CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

Sam

Hojas

Como Grace ya se sentía más cómoda en su piel, aprovechamos para pasar el día fuera. Fuimos al centro comercial porque necesitaba calcetines y camisetas, pero ella se quedó acurrucada dentro del coche mientras yo se los compraba a toda prisa. Entré también en la tienda de comestibles para comprar unas cuantas cosas que ella había apuntado en una lista. Me resultó agradable hacer algo tan prosaico, un sucedáneo de rutina. La sensación solo se veía enturbiada por el hecho de que Grace, oficialmente desaparecida, estaba atrapada en el coche, yo estaba atado al bosque de Boundary, aún enredado con lo de la manada, y ambos éramos prisioneros en casa de Beck a la espera de que nos conmutasen la pena.

Nos llevamos la comida a casa y con la lista de Grace hice una grulla de papel que colgué del techo de mi habitación junto a las demás. Se inclinó hacía la ventana, mecida por la corriente que salía del conducto del aire, pero cuando la golpeé con el hombro, su hilo se enredó con el de la grulla contigua.

—Me gustaría ir a ver a Rachel —dijo Grace.

—Vale —repuse; ya tenía las llaves del coche en la mano.

Llegamos al antiguo instituto de Grace mucho antes de que acabasen las clases, y esperamos en silencio en el aparcamiento a que sonase el timbre. En cuanto sonó, Grace se agachó en el asiento de atrás para que nadie la viese.

Había algo extraño y terrible en aquella situación: los dos sentados frente a su antiguo instituto, observando cómo los alumnos del último curso salían poco a poco y se quedaban esperando al autobús. Se movían en grupitos de dos o tres. Había colores vivos por todas partes: mochilas fluorescentes colgadas al hombro, camisetas chillonas con nombres de equipos, las hojas verdes de los árboles en la zona del aparcamiento… Con las ventanillas subidas, las conversaciones de la gente de fuera eran mudas. Y al no oír sus voces, se me ocurrió que tal vez pudieran comunicarse exclusivamente con el cuerpo. Había manos levantadas, hombros que se contoneaban, cabezas echadas hacia atrás en plena risa. Sobraban las palabras, si es que estaban dispuestos a permanecer en silencio el tiempo suficiente para aprender a hablar sin ellas.

Miré el reloj del coche. Aunque solo llevábamos allí unos minutos, la espera se me estaba haciendo larga. Hacia un día precioso, más veraniego que primaveral, uno de esos días en los que el cielo azul y despejado parece totalmente inalcanzable. Los chavales continuaban saliendo del instituto, pero yo no reconocía a ninguno. Había pasado una eternidad desde la época cu que esperaba a Grace a la salida de clase, cuando aun tenía que esconderme del frío.

Me sentía mucho mayor que ellos. Eran alumnos de último curso, así que algunos podrían tener mi edad, y eso me pareció incomprensible. No me veía caminando en uno de aquellos grupos con la mochila al hombro, esperando el autobús o dirigiéndome hacia mi coche. Tenía la sensación de que jamás había sido tan joven como ellos. ¿Existiría un universo paralelo en el que Sam Roth no hubiese conocido nunca a los lobos, ni perdido a sus padres, ni abandonado Duluth? ¿Qué aspecto tendría ese Sam que iría a clase, se despertaría temprano para abrir sus regalos de Navidad y le daría un beso a su madre en la mejilla el día que se graduase en el instituto? ¿Tendría ese Sam sin cicatrices una guitarra, una novia, una buena vida?

Me sentí como un mirón. Quería marcharme de allí.

Entonces apareció. Ataviada con un vestido marrón liso y unas medias de rayas moradas, Rachel caminaba sola por el otro lado del aparcamiento con aspecto algo sombrío. Bajé la ventanilla. No había modo de hacerlo sin que pareciese una página de una novela policiaca; «El joven la llamó desde su coche. Ella se acercó; sabía que la policía sospechaba de él, pero siempre le había parecido simpático…».

—¡Rachel! —grité.

Ella abrió los ojos como platos y tardó un buen rato en adoptar una expresión más favorecedora. Se detuvo a unos tres metros de la ventanilla del conductor, con los pies juntos y las manos prendidas en las correas de la mochila.

—Hola —dijo; parecía recelosa o tal vez apenada.

—¿Puedo hablar contigo un momento?

Se dio la vuelta para echar un vistazo al instituto y después me miró.

—Claro —contestó, pero no se acercó más.

Me dolió un poco que quisiera mantener las distancias. Además, todo lo que dijese tendría que gritarlo para que me oyese a tres metros, y eso no me lo podía permitir.

—¿Te importaría… eh… acercarte un poco?

Rachel se encogió de hombros y no se movió del sitio.

Dejé el motor encendido, me bajé y cerré la puerta. Ella se quedó inmóvil mientras me acercaba, pero frunció ligeramente el ceño.

—¿Cómo te va? —pregunté con amabilidad.

Rachel me miró atentamente mientras se mordía con fuerza el labio inferior. Era increíble lo triste que parecía, tanto que me costaba pensar que Grace se hubiese equivocado al decidir que quería ir allí.

—Siento mucho lo de Olivia —dije.

—Yo también —contestó en tono valiente—. John lo lleva fatal.

Tardé un segundo en recordar que John era el hermano de Olivia.

—Rachel, estoy aquí para hablar de Grace.

—¿Qué pasa con Grace? —su voz sonaba precavida. Deseé que confiase en mí aunque, en realidad, no tenía motivos para hacerlo.

Hice una mueca y observé cómo los estudiantes subían a los autobuses. Aquello parecía un anuncio: el cielo despejado, las hojas verdes y relucientes, el amarillo chillón de los autobuses… Una estampa a la que había de añadir a Rachel, porque sus medias a rayas parecían las típicas que solo se pueden comprar por catálogo. Rachel era la mejor amiga de Grace, y Grace pensaba que sabía guardar un secreto. No solo un secreto, sino nuestro secreto. Aunque confiase en el juicio de Grace, me resultaba increíblemente difícil soltar la verdad

—Necesito saber si puedes guardar un secreto, Rachel.

—Se dicen cosas muy feas de ti, Sam.

Suspiré.

—Lo sé. Las he oído. Espero que sepas que nunca le haría daño a Grace, pero… No te pido que confíes en mi palabra. Solo quiero asegurarme de que si fuera a decirte algo importante, algo realmente importante, sabrías guardar el secreto. Sé sincera.

Sentí que estaba dispuesta a bajar la guardia.

—Sé guardar un secreto —afirmó, y yo me mordí el labio y cerré los ojos durante un segundo—. No creo que la hayas matado tú —añadió con toda naturalidad, como si estuviese pronosticando que no iba a llover por la noche porque estaba despejado—. No sé si te sirve de consuelo.

Abrí los ojos. Sí que me servía de consuelo.

—De acuerdo. Allá voy. Sé que te parecerá una locura, pero… Grace está viva, está aquí en Mercy Falls y se encuentra bien.

Rachel se inclinó hacia mí.

—No la tendrás atada en tu sótano, ¿verdad?

Lo más fuerte de todo era que, en el fondo, había dado más o menos en el clavo.

—Muy graciosa, Rachel. No, no la retengo en contra de su voluntad. Está escondida y todavía no quiere salir. Es una situación algo complicada que…

—Ay, Dios mío, la has dejado embarazada —exclamó Rachel levantando las manos—. Lo sabía. Lo sabía.

—Rachel —dije—. Escucha, Rachel…

Ella seguía hablando.

—… y mira que hablamos del tema, ¿era demasiado pedir que usase la cabeza? Pues sí. Ella…

—Rachel —dije—, no está embarazada, ¿vale?

Me miró fijamente. Pensé que los dos empezábamos a cansarnos de aquella conversación.

—Vale. Entonces, ¿qué pasa?

—Bueno, te va a costar un poco asimilarlo. En realidad, no sé cómo decírtelo. Quizá sea mejor que te lo cuente ella misma.

—Sam —dijo Rachel—, a todos nos han dado clase de educación sexual.

—Que no, Rachel. Tengo que decirte una cosa: «Peter el de los Pétreos Pectorales», No tengo ni idea de qué significa, pero Grace me ha dicho que lo entenderías.

Vi que empezaba a procesar el significado de aquellas palabras y a plantearse si se las habría sacado a Grace por la fuerza.

—¿Y por qué no me lo dice ella misma? —preguntó con recelo.

—¡Pues porque no has querido acercarte al coche! No puede salir, y yo sí. Se supone que nadie sabe dónde está, ¿recuerdas? Si te hubieses acercado al coche cuando te he llamado, te habría saludado desde el asiento de atrás.

Cuando vi que seguía albergando dudas, me froté la cara con las manos.

—Mira, Rachel, ve hasta el coche y compruébalo tú misma. Yo me quedo aquí, así que no voy a poder partirte la crisma con una botella de cerveza y meterte en el maletero. ¿Te quedas más tranquila?

—Si te alejas un poco más, puede ser —repuso—. Lo siento Sam pero veo la tele. Sé cómo se hacen estas cosas.

Me presioné con los dedos el puente de la nariz.

—Mira. Llámame al móvil. Lo he dejado en el coche, y Grace está dentro. Lo cogerá y así podrás hablar con ella. No tienes por qué acercarte si no quieres.

Rachel sacó el móvil del bolsillo de su mochila.

—Dime tu número —lo marcó mientras se lo iba dictando—. Ya ha conectado.

Señalé el Volkswagen: aunque las puertas estaban cerradas, se oía vagamente el tono de llamada.

—No me lo cogen —dijo Rachel en tono acusador.

Justo en ese momento, la ventanilla del conductor se abrió y Grace asomó la cabeza.

—Por el amor de Dios —susurró—, vais a llamar la atención de todo el mundo si seguís ahí plantados. ¿Pensáis subir al coche o qué?

Rachel abrió los ojos como platos.

Me llevé las manos a la cabeza.

—¿Me crees ahora? —dije.

—¿Vas a decirme por qué se esconde?

—Creo que sonará mejor si te lo cuenta ella misma —contesté señalando a Grace.