CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE
Sam
Esta vez, Koenig me indicó que me sentase en el asiento delantero. El coche se había convertido en un horno bajo la insistencia del sol, y Koenig puso el aire acondicionado a tope. El aire salía tan frío que en la cara se me condensaron unas gotitas de humedad, pero el lobo que debía de seguir llevando dentro ni se inmutó. Todo olía a ambientador de pino.
Koenig apagó la radio, donde sonaba rock de los 70.
No podía dejar de pensar en Culpeper disparándole a mi familia desde un helicóptero.
El único sonido que rompía el silencio era el crepitar ocasional del transmisor que Koenig llevaba enganchado al hombro. Me sonaron las tripas y Koenig se inclinó sobre mí para abrir la guantera. Dentro había un paquete de galletas saladas y dos chocolatinas.
Cogí las galletas.
—Gracias —dije; me las había ofrecido con tanta naturalidad que no me resultó incómodo agradecérselo.
—Sé que Heifort se equivoca —dijo sin mirarme a la cara—. Sé cuál es el denominador común, y no eres tú.
Me di cuenta de que no se había desviado hacia la librería. No estábamos acercándonos al centro del pueblo, sino alejándonos hacia las afueras de Mercy Falls.
—Entonces, ¿cuál es? —pregunté.
Esperé su respuesta con expectación; tal vez dijera «Beck», «el bosque de Boundary» o cualquier otra cosa así, pero no pensaba que fuese a hacerlo.
—Los lobos —repuso.
Contuve la respiración. La voz de la operadora crepitó en la radio: «¿Unidad diecisiete?».
Koenig presionó un botón de la radio y ladeó la cabeza hacia el hombro.
—Estoy en la carretera y llevo un pasajero. Llamaré en cuanto esté libre.
—Recibido.
Aguardó unos segundos y, sin mirarme, dijo:
—Sam, necesito que me digas la verdad porque ya no hay tiempo para andarse con rodeos. La verdad, no lo que le has contado a Heifort. ¿Dónde está Geoffrey Beck?
Las ruedas hacían ruido al rozar el asfalto. Nos habíamos alejado bastante de Mercy Falls. Los árboles pasaban a toda velocidad por la ventanilla, y me vino a la mente el día en que había ido a recoger a Grace a la tienda de aparejos de pesca. Me pareció que había pasado una eternidad.
No podía confiar en él. No estaba preparado para la verdad y, aunque lo hubiese estado, nuestra regla número uno era no contárselo a nadie. Y menos a un policía que había estado presente mientras me acusaban de secuestro y asesinato.
—No lo sé —mascullé, aunque apenas se me oyó con el ruido de la carretera.
Koenig frunció los labios y negó con la cabeza.
—Estuve presente en la primera cacería, Sam. No fue legal, y lo lamento mucho. Todo el pueblo estaba conmocionado por la muerte de Jack Culpeper. Estuve allí cuando los ahuyentaron del bosque para acorralarlos contra el lago. Aquella noche vi un lobo y desde entonces no he podido olvidarlo. Van a hacer salir del bosque a todos los lobos y los matarán desde el helicóptero uno a uno, Sam. He visto documentos que lo demuestran. Voy a preguntártelo de nuevo y vas a decirme la verdad, porque yo soy la única alternativa que os queda a los lobos y a ti. Dime la verdad, Sam. ¿Dónde está Geoffrey Beck?
Cerré los ojos.
Tras los párpados vi desfilar el cadáver de Olivia y la cara de Tom Culpeper.
—Está en el bosque de Boundary.
Koenig dejó escapar un larguísimo suspiro.
—Y Grace Brisbane también, ¿verdad? —preguntó; no quise abrir los ojos—. Y tú… tú estabas allí. Llámame loco, dime que me equivoco. Dime que aquella noche no pude ver un lobo con los ojos de Geoffrey Beck. Dime que me confundí.
Entonces sí que abrí los párpados, porque tenía que ver qué cara ponía al decirlo. Pistaba mirando al frente con el ceño fruncido. La incertidumbre hacía que pareciese más joven y que su uniforme no impusiese tanto.
—No se confundió —dije.
—No tiene cáncer.
Negué con la cabeza. Sin volverse hacia mí, Koenig asintió ligeramente, como para sí mismo.
—Y si no hay el menor rastro de Grace Brisbane no es porque haya desaparecido, sino porque es una… —Koenig enmudeció. No era capaz de decirlo.
Fui consciente de todo lo que dependía de aquel momento. ¿Acabaría o no la frase? ¿Aceptaría la verdad como había hecho Isabel, o la apartaría y la tergiversaría para encontrarle un fundamento religioso o para que encajase mejor en una visión del mundo menos extraña, como habían hecho mis padres?
Seguí mirándolo.
—… una loba —las manos de Koenig se crisparon sobre el volante—. A Beck y a ella no podemos encontrarlos porque son lobos.
—Sí.
Koenig negó con la cabeza.
—Mi padre me contaba historias de lobos. Me contó que un amigo suyo de la universidad era licántropo, y recuerdo que me reí de él. Nunca supe si se había inventado la historia o si contaba la verdad.
—Es verdad.
El corazón me latía con fuerza; había revelado nuestro secreto. Trate de recordar cada conversación que había mantenido con Koenig para ver si aquello modificaba la imagen que tenía de él, pero no la cambiaba.
—Entonces… No me puedo creer que vaya a preguntarte esto, pero ¿por qué siguen siendo lobos cuando están a punto de aniquilar a toda la manada?
—No lo pueden evitar. Depende de la temperatura. Lobo en invierno, persona en verano. Cada año pasamos menos tiempo siendo humanos hasta que, al final, nos convertimos en lobos para siempre. Y cuando nos transformamos, no conservamos nuestros recuerdos.
Fruncí el ceño: cuanto más tiempo pasaba con Cole, menos exacta me parecía aquella explicación. Era una sensación extraña y desconcertante, ver cómo algo que había dado por sentado durante tanto tiempo empezaba a cambiar. Como si, de repente, me dijeran que la ley de la gravedad ya no funcionaba los lunes.
—Lo he simplificado en exceso —añadí—, pero esas son las reglas básicas.
También me sentí raro al decir «simplificado en exceso», una expresión que solo utilizaba para corresponder al lenguaje formal de Koenig.
—Entonces, Grace…
—Está desaparecida porque, con este tiempo, su condición todavía es inestable. ¿Qué iba a decirles a sus padres?
Koenig reflexionó durante unos segundos.
—¿Y tú naciste siendo licántropo?
—No, se emplea la típica técnica de las películas de miedo: un mordisco.
—¿Y Olivia?
—La mordieron el año pasado.
Koenig resopló suavemente.
—Es increíble. Lo sabía. No paraba de encontrar pruebas que me llevaban en esa dirección, pero seguía sin creérmelo. Y cuando Grace Brisbane desapareció del hospital y dejó tras de sí ese camisón manchado de sangre… Dijeron que estaba muriéndose, que no podía haberse marchado de allí por su propio pie.
—Necesitaba transformarse —dije en voz baja.
—En el departamento de policía todos pensaban que tú eras el culpable. Han estado buscando el modo de crucificarte, Tom Culpeper el primero. Tiene a Heifort y a todos los demás comiendo de su mano.
Hablaba con cierta amargura, y eso me hizo verlo con otros ojos: me lo imaginé sin uniforme, en su casa, sacando una cerveza de la nevera, acariciando a su perro, viendo la tele. Una persona normal y corriente, diferente de la identidad uniformada que le había asignado.
—Te pondrían la soga al cuello con mucho gusto, Sam.
—Genial —dije—, porque lo único que puedo hacer es repetirles que no he hecho nada, por lo menos hasta que Grace se estabilice lo suficiente para reaparecer. En cuanto a Olivia…
—¿Por qué la mataron? —me interrumpió Koenig.
Shelby acaparó mis pensamientos, mirándome fijamente por la ventana de la cocina con unos ojos teñidos de rabia y desesperación.
—No creo que fuese la manada. Hay una loba que ha estado dando problemas. Antes ya atacó a Grace. También a Jack Culpeper. Los otros no matarían a una chica, y menos en verano. Hay otros modos de conseguir comida.
Procuré alejar el recuerdo del cadáver destrozado de Olivia.
El coche avanzó durante un par de minutos sin que ninguno de los dos dijese nada.
—Entonces, la situación es la siguiente —empezó a decir Koenig, y me divirtió comprobar que cualquier cosa que salía de su boca sonaba a jerga policial—. Ya han obtenido el permiso para eliminar a toda la manada. Catorce días pasan muy deprisa. Según dices, algunos no podrán transformarse en humanos antes de esa fecha, y otros no podrán hacerlo nunca. Con lo cual estamos hablando de una matanza en toda regla.
Por fin. Sentí alivio y miedo al mismo tiempo al oír a alguien definir el plan de Culpeper con aquella palabra: matanza.
—No hay muchas alternativas. Podrías revelar la identidad real de los lobos, pero…
—No creo que sea buena idea —me apresuré a decir.
—Iba a decirte que dudo mucho que sea viable. Contarle a todo Mercy Falls que hay una manada de lobos portadores de una enfermedad incurable y contagiosa poco después de haber descubierto que han matado a una chica…
—No acabaría bien —dije rematando la frase por él.
—Y la otra alternativa consiste en intentar movilizar a las asociaciones de defensa de los animales para que salven a la manada. En Idaho no funcionó, y creo que con un margen de tiempo tan escaso sería imposible, pero…
—Hemos pensado en trasladarlos a otro lugar —confesé.
Koenig se quedó callado.
—Cuéntame más.
No me salían las palabras. Koenig era tan preciso y tan lógico que me daba miedo no estar a su altura.
—Llevarlos a algún sitio donde estén más alejados de los humanos. Pero eso… podría ponernos en una situación aún peor, a menos que sepamos cómo es la gente de ese otro lugar. Y no sé cómo se comportará la manada en otro territorio, sin límites. No sé si debería intentar vender la casa de Beck para comprar un terreno o qué. No tenemos dinero suficiente para hacernos con una finca grande. Los lobos son extremadamente móviles, pueden recorrer kilómetros y kilómetros, así que siempre existe el riesgo de que la manada se meta en un lío.
Koenig se puso a tamborilear con los dedos en el volante y entornó los ojos. Hubo un silencio bastante largo. Me alegré. Lo necesitaba. Las repercusiones de lo que le había confesado a Koenig eran impredecibles.
—Voy a pensar en voz alta —dijo finalmente Koenig—. Tengo una propiedad a varias horas de aquí, pasado Boundary Waters. Era de mi padre, pero acabo de heredarla.
—No… —empecé a decir.
—Es una especie de península que se interna en un lago —me interrumpió Koenig—. Bastante grande. Antes había un complejo turístico, pero acabaron cerrándolo por rencillas familiares. La entrada está cercada. No es la mejor cerca del intuido, solo unos cuantos carretes de alambre tendidos entre los árboles en ciertas zonas, pero podría reforzarse.
Nuestras miradas coincidieron. Supe que los dos estribamos pensando lo mismo: aquella podía ser la solución.
—No sé si una península bastará para alimentar a mía manada, por grande que sea. Tendría que llevarles comida.
—Pues se la llevas.
—¿Y los campistas? —pregunté.
—Enfrente hay una explotación minera —repuso Koenig—. La compañía propietaria la cerró en el año setenta y siete, pero las tierras siguen siendo suyas. Por eso el complejo turístico no salió adelante.
Me mordí el labio. Me costaba mucho albergar esperanzas.
—Aún habría que llevarlos hasta allí.
—Y sin que nadie se entere —apostilló Koenig—. Tom Culpeper no aceptaría el traslado como alternativa a la eliminación de la manada.
—Cuanto antes —añadí.
No me quitaba de la cabeza todos los intentos infructuosos de Cole para capturarlos, y el tiempo que tardaríamos en atrapar a veintitantos lobos y transportarlos hacia el norte.
Koenig se quedó callado.
—Quizá no sea buena idea, pero puedes considerarlo una alternativa —dijo por fin.
Una alternativa. Una alternativa suponía una posible línea de acción, y no estaba seguro de que fuese siquiera eso. Pero ¿qué otra cosa podíamos hacer?