CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO
Grace
Había pensado que el simple hecho de verme sería suficiente para Rachel. El hecho de que estaba viva me parecía una prueba bastante convincente de la inocencia de Sam, pero en la práctica Rachel seguía sin estar segura. Sam tardó varios minutos en convencerla para que subiese al coche, incluso después de haberme visto dentro.
—No creas que las tengo todas conmigo solo porque Grace esté en tu coche —le dijo Rachel a Sam, contemplando con recelo la puerta abierta—. Podrías haber estado dándole setas alucinógenas en tu sótano y querer hacerme lo mismo a mi.
Sam volvió a mirar hacia el instituto con los ojos entrecerrados, deslumbrado por el sol. Debía de estar pensando lo mismo que yo: que en Mercy Falls casi todo el mundo desconfiaba de él, y que si alguien lo veía en un aparcamiento junto a una chica con pinta de indecisa, las cosas podían ponerse feas.
—No estoy muy seguro de cómo contrarrestar esa acusación.
—Rachel, no estoy drogada —añadí yo—. Sube al coche.
Rachel me miró con el ceño fruncido y luego volvió a mirar a Sam.
—No hasta que me digáis por qué queréis seguir escondiéndoos.
—Es una larga historia.
—Pues resúmela —contestó Rachel cruzándose de brazos.
—Habría que explicar muchas cosas.
Rachel no se inmutó.
—Resúmela.
Solté un suspiro.
—Rachel, me transformo en loba a cada dos por tres. No te asustes.
Esperó a que le dijese algo más para encontrarles sentido a mis palabras, pero no había modo de resumirlo de una manera más convincente.
—¿Por qué iba a asustarme? —preguntó al fin—. ¿Solo porque seas una loca que dice locuras? Claro que te transformas en loba. Yo también me transformo en cebra. Fíjate en las rayas que se me quedan luego.
—Rachel —dijo Sam suavemente—, te prometo que tiene mucho más sentido cuando te lo explican, Si le das a Grace la posibilidad de veros en… algún lugar más discreto, seguirá pareciéndote raro, pero no imposible.
Rachel lo miró horrorizada y acto seguido me miró a mi.
—Lo siento, Grace, pero dejar que me lleve en coche hasta su guarida no me parece buena idea —extendió la mano hacia Sam, que la miró como si fuese un arma. Rachel movió los dedos y añadió—: Yo conduzco.
—¿Quieres conducir… hasta mi casa? —preguntó Sam.
Rachel asintió con la cabeza.
Sam se aturulló un poco, pero no le cambió la voz:
—¿Cuál es la diferencia entre que conduzcas tú y que conduzca yo?
—¡No lo sé! ¡Así me siento más cómoda! —su mano seguía extendida, esperando la llave—. En las películas nadie conduce hacia su propia muerte.
Sam me miró. Su cara parecía decir: «¡Grace, socorro!».
—Rachel —dije con firmeza—, ¿sabes manejar el cambio de marchas?
—No —repuso Rachel—. Pero aprendo rápido.
—Rachel… —dije mirándola.
—Grace, reconoce que esto es bastante raro. Tú desapareces del hospital, y Olivia… y de repente Sam se presenta contigo y, qué quieres que te diga, lo de las setas alucinógenas parece cada vez más posible, sobre todo si empiezas a hablar de lobos. Solo falta que aparezca Isabel Culpeper diciendo que los alienígenas van a abducirnos a todos; mi frágil estado emocional no podría soportarlo. Creo que…
Suspiré.
—Rachel.
—Vale —dijo.
Tiró la mochila en el asiento de atrás y subió al coche.
Mientras nos dirigíamos a casa de Beck, con Sam conduciendo, yo a su lado y Rachel en el asiento de atrás, me inundó una añoranza repentina e inexplicable. De pronto eché de menos mi casa, y me desesperó pensar en la vida que había perdido. En realidad, no sabía qué era lo que echaba de menos —no a mis padres, porque estaba más que acostumbrada a no verlos— hasta que me di cuenta de que lo que había provocado aquella sensación era el olor a fresa, increíblemente empalagoso, del champú de Rachel. Aquello era lo que echaba de menos: las tardes y noches con Rachel, encerradas en su habitación, apoderándonos de la cocina de mis padres o acompañando a Olivia en una de sus excursiones fotográficas. No era mi casa lo que echaba de menos, sino a las personas. Y la vida.
Me giré hacia atrás y estiré el brazo hacia Rachel, aunque no alcancé a tocarla con los dedos. Ella se limitó a agarrarme la mano y la apretó con fuerza. Así nos quedamos durante el resto del trayecto, yo medio vuelta hacia atrás, ella inclinada un poco hacia delante y las dos con las manos apoyadas en el respaldo de mi asiento. Sam tampoco dijo nada, aparte de «huy, perdón», cuando bajó de marcha antes de tiempo y el coche dio una sacudida.
Luego, cuando llegamos a la casa, se lo conté todo: desde el momento en que los lobos se me habían llevado a rastras del columpio, hasta el día en que había estado a punto de morir ahogada con mi propia sangre. Y todo lo que había sucedido entre medias. Nunca había visto a Sam tan nervioso, pero yo no estaba preocupada. Desde el momento en que le había dado la mano en el coche, supe que en aquella extraña y nueva vida Rachel era una de las cosas que iba a tener que conservar.