CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

Isabel

Hojas

Me pasé el fin de semana esperando a que Grace me llamase para invitarme a casa de Beck, y cuando por fin caí en la cuenta de que debía de estar esperando a que yo me dejara caer por allí como siempre, ya estábamos a lunes. La caja de juguetes peligrosos de Cole ya había llegado, y pensé que podía entregársela y ver a Grace al mismo tiempo. Así no parecería que iba expresamente a ver a Cole. Sabía lo que me convenía, aunque no me gustase.

Cuando Cole salió a recibirme a la puerta principal de la casa de Beck, iba descamisado y estaba ligeramente sudoroso. Parecía haber estado excavando con las manos y tenía el ojo izquierdo amoratado. Una sonrisa benevolente le cruzaba la cara de oreja a oreja. Era una expresión grandiosa, aunque aún no se había peinado y llevaba unos pantalones de chándal. No podía negarse que Cole resultaba teatral hasta en el más prosaico de los escenarios.

—Buenos días —dijo asomando la cabeza por la puerta—. Hoy hace el típico día de Minnesota. No me había dado cuenta.

Era un día estupendo, de esos primaverales y perfectos que en Minnesota se cuelan sin problema entre varias semanas de frío o en mitad de una ola de calor veraniego. El césped olía a los arbustos de boj que había plantados frente a la casa.

—Ya no es hora de decir buenos días —repuse—. Tus cosas están en el coche. Como no me dijiste qué somníferos querías, te he traído los más fuertes que he encontrado.

Cole se pasó la sucia palma de la mano por el pecho y estiró el cuello como si desde allí pudiera ver lo que le había llevado.

—Cómo me conoces. Pasa, estaba preparando una cafetera para animarme. He pasado una noche horrible.

A sus espaldas, en el salón, atronaba la música; me pareció increíble que Grace estuviese en la misma casa que aquello.

—No sé si quiero entrar.

Cole soltó una carcajada desdeñosa para mostrar lo absurdo que le parecía mi comentario y echó a andar descalzo hacia el todoterreno.

—¿Asiento delantero o trasero?

—Trasero, sin dudarlo.

No era una caja grande y podría haberla llevado yo, pero prefería ver cómo los brazos de Cole se tensaban para acarrearla.

—Pasa a mi taller, chiquilla —dijo.

Entré en la casa tras él. Hacía más fresco que en el exterior y olía a quemado. La música atronadora tenía un ritmo que hacía vibrar las suelas de mis zapatos, y casi tuve que gritar para hacerme oír.

—¿Sam y Grace?

—Ringo se fue en su coche hace unas horas. Ha debido de llevarse a Grace. No sé adonde han ido.

—¿No se lo preguntaste?

—No estamos casados —respondió Cole y, en un tono algo más humilde, añadió—: Todavía.

Cerró la puerta de una patada y me indicó con la cabeza que lo siguiera.

Con aquella caótica banda sonora de fondo, me encaminé hacia la cocina, que era donde más olía a quemado. Aquello parecía una zona catastrófica. La encimera estaba llena de vasos, rotuladores, jeringuillas, libros y un paquete de azúcar desgarrado y tumbado. Todos los armarios estaban cubiertos de fotografías de los lobos de Mercy Falls con sus cuerpos humanos. Intente no tocar nada.

—¿Que está quemándose?

—Mi cerebro —repuso Cole dejando la caja junto al microondas, cu el último hueco que quedaba libre en la encimera—. Perdona el desastre. Hoy hay amitriptilina de comer.

—¿Sam sabe que has convertido su cocina en un laboratorio para producir droga?

—Si, tengo la aprobación del señor Koth. ¿Quieres un café antes de ayudarme a preparar la trampa?

El azúcar crujió bajo los tacones de mis botas.

—No he dicho que vaya a ayudarte a prepararla.

Cole echó un vistazo al interior de una taza antes de dejarla en la mesa, delante de mi, y llenarla de café.

—Lo he leído entre líneas. ¿Azúcar? ¿Leche?

—¿Estás colocado? ¿Por qué nunca llevas camiseta?

—Duermo desnudo —respondió Cole echando leche y azúcar en el café—. A medida que avanza el día, voy poniéndome más ropa. Deberías haber venido hace una hora —lo fulminé con la mirada—. Además, no estoy colocado. La duda ofende.

No parecía nada ofendido.

Le di un sorbo al café. Se podía beber.

—¿En qué estás trabajando?

—En algo que no mate a Beck —dijo; parecía adoptar una actitud entre desdeñosa y posesiva con los productos químicos que había en la cocina—. ¿Sabes una cosa que me vendría al pelo? Que me ayudases a entrar en el laboratorio de tu instituto esta noche.

—¿Para robar?

—Para coger prestado un microscopio. Con un equipo de investigación hecho de Legos y plastilina, los descubrimientos científicos que puedo hacer están muy limitados. Necesito material de verdad.

Me quedé mirándolo; no era fácil resistirse a aquel Cole electrizante y seguro de sí mismo. Fruncí el ceño.

—No pienso ayudarte a robar en mi instituto.

Cole me tendió la mano.

—Vale, pues devuélveme el café.

No me había dado cuenta de lo mucho que tenía que alzar la voz para que se me oyese sobre la música hasta que hubo una pausa entre canciones y pude bajarla.

—Ahora es mío —repuse, recordando lo que me había dicho en la librería—. Pero podría ayudarte a entrar en la clínica de mi madre.

—Eres una mensch.

—No tengo ni idea de qué significa eso.

—Yo tampoco. Sam lo dijo el otro día y me gustó cómo sonaba.

Eso resumía a Cole: veía algo que no entendía, le gustaba y lo hacía suyo.

Rebusqué en mi bolso.

—También te he traído otra cosa.

Le ofrecí un Mustang en miniatura, negro y brillante.

Colé lo aceptó y se lo puso en la palma de la mano. Se quedó quieto; no me había dado cuenta de que hasta ese momento había estado moviéndose.

—Seguro que este consume menos que el mío —dijo pasados unos segundos, deslizándolo por el borde de la mesa mientras imitaba el ruido del motor, suave y ascendente. Al llegar a final de la mesa, lo hizo despegar—. Pero no pienso dejarte conducirlo.

—Da igual; no me favorecen los coches negros.

De pronto, Cole estiró el brazo y me agarró de la cintura. Los ojos se me abrieron como platos.

—A ti te favorece todo. Eres perfecta, Isabel Culpeper.

Se puso a bailar y, como me tenía cogida, bailé con él. Aquel Cole era aún más persuasivo que el anterior. Era una sonrisa hecha realidad, un objeto físico hecho con sus manos enlazadas en mi cintura y su cuerpo largo apretado contra el mío. Me encantaba bailar, pero siempre que lo hacía era consciente de que estaba bailando y de cómo se movía mi cuerpo. Sin embargo, mientras la música retumbaba y Cole bailaba conmigo, todo se volvió invisible salvo la música. Yo era invisible.

Mis caderas eran la percusión del bajo. Mis manos sobre Cole eran los gemidos del sintetizador. Mi cuerpo solo era la vibración rítmica de la canción.

Mis pensamientos eran fogonazos entre latidos.

latido:

mi mano en el vientre de Cole

latido:

nuestras caderas pegadas

latido:

la risa de Cole

latido:

éramos uno solo

Aun sabiendo que a Cole se le daban bien esas cosas —al fin y al cabo, se dedicaba a ello—, era increíble. Y más asombroso todavía era que Cole no estuviera intentando resultar increíble sin mí, porque hasta el último gesto de su cuerpo tenia como objetivo que nos moviésemos juntos. Allí no había ego alguno, solo la música y nuestros cuerpos.

Cuando acabó la canción, Cole dio un paso atrás, jadeante, y esbozó una sonrisa. No entendí cómo podía parar: yo quería bailar hasta caer rendida, quería apretar mi cuerpo contra el suyo hasta que ya no fuese posible separarlos.

—Eres adictivo —le dije.

—Mira quién fue a hablar.