CAPÍTULO CUARENTA

Grace

Hojas

Aquel día interminable se acabó por fin cuando Sam llegó a casa con una pizza y una sonrisa algo ambigua. Mientras cenábamos me contó lo que le había dicho Koenig. Estábamos sentados en el suelo de su habitación, con las luces de Navidad y el flexo de la mesa encendidos y la caja de pizza entre los dos. El flexo apuntaba a un rincón del techo abuhardillado, y su luz difuminada le daba a la habitación un aspecto acogedor de cueva En el reproductor de CD sonaba bajito una voz ronca y grave acompañada de un piano.

Sam fue desgranando lo que había pasado. Rozaba el suelo con los dedos a cada cosa que me contaba, como si fuese apartando inconscientemente la última para pasar a la siguiente. Todo era un desastre y yo me sentía a la deriva, pero no podía evitar pensar en lo mucho que me gustaba mirarlo con aquella luz cálida. Su rostro no era tan suave como cuando nos habíamos conocido, ni tan joven, pero sus rasgos gestos rápidos, la forma en que se humedecía el labio inferior antes de seguir hablando… Estaba enamorada de todo aquello.

Sam me pregunto qué pensaba.

—¿De qué?

—De todo. ¿Qué hacemos?

El confiaba plenamente en mi capacidad para dotarlo todo de cierta lógica. Pero yo aún tenía que asimilar muchas cosas: Koenig había averiguado el misterio de los lobos, existía la posibilidad de trasladar a la manada y estábamos planteándonos confiar nuestro destino a alguien a quien apenas conocíamos. ¿Cómo podíamos estar seguros de que guardaría el secreto?

—Para contestar a eso necesito otro trozo de pizza —dije—. ¿Cole no quería?

—Me ha dicho que está ayunando. No quiero saber por qué. No parecía especialmente triste.

Separé el borde de mi trozo de pizza y Sam se lo comió. Suspiré. La idea de abandonar el bosque de Boundary me descorazonaba.

—Los lobos no tienen por qué quedarse para siempre en la península. Quizá se nos ocurra una idea mejor más adelante, cuando se calme toda esta historia de la cacería.

—Antes hay que hacerlos salir del bosque.

Cerró la caja de pizza y siguió con el dedo el logotipo.

—¿Te ha dicho Koenig si va a ayudarte a salir de este lío? Me refiero a lo de mi desaparición. Evidentemente, sabe que no me has secuestrado y asesinado —dije—. ¿Ha pensado cómo hacer que te dejen en paz?

—No lo sé, no ha dicho nada de eso.

Intenté que no se me notase la frustración; al fin y ni cabo, no era él quien me hacia sentir así.

—¿No te parece que es algo importante?

—Supongo. A los lobos solo les quedan dos semanas; después ya me preocuparé por limpiar mi nombre. No creo que la policía pueda encontrar nada que me inculpe —dijo Sam mirando para otro lado.

—Pensaba que la policía ya no sospechaba de ti. Pensaba que Koenig lo sabía.

—Koenig lo sabe. Es el único. Pero no puede decirles que soy inocente.

—¡Sam!

Se encogió de hombros sin mirarme.

—Ahora mismo no puedo hacer nada.

La idea de que lo interrogasen en comisaría me resultaba dolorosa, el hecho de que mis padres pudiesen creerlo capaz de haberme hecho daño era aún peor, y la posibilidad de que lo juzgasen por asesinato era inconcebible.

Entonces se me ocurrió una idea.

—Tengo que hablar con mis padres —dije recordando la conversación que había mantenido con Isabel—. O con Rachel. O con alguien. Tengo que hacer que alguien sepa que estoy viva. Si Grace no está muerta, se acabó el misterio de su asesinato.

—Ya. Y seguro que tus padres se muestran comprensivos —repuso Sam.

—No lo sé, Sam, pero no voy a dejar… que te metan en la cárcel.

Arrugué la servilleta y la tiré contra la caja de pizza, enfadada. Habíamos estado tan cerca de tener que separamos, habíamos pasado por tantas cosas, que me parecía espantoso que lo que finalmente nos separase fuese algo artificial, un suceso que no tenía nada que ver con lo que realmente nos ocurría. Sam puso cara de culpabilidad, como si se creyese responsable de mi supuesta muerte.

—Por mal que me vaya con mis padres, la alternativa es peor —remaché.

—¿Confías en ellos?

—Sam, no creo que intenten matarme —le espeté.

Me callé, me tapé la nariz y la boca con las manos y exhalé con fuerza.

Sam se quedó impasible, sosteniendo la servilleta que llevaba un rato desgarrando.

Me oculté la cara. No podía soportar mirarlo.

—Lo siento, Sam. Lo siento.

Pensé en su expresión impasible, con esa mirada fija y lobuna, y sentí que las lágrimas intentaban abrirse paso a toda costa.

El suelo crujió cuando Sam se puso en pie. Me quité las manos de la cara.

—Por favor, no te vayas —susurré—. Lo siento.

—Tengo un regalo para ti. Me lo he dejado en el coche. Voy por él.

Me acarició la cabeza y se fue sin hacer ruido.

Cuando me dio el regalo, aún me sentía la peor persona del mundo. Sam se arrodilló delante de mí como un penitente, atento a mi rostro mientras yo abría la bolsa. Al principio, no sé por qué, pensé que sería ropa interior, y me sentí aliviada y decepcionada al mismo tiempo al ver que era un precioso vestido de verano. Estaba visto que últimamente no conseguía poner en orden mis emociones.

Pasé la mano por el cuerpo del vestido y alisé la tela mientras me fijaba en los tirantes estrechos. Era una prenda hecha para un verano caluroso y libre de preocupaciones, algo que parecía muy remoto en aquel momento. Levanté la vista y vi que Sam se mordía el labio inferior a la espera de mi reacción.

—Eres el chico más maravilloso del mundo —susurré sintiéndome fatal e indigna de él—. No tenías por qué comprarme nada. Pero me gusta saber que piensas en mí cuando no estamos juntos.

Le puse la mano en la mejilla y él giro la cara y me besó en la palma; al notar sus labios en mi mano, algo se me removió por dentro. Mi voz sonó más grave cuando le dije:

—¿Quieres que me lo pruebe?

Me metí en el baño y, aunque el vestido no tenía nada de complicado, tardé en ponérmelo unos cuantos minutos que se me hicieron eternos. No estaba acostumbrada a llevar vestido y me daba la sensación de que no llevaba nada puesto. Me quedé junto a la bañera, mirándome en el espejo e intentando imaginar qué le habría hecho a Sam decidirse por aquel vestido. ¿Habría pensado que iba a gustarme? ¿Le habría parecido sexy? ¿Habría querido comprarme algo y aquello había sido lo primero que había encontrado? No sabía si había mucha diferencia entre que le hubiese pedido consejo a una dependienta y que hubiese visto el vestido en una percha y me hubiese imaginado con él puesto.

Mi reflejo parecía el de una universitaria, una chica mona y segura de sí misma, consciente de qué era lo que más la favorecía. Alisé la parte de delante del vestido; la falda me hacia cosquillas en las piernas. El cuerpo revelaba la curva de mis pechos. De pronto, me pareció que debía volver al cuarto a toda prisa para que Sam me viese. Era urgente que me mirase y me tocase.

Pero cuando volví a la habitación me sentí cohibida de repente. Sam estaba sentado en el suelo, apoyado contra la cama, escuchando música con los ojos cerrados, pero los abrió cuando cerré la puerta. Hice un mohín y me agarré las manos por detrás de la espalda.

—¿Qué te parece? —le pregunté.

Se puso en pie.

—Oh —dijo.

—No he podido atarme el lazo de la espalda.

Sam respiró hondo y se acercó a mi. Noté que el corazón me latía más deprisa, aunque no entendí por qué. Cogió los extremos del lazo y me pasó los brazos por detrás: pero en lugar de hacer un nudo, los dejó caer y apoyó las manos en mi espalda. Noté su tacto cálido a través del algodón, como si entre las yemas de sus dedos y mi piel no hubiese nada. Apoyó la cara en mi cuello. Lo oía respirar: parecía que contuviese cada respiración, que la refrenase.

—¿Te gusta? —susurré.

De pronto comenzamos a besamos. Hacía mucho tiempo que no nos besábamos así, como si nuestra vida dependiera de ello. Durante un segundo me preocupó pensar que acababa de comer pizza, pero luego me di cuenta de que Sam también había comido. Deslizó las manos hasta mis caderas, y sus dedos fuertes y ansiosos arrugaron la tela del vestido y despejaron mis dudas. Me bastaba con eso —el calor de las palmas de sus manos en mis caderas— para que todo en mi interior se agitara ferozmente. Me apretó con tanta fuerza que me hizo daño y yo dejé escapar un suspiro.

—Puedo parar si no estás preparada.

—No —repuse—. No pares.

De rodillas en la cama, nos seguimos besando, y él siguió tocándome con mucho cuidado como si nunca antes me hubiese tocado, como si no recordase qué forma tenía mi cuerpo y estuviese descubriéndola de nuevo. Posó las manos en mis omóplatos, ceñidos por la tela del vestido, y fue rozando con las palmas la superficie de los hombros. Recorrió con los dedos el arranque de mis senos en el escote. Cerré los ojos: había muchas otras cosas que me preocupaban, pero solo podía pensar en mis muslos y en las manos de Sam recorriéndolos por debajo del vestido, levantando la tela como si fuesen nubes de verano que me envolvían. Cuando abrí los ojos, tenía las manos apoyadas sobre las suyas y bajo nosotros había cientos de sombras. Todas eran mías o de Sam, pero era imposible saber a quién pertenecía cada una.