CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

Cole

Hojas

Aquel nuevo mejunje era puro veneno.

Pasada la medianoche, salí de la casa por la puerta trasera. Todo estaba oscuro, pero me paré a escuchar para asegurarme de que nadie me seguía. Tenía el estómago tenso de hambre, una sensación dolorosa y productiva al mismo tiempo: era la prueba palpable de que estaba trabajando. El ayuno me había dejado nervioso y vigilante, en una especie de subidón cruel. Dejé el cuaderno con los detalles de mis experimentos junto a la puerta trasera para que Sam supiese adonde había ido si no volvía. El bosque siseaba, insomne mientras todos dormían.

Presioné la aguja contra el interior de mi muñeca y cerré los ojos.

El corazón ya me daba patadas como un conejo.

El líquido de la jeringuilla era incoloro como un escupitajo e inconsistente como una mentira. En mis venas produjo un efecto de cuchillas y arena, fuego y mercurio. Era como tener una navaja haciéndome muescas en todas las vértebras. Tenía exactamente veintitrés segundos para preguntarme si esta vez me había suicidado y once más para desear que no. Tres más para desear haberme quedado en la cama y dos para pensar: ¡Joder!

Salí disparado de mi cuerpo humano; mi piel tardó tan poco en abrirse que fue como si se me escurriese de los huesos. El corazón me iba a explotar. Las estrellas daban vueltas y luego se centraban. Intenté agarrarme a la escalera, a la pared, al suelo, a cualquier cosa que no se moviese. El cuaderno se cayó del escalón, mi cuerpo se desplomó para hacerle compañía y, antes de darme cuenta, ya estaba corriendo.

Había encontrado la mezcla que iba a usar para arrancar a Beck de su cuerpo de lobo.

Aunque ya era un lobo, mi cuerpo aún estaba tomando forma: las articulaciones volvían a unirse, la piel se iba cerrando a lo largo de la columna, las células se reinventaban a cada zancada. Era una máquina increíble. Aquel cuerpo de lobo me mantenía con vida mientras me robaba mis recuerdos humanos.

Eres Cole St. Clair.

Uno de los dos tenía que ser capaz de conservar los recuerdos si queríamos trasladar a los lobos. Al menos tenía que poder recordar lo justo para reunirlos y llevarlos hasta un lugar. Debía existir algún modo de convencer al cerebro de un lobo para que recordase un objetivo concreto.

Cole St. Clair.

Intenté no olvidarlo. No quería olvidarlo. ¿De qué me servía transformarme a propósito, conquistar al lobo momentáneamente, si no podía disfrutar de mi triunfo?

Cole.

Era capaz de oír todo lo que tenía que decir el bosque. El viento pasaba gritando y rozándome las orejas mientras corría. Saltaba con seguridad sobre zarzas y ramas caídas, y mis uñas repiqueteaban al pisar las rocas. El suelo desapareció bajo mis patas al saltar sobre una zanja, y en pleno salto me di cuenta de que no estaba solo. Media docena de cuerpos saltaban conmigo, siluetas ligeras en la noche oscura. Más que por sus nombres, los identifiqué por sus olores. Era mi manada. Rodeado de aquellos lobos me sentía a salvo, seguro, invencible. Me mordían en la oreja, juguetones, y empezamos a intercambiar imágenes: la zanja convertida en un barranco; el suelo blando donde una conejera llena de tierra esperaba a que alguien escarbase en ella: el cielo, oscuro e infinito sobre nuestras cabezas.

La cara de Sam Roth.

Vacilé.

Las imágenes iban y venían, cada vez más difíciles de atrapar porque los demás lobos me estaban dejando atrás. Intenté estirar mis recuerdos para retener un nombre y una cara. Sam Roth. Reduje la marcha; la imagen y las palabras siguieron rondándome la cabeza hasta que dejaron de tener relación la una con las otras. Uno de los lobos volvió sobre sus pasos y me empujó para invitarme a jugar, pero le enseñé los dientes hasta que comprendió que no me apetecía. Resignado, me lamió el hocico para confirmar mi posición de superioridad, y volví a gruñirle para que me dejase tranquilo. Volví sobre mis pasos, con la nariz pegada al suelo y el oído aguzado. Buscaba algo que no entendía.

Sam Roth.

Avancé con cautela por el bosque oscuro. Buscaba una explicación a aquella imagen que me asaltaba: una cara humana.

Noté que el pelo del lomo se me erizaba rápida e inexplicablemente.

Entonces algo se abalanzó sobre mí.

La loba blanca me lanzó una dentellada al cuello mientras yo intentaba mantener el equilibrio bajo su peso. Me había pillado desprevenido, pero no me agarraba con fuerza, así que me la quité de encima con un gruñido. Nos observamos mientras caminábamos en círculos. Ella tenía las orejas erguidas para escuchar mis movimientos, porque mi pelaje se camuflaba en la oscuridad. Su pelaje blanco, sin embargo, destacaba como una herida. Todo en su pose era agresivo. Por el olor no parecía que estuviese asustada, pero no era grande. Retrocedería, y si no lo hacía, la pelea no duraría mucho.

La había subestimado.

Cuando me atacó por segunda vez, me echó las patas por encima de los hombros como si estuviese abrazándome y me hincó los dientes justo debajo de la mandíbula. Cerró la boca, acercándose peligrosamente a mi tráquea. Dejé que me tirase de espaldas para poder golpearla en la panza con mis patas traseras, pero solo conseguí zafarme de ella momentáneamente. Era rápida, eficiente y temeraria. Luego me mordió la oreja, y sentí una explosión de calor antes de notar la humedad de la sangre. Cuando me retorcí para librarme de ella, sentí mi piel desgarrarse entre sus dientes. Cargamos el uno contra el otro, pecho con pecho. Cerré la boca sobre su cuello y la sujeté con todas mis fuerzas, pero se libró de mí, escurridiza como el agua.

Me mordió en un lado de la cara y tocó hueso con los dientes. Logró asirme mejor y encontró una buena presa.

Mi ojo.

Retrocedí arrastrándome, desesperado, intentando soltarme antes de que me destrozase el ojo y la cara. En aquel momento olvidé mi orgullo; gimoteé y agaché las orejas intentando parecer sumiso, pero ella no demostró interés alguno. Sus gruñidos hacían que me vibrase el cráneo. El ojo iba a reventarme por la presión, si es que no lo atravesaba primero con los dientes.

Cerró aún más las mandíbulas. Me temblaban todos los músculos, preparándose ya para el dolor.

De pronto chilló y me soltó. Retrocedí sacudiendo la cabeza, con un lado de la cara manchado de sangre y la oreja rabiando de dolor. Frente a mí, la loba blanca se encogió en señal de sumisión ante un enorme lobo gris. A su lado había un lobo negro, con las orejas erguidas en una pose agresiva. La manada había vuelto.

El lobo gris se giró hacia mí y, tras él, vi que la loba blanca levantaba inmediatamente las orejas, renunciando a rendirse. Cuando el lobo gris no la miraba, todo en ella indicaba rebelión, como si dijera: Me rindo de momento, pero solo mientras me estés mirando. Me observaba sin pestañear, y comprendí que me estaba amenazando. U ocupaba mi lugar en la manada por debajo de ella, o algún día tendríamos que volver a enfrentamos. Y quizá ese día la manada no acudiese en mi ayuda.

No estaba dispuesto a retroceder.

Le devolví la mirada.

El lobo gris dio unos pasos hacia mí y me transmitió imágenes de mi cara desgarrada. Me olisqueó la oreja con cautela. Se mostraba receloso; yo olía cada vez menos a lobo y más a esa otra cosa en la que me convertía cuando no era un lobo. Mi extraño cuerpo trabajaba a marchas forzadas para curarme la cara y volver a transformarme en humano. No hacía frío suficiente para conservar aquella piel.

La loba blanca seguía mirándome.

Sentí que no me quedaba mucho tiempo. Mí cerebro ya estirándose de nuevo.

A mi lado, el lobo gris gruñó, y me tensé hasta que comprendí que la amenaza iba dirigida a la loba El lobo gris se alejó de mi sin dejar de gruñir y el negro hizo lo mismo. La loba blanca dio un paso atrás y luego otro. Se marchaban.

Noté una sacudida por todo el cuerpo que terminó justo debajo del ojo y me escoció. Me estaba transformando. El lobo gris —Beck— lanzó una dentellada a la loba blanca para obligarla a alejarse de mí.

Me estaban protegiendo.

La loba blanca y yo nos miramos por última vez. La próxima…