CAPÍTULO TREINTA Y SEIS
Cole
Tras salir de casa de los Culpeper, me dediqué a dar vueltas con el coche. Iba en el viejo BMW ranchera de Ulrik, llevaba algo de dinero y no tenía a nadie que me lo prohibiese.
En la radio sonaba una canción de un grupo que en una ocasión había sido telonero nuestro. Su actuación fue tan desastrosa que me hizo sentir un virtuoso, algo difícil de conseguir en aquella época. Debería haberles dado las gracias por hacernos quedar bien. El cantante se llamaba Mark, o Mike, o Mack, o Abel, o algo así. Después del concierto se acercó a mí, borracho como una cuba, y me dijo que yo había sido su mayor influencia. Saltaba a la vista.
Ahora, un millón de años después, el locutor describía el single como el único éxito del grupo. Yo seguía dando vueltas con el coche. El móvil de Sam estaba mudo en mi bolsillo, pero por una vez me daba igual. Le había dejado un mensaje a Isabel que no requería que me devolviese la llamada. Me bastaba con habérselo dicho.
Llevaba las ventanillas bajadas y el brazo fuera, azotado por el viento y con la palma de la mano húmeda por la niebla. El paisaje de Minnesota se extendía a los lados de la carretera: pinos achaparrados, rocas amontonadas al azar, casas sin gracia y lagos que de repente brillaban detrás de los árboles. Pensé que los habitantes de Mercy Falls debían de haber decidido hacerse casas feas para compensar un poco la belleza del paisaje. Para evitar que el pueblo explotase por un exceso de encanto, o algo así.
Seguí dando vueltas a lo que le había contado a Isabel: que estaba pensando en llamar a mi familia. En general le había dicho la verdad, solo que la idea de llamar a mis padres me resultaba desagradable e imposible. En el diagrama de conjuntos formado por mis padres y yo, la intersección estaba vacía.
Pero aún pensaba en llamar a Jeremy. Jeremy, el bajista-yogui del grupo. Me preguntaba qué tal le iría sin Victor y sin mí. Me gustaba imaginarme que habría empleado su dinero en irse a la India de mochilero o algo por el estilo. Lo que hacía que me apeteciese llamar a Jeremy y a nadie más era que nadie había llegado a conocerme mejor que Victor y él. En realidad NARKOTIKA era eso: un modo de conocer a Cole St. Clair. Victor y Jeremy se habían pasado varios años ayudándome a describir cuánto dolía ser yo a cientos de miles de oyentes.
Lo hacían tan a menudo que eran capaces de hacerlo sin mí. Recuerdo una entrevista en la que me suplantaron tan bien que no me molesté en contestar a ninguna otra. Nos estaban entrevistando en la habitación del hotel a primera hora de la mañana porque después teníamos que coger un avión. Victor estaba resacoso y de mala leche, y Jeremy comía barritas de cereales frente a una mesa baja de cristal. La habitación tenía un balcón estrecho con vistas a ninguna parte; yo había abierto la puerta y estaba tumbado en el suelo. Había estado haciendo abdominales con los pies enganchados al travesaño inferior de la barandilla, pero ahora contemplaba las estelas que dejaban los aviones en el cielo. El entrevistador estaba sentado con las piernas cruzadas en una de las camas sin hacer. Era joven, estaba colocado, tenía prisa y se llamaba Jan.
—¿Quién compone las canciones? —preguntó—. ¿O lo hacéis entre todos?
—Lo hacemos entre todos —dijo Jeremy recreándose en cada palabra; le había dado por hablar con acento sureño y se había convertido al budismo, todo al mismo tiempo—. Cole escribe la letra, yo le llevo café, luego compone la música y Victor le lleva galletitas.
—Entonces, casi todo lo compones tú, ¿no, Cole? —Jan levantó la voz para que pudiese oírlo mejor desde el balcón—. ¿De dónde sacas la inspiración?
Desde mi posición estratégica, mirando hacia arriba podía ver dos cosas: las fachadas de ladrillo de los edificios de enfrente y un recuadro de cielo incoloro justo encima. Tumbado de espaldas, todas las ciudades parecían iguales.
Jeremy partió un trozo de una barrita y todos oímos caer las migajas en la mesa.
—A eso no va a contestar —dijo Victor desde la otra cama, tan gruñón como si estuviera a punto de venirle la regla.
Jan parecía sorprendido, como si yo fuese el primero de sus entrevistados que se negaba a contestar esa pregunta.
—¿Por qué no?
—Porque no. No soporta que le pregunten eso —repuso Victor. Iba descalzo, y estiró los dedos de los pies con un leve crujido—. Tío, es una chorrada de pregunta. La vida, ¿vale? De ahí sacamos la inspiración.
Jan garabateó algo. Era zurdo y escribía en una postura muy rara, como si fuese un muñeco Ken al que le hubiesen ensamblado mal las piezas. Deseé que estuviera anotando: «No volver a hacer esta pregunta nunca más».
—Vale. Eh… Vuestro EP Uno/Otro ha entrado en la lista de Billboard de los diez discos más vendidos. ¿Qué os parece este éxito tan increíble?
—Yo voy a comprarle a mi madre un BMW —dijo Victor—. No, voy a comprarle toda Baviera. Los BMW los hacen allí, ¿no?
—El éxito es un concepto arbitrario —contestó Jeremy.
—El siguiente será mejor —dije. Era la primera vez que afirmaba aquello en voz alta, pero como ya lo había dicho, automáticamente pasaba a ser verdad.
Jan siguió escribiendo y leyó la siguiente pregunta que tenía apuntada.
—Eh… Eso significa que habéis desplazado al disco de Human Parts Ministry del primer puesto en la lista de los más vendidos, donde llevaba más de cuarenta semanas. Perdón, cuarenta y una. Os juro que en la entrevista no habrá erratas. Joey, de Human Parts Ministry, ha dicho que si Mira arriba mira abajo ha tenido tanto éxito es porque mucha gente se ha identificado con la letra. ¿Creéis que los oyentes se identifican con la letra de Uno/Otro?
Uno/Otro trataba del Cole que sonaba por los altavoces del escenario, frente al Cole que vagaba de noche por los pasillos de los hoteles. Uno/Otro era la certeza de que estaba rodeado de adultos que llevaban una vida que yo me negaba a llevar. Era el zumbido que oía dentro de mi cabeza y que me decía que hiciese algo, pero yo no encontraba nada importante que hacer. Era la parte de mí que se comportaba como una mosca golpeándose una y otra vez contra una ventana. Era la inutilidad de hacerse mayor. Era una melodía de piano que me había salido bien a la primera. Era el día que había recogido a Angie para salir y había aparecido vestida con una chaqueta que le hacía parecer su madre. Eran caminos que acababan en callejones sin salida, carreras que acababan en un despacho y canciones cantadas a gritos en un gimnasio por la noche. Era haber comprendido que la vida era aquello y que yo allí no pintaba nada.
—No —contesté—. Es por la música.
Jeremy se acabó la barrita de cereales y Victor hizo crujir los nudillos. Vi gente del tamaño de un microbio sobrevolándome en un avión del tamaño de una hormiga.
—He leído que de pequeño cantabas en el coro de una iglesia, Cole —dijo Jan consultando sus notas—. ¿Sigues siendo católico practicante? ¿Y tú, Victor? Ya sé que tú no, Jeremy.
—Creo en Dios —respondió Victor en tono poco convincente.
—¿Y tú, Cole? —insistió Jan.
Contemplé el cielo vacío a la espera de ver pasar otro avión. Era eso o mirar las fachadas de los edificios. Lo uno / lo otro.
—Voy a decirte una cosa sobre Cole —dijo Jeremy; en aquel silencio, sonaba como si estuviese subido a un pulpito—. La religión de Cole es desmontar lo imposible. No cree en los imposibles. No acepta un no por respuesta. La religión de Cole es esperar a que alguien le diga que algo es imposible para hacerlo. Cualquier cosa. Da igual lo que sea, mientras no pueda hacerse. ¿Quieres saber cómo fue el origen del mundo? En los albores del tiempo había un océano y un vacío; del océano, Dios creó el mundo, y del vacío creó a Cole.
Victor se echó a reír.
—Creía que eras budista —dijo Jan.
—A ratos —contestó Jeremy.
Desmontar lo imposible.
Los pinos que flanqueaban la carretera eran tan altos que me pareció estar recorriendo un túnel que me llevaría al centro de la Tierra. Hacía ya no sé cuántos kilómetros que había dejado atrás Mercy Falls.
Volvía a tener dieciséis años y la carretera se desplegaba ante mí con una infinidad de posibilidades. Me sentía limpio, vacío, perdonado. Podía pasarme la vida conduciendo e ir a cualquier parte. Podía ser cualquier persona. Pero sentí que el bosque de Boundary tiraba de mí y, por una vez, el hecho de ser Cole St. Clair dejó de parecerme una maldición. Tenía una meta, un objetivo, y era imposible: encontrar una cura.
Estaba a punto de lograrlo.
El coche volaba sobre la carretera, tanto que el viento me había dejado la mano helada. Por primera vez en mucho tiempo, me sentía poderoso. El vacío que era yo, aquello que pensaba que nunca podría llenar ni satisfacer, había entrado en el bosque, y el bosque me había hecho perderlo todo, incluidas las cosas que ni siquiera sabía que quería conservar.
Y al final era Cole St. Clair con una nueva piel. Tenía el mundo a mis pies y todo el día por delante para recorrer kilómetros.
Saqué el móvil de Sam y marqué el número de Jeremy
—Jeremy —dije.
—Cole St. Clair… —repuso lentamente, como si no le sorprendiese.
Se hizo el silencio al otro extremo de la línea. Como Jeremy me conocía, no tuvo que esperar a que se lo dijese.
—No vas a volver, ¿verdad?