Sentí un hormigueo por todo el cuerpo, y tardé unos segundos en darme cuenta de que Cole me estaba pasando el Mustang de juguete por el brazo. Se reía para sí; era un sonido ahogado y contagioso, como si aún tuviese que guardar silencio. Dio la vuelta con el coche a la altura del hombro y bajó hacia la mano, con las ruedas derrapándome ligeramente en la piel a cada nueva carcajada.

Pensé que aquello era lo más sincero que le había oído a Colé St. Clair.