CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

Sam

Hojas

Me interrogaron en una cocina.

El departamento de policía de Mercy Falls era pequeño y, al parecer, no estaba acondicionado para practicar interrogatorios. Koenig me hizo pasar por una sala llena de oficinistas que interrumpieron la conversación para mirarme, y luego por dos despachos llenos de mesas y de siluetas uniformadas sentadas ante ordenadores. Al fin llegamos a un cuarto diminuto con un fregadero, una nevera y dos máquinas expendedoras. Era la hora de comer y en el cuarto flotaba un olor abrumador, una mezcla de platos precocinados mexicanos y vómito. Hacía un calor de mil demonios.

Koenig me condujo a una silla de madera colocada junto a una mesa plegable. Recogió unas cuantas servilletas, una lata de refresco y un plato en el que quedaba un trozo de tarta de limón, lo tiró todo a la basura y se quedó en el umbral, de espaldas a mí. Lo único que veía de él era la parte posterior de su cabeza; la línea del pelo casi rapado que se le marcaba en la nuca pareció inquietantemente perfecta. Justo en esa línea nacía una cicatriz marrón, tal vez recuerdo de una quemadura, que bajaba hasta desaparecer por el cuello de la camisa. Pensé en la historia que habría detrás de aquella cicatriz. Quizá no fuese dramática como la de mis muñecas, pero alguna historia tendría. La idea de que todo el mundo tenía algo que contar sobre una herida, visible o no, me dejó exhausto, agobiado por el peso de tantos pasados ocultos.

Koenig hablaba en voz baja con alguien que estaba en el pasillo. Solo pude distinguir fragmentos de su conversación:

—Samuel Roth… No… Orden de detención… ¿Cadáver?… Lo que encuentre.

El calor me daba ganas de vomitar. Se me hizo un nudo en el estómago y se me revolvieron las tripas. De repente, tuve la horrible sensación de que, a pesar del calor; o precisamente debido al calor, iba a transformarme allí mismo, en aquel diminuto cuarto donde no tendría escapatoria.

Reposé la cabeza sobre los brazos. Pese a oler a comida rancia, la superficie de la mesa estaba fresca. Notaba pinchazos y retortijones en el vientre; por primera vez en muchos meses, me sentí inseguro en mi propia piel.

Por favor, no te transformes. Por favor, no te transformes.

Cada vez que respiraba me repetía aquellas palabras para mis adentros.

—¿Samuel Roth?

Levanté la cabeza. Un agente con bolsas debajo de los ojos estaba plantado en la puerta. Olía a tabaco. Tuve la sensación de que todo lo que me rodeaba en aquella habitación estaba diseñado para arremeter contra mis sentidos lobunos.

—Soy el agente Heifort. ¿Te importa que el agente Koenig se quede en la sala mientras hablamos?

No sabía si me saldría la voz, así que me limité a negar con la cabeza. Seguía con los brazos apoyados en la mesa. Notaba una abrumadora sensación de vacío en el pecho, como si todo lo que hubiese allí dentro estuviese suelto.

Heifort apartó la silla que quedaba frente a mí hasta dejar sitio para su barriga y se sentó. Llevaba un bloc de notas y una carpeta que dejó sobre la mesa. Detrás de él, en el umbral, estaba Koenig de brazos cruzados. Aunque Koenig tenía mucha más pinta de poli, la familiaridad de su presencia ejercía un efecto tranquilizador en mí. Al policía barrigón parecía hacerle mucha ilusión la idea de interrogarme.

—Esto es lo que vamos a hacer —anunció—. Te haré una serie de preguntas y tú las contestas lo mejor que puedas, ¿de acuerdo?

Su voz poseía una jovialidad de la que carecía su mirada. Asentí con la cabeza.

—¿Por dónde anda tu padre últimamente, Sam? Hace tiempo que no vemos a Geoffrey Beck.

—Ha estado enfermo —repuse; era más fácil contar una mentira que ya había utilizado antes.

—Lo siento —dijo Heifort—. ¿Es grave?

—Cáncer —contesté y, mirando la mesa, añadí—: Lo están tratando en Minneapolis.

Heifort tomó nota. Deseé que no lo hubiese hecho.

—¿Conoces la dirección del hospital? —preguntó.

Me encogí de hombros tratando de parecer triste.

—Ya lo averiguaré más tarde —dijo Koenig.

Heifort también tomó nota de eso.

—¿Por qué me están interrogando? —pregunté.

Sospechaba que no tenía tanto que ver con Beck como con Grace, y algo en mi fuero interno se negaba a que me detuviesen por la desaparición de alguien a quien había tenido en mis brazos la noche anterior.

—Bueno, ya que lo preguntas… —dijo Heifort sacando la carpeta de debajo del bloc de notas.

Extrajo una foto y me la puso delante. Era un primer plano de un pie: el pie de una chica, esbelto y largo. El trozo de pierna que se distinguía estaba desnudo y descansaba sobre un lecho de hojas. Había sangre entre los dedos.

Hice una larga pausa entre una respiración y la siguiente.

Heifort colocó otra fotografía sobre la primera.

Me estremecí y aparté la mirada, aliviado y horrorizado al mismo tiempo.

—¿Te dice algo esta fotografía?

Era una foto sobreexpuesta de una chica desnuda, blanca como la nieve, delgadísima, tirada sobre las hojas del suelo. Tenía la cara y el cuello destrozados. La conocía. La última vez que la había visto tenía la piel bronceada, sonreía y le latía el corazón.

Ay, Olivia. Cuánto lo siento.

—¿Por qué me enseña esto? —pregunté.

No era capaz de mirar la foto. Olivia no merecía que los lobos la mataran. Nadie merecía morir así.

—Esperábamos que pudieses aclararnos algo —dijo Heifort.

A medida que hablaba iba dejando sobre la mesa más fotografías del cadáver, cada una tomada desde un ángulo diferente. Deseé que parase; necesitaba que parase.

—Al fin y al cabo —prosiguió—, la encontramos en las inmediaciones de la finca de Geoffrey Beck. Desnuda. Después de haber estado desaparecida una buena temporada.

Un hombro desnudo embadurnado de sangre. La piel cubierta de tierra. La palma de la mano vuelta hacia arriba. Cerré los ojos, pero no conseguí librarme de aquellas imágenes. Sentí que se habían infiltrado dentro de mí para tomar forma y poblar mis pesadillas.

—Yo no he matado a nadie —aseguré en un tono que me resultó poco convincente, como si lo hubiese dicho en un idioma que no dominaba.

—Oh, esto ha sido obra de los lobos —dijo Heifort—. La mataron ellos. Pero no creemos que fueran los lobos quienes la desnudaron y la dejaron junto a esa finca.

Abrí los ojos, pero no miré las fotografías. Había un tablero de corcho en la pared con un trozo de papel clavado donde se leía: «POR FAVOR, LIMPIE EL MICROONDAS SI SU COMIDA SALTA AL CALENTARLA. GRACIAS. LA DIRECCIÓN».

—Le juro que no tengo nada que ver con eso. No sabía dónde estaba. Yo no he sido —en mi interior pesaba una sospecha: sabía quién la había matado—. ¿Por qué iba a hacer algo así?

—La verdad, amigo, es que no tengo ni idea —reconoció Heifort; no supe por qué había dicho «amigo», ya que su tono de voz desentonaba completamente con aquella palabra—. Lo ha hecho algún hijo de puta desquiciado, y me cuesta mucho meterme en su cabeza. Lo único que sé es esto: dos chicas que te conocían han desaparecido en el transcurso del último año. Tú fuiste la última persona que vio a una de ellas. No hemos tenido noticias de tu padre adoptivo desde hace meses, y tú eres el único que parece saber dónde está. Ahora nos encontramos el cadáver de una de las chicas cerca de tu casa, desnudo y con señales de inanición. Parece lo típico que solo haría un hijo de puta muy perturbado. Y ahora mismo tengo delante a un chico al que maltrataron sus padres y, según dicen, le jodieron la vida. ¿Te importaría hablarnos del tema?

Hablaba lentamente y en tono cordial. Koenig parecía absorto en la fotografía de un barco que nunca había navegado cerca de Minnesota.

Al principio, cuando Heifort había empezado a hablar, la rabia me había removido algo por dentro y, a medida que continuaba, esa sensación había ido creciendo. Después de todo lo que había sufrido, no estaba dispuesto a que me resumiesen en una frase como aquella. Levanté la vista y miré a Heifort fijamente. Su expresión se tensó un poco y supe que, como siempre, mis ojos amarillos lo desconcertaban. De pronto me sentí muy tranquilo y en mi voz resonaron las palabras de Beck.

—¿Es una pregunta, agente? Creía que me había hecho venir para que ofreciese una coartada, para que le describiese mi relación con mi padre o para que le confirmase que haría cualquier cosa por Grace. Pero todo apunta a que está poniendo en tela de juicio mi salud mental. No tengo ni idea de lo que se me imputa. ¿Me está acusando de secuestrar chicas? ¿De asesinar a mi padre? ¿De dedicarme a trasladar cadáveres de aquí para allá? ¿O simplemente piensa que soy un desequilibrado?

—Eh, eh, tranquilo —dijo Heifort—. No te estoy acusando de nada, Samuel. Haz el favor de controlar ese arrebato de ira juvenil, porque nadie te está acusando de nada.

No me sentí mal por haberle mentido antes, ya que él lo estaba haciendo ahora. ¿No me estaba acusando? ¡Y una mierda!

—¿Qué quiere que le diga? —empujé todas las fotos de Olivia hacia él—. Esto es horrible, pero yo no he tenido nada que ver.

Heifort dejó las fotografías donde estaban. Se giró sin levantarse de la silla para lanzarle a Koenig una mirada elocuente, pero Koenig permaneció impasible. Entonces se volvió de nuevo hacia mí haciendo crujir la silla y se frotó un ojo.

—Samuel, quiero saber dónde están Geoffrey Beck y Grace Brisbane. Llevo demasiado tiempo en este oficio para creer que las casualidades existen. ¿Sabes cuál es el denominador común en todo esto? Tú.

No dije nada. Yo no era el denominador común.

—¿Piensas colaborar y decirme algo, o vamos a tener que hacerlo por las malas? —presionó Heifort.

—No tengo nada que añadir.

Heifort se quedó mirándome un buen rato, como si esperara encontrar en mi expresión algo que me delatase.

—Me temo que tu padre adoptivo no te ha hecho ningún favor enseñándote a hablar como un abogado —dijo por fin—. ¿Es todo lo que tienes que decir?

Tenía muchísimas cosas que decir, pero no a él. Si el interrogatorio lo hubiese llevado a cabo Koenig, le habría dicho que lo que más deseaba en el mundo era que Grace apareciese. Y que quería que Beck volviese. Y que no era mi padre adoptivo, sino mi padre a secas. Y que no sabía lo que le había pasado a Olivia, pero que lo único que intentaba era mantenerme a flote. Que necesitaba que me dejasen en paz, nada más. Que me dejasen en paz para intentar superarlo a mi manera.

—Si —concluí.

Heifort frunció el ceño en un gesto de duda.

—Pues hemos terminado de momento. William, encárgate del chico, ¿quieres? —añadió tras una pausa.

Koenig asintió brevemente mientras Heifort se apartaba de la mesa y se levantaba. Me costó algo menos respirar una vez hubo desaparecido por el pasillo.

—Te llevaré a tu coche —dijo Koenig indicándome con un gesto que me levantase.

Le hice caso y me sorprendió encontrar tierra firme bajo mis pies, aunque las piernas aún me temblaban un poco. Los dos echamos a andar por el pasillo, pero Koenig se paró en seco cuando le sonó el móvil. Se lo sacó del cinturón y miró la pantalla

—Espera, tengo que atender esta llamada. ¿Sí? William Koenig. Sí, señor. Espere. ¿Qué ha pasado ahora?

Metí las manos en los bolsillos. Estaba algo mareado: tenía los nervios de punta tras el interrogatorio, el estómago vacío, y esas fotos de Olivia… La voz de Heifort sonó en el despacho que quedaba a mi izquierda. Los oficinistas se rieron: debía de haber hecho alguna gracia. Me pareció increíble que pudiese desconectar con tanta facilidad y pasar instantáneamente de un arrebato de ira justiciera por la muerte de una chica a contar chistes en el cuarto de al lado.

Koenig, al teléfono, intentaba convencer a su interlocutor de que el hecho de que su mujer le cogiese el coche no constituía un robo aunque estuviesen separados, ya que se trataba de un bien conyugal.

—Hola, Tom —dijo entonces alguien.

Probablemente hubiese decenas de Toms en Mercy Falls, pero supe de inmediato de quién se trataba. Reconocí el olor de su loción de afeitado y se me puso la piel de gallina.

El despacho tenia una ventana que daba a la entrada, justo enfrente de nosotros, y por allí asomaba Tom Culpeper. Estaba haciendo sonar las llaves en el bolsillo del abrigo, uno de esos abrigos que pueden describirse como «resistentes», «clásicos» y «de cuatrocientos dólares» que lleva la gente que pasa más tiempo subida en un todo terreno que trabajando en un establo. Tenía la mirada gris y hundida de alguien que no ha dormido, pero su voz sonaba suave y controlada. Era la voz de un abogado.

Intenté decidir qué era peor si arriesgarme a hablar con Culpeper o hacer frente al olor a vómito de la cocina. Me planteé una retirada.

—¡Tom! ¡Granuja! —exclamó Heifort—. Espera, ahora te abro.

Salió disparado del despacho, recorrió el sinuoso pasillo que llevaba hasta el cuarto donde estaba Culpeper, le abrió la puerta y le dio una palmada en el hombro. Estaba claro que se conocían.

—¿Has venido por trabajo o solo para liarla? —preguntó.

—He venido a ver el informe forense —dijo Culpeper—. ¿Qué tenia que decir sobre el tema el hijo de Geoffrey Beck?

Heifort se apartó ligeramente para que Culpeper pudiese verme.

—Ah, hablando del rey de Roma…

Habría sido un gesto de educación por mi parte saludarlo, pero no dije nada.

—¿Cómo está tu viejo? —preguntó Culpeper.

Estaba claro que su pregunta era irónica, y no solo porque el bienestar de Beck no le importaba lo más mínimo, sino también porque Culpeper no era en absoluto la clase de persona que emplearía la palabra «viejo».

—Me sorprende que no te haya acompañado —añadió.

—Lo habría hecho si hubiese podido —repuse con crudeza.

—He estado hablando con Lewis Brisbane, ¿sabes? Para ofrecerle asesoramiento legal. Los Brisbane saben que pueden contar conmigo si me necesitan.

Ni siquiera me atrevía a pensar en las consecuencias de que Tom Culpeper se convirtiera en abogado y confidente de los padres de Grace. En cualquier caso, la posibilidad de una relación cordial con ellos en el futuro parecía increíblemente remota. De hecho, la posibilidad de cualquier futuro que me hubiese planteado en algún momento parecía increíblemente remota.

—¿Estás colocado o qué? —preguntó asombrado Tom Culpeper.

Comprendí que me había quedado demasiado tiempo callado, dejando que mi cara reflejara lo que sentía Culpeper negó con la cabeza en un gesto no tanto de crueldad como de estupefacción ante lo raritos que éramos los inadaptados.

—Te daré un consejo: prueba a alegar enajenación mental, y que Dios nos ampare. Beck siempre ha tenido debilidad por los tarados.

En honor de Heifort he de decir que intentó reprimir una sonrisa.

Koenig cerró el móvil con fuerza y entornó los ojos.

—Señores —anunció—, voy a acompañar al señor Roth a su coche a menos que lo necesiten para algo más.

Heifort negó con la cabeza en un gesto lento y solemne.

Culpeper se volvió hacia mí con las manos en los bolsillos. No había rabia en su voz; al fin y al cabo, guardaba en la manga todos los ases de la baraja.

—Cuando veas a tu padre —sentenció—, dile que todos sus lobos habrán desaparecido dentro de dos semanas. Deberíamos haberlo hecho hace mucho tiempo. No sé a qué creíais que estabais jugando, pero se acabó.

Tom Culpeper me escrutó, aunque no con aire vengativo; la suya era una herida que se reabría demasiado a menudo para cicatrizar. ¿Quién era yo para juzgarlo? Culpeper no sabía la verdad. No podía saberla. Pensaba que los lobos no eran más que simples animales, y que nosotros éramos unos vecinos irresponsables que daban prioridad a lo que no debían.

Pero también vi algo más: no pararía hasta vernos muertos.

Koenig me agarró del brazo y miró a Culpeper.

—Creo que está confundiendo al hijo con el padre, señor Culpeper.

—Es posible —repuso—. Aunque ya conoce el dicho: «De tal palo…».

La gracia de aquel dicho estaba en que era cierto.

—Vámonos —me dijo Koenig.