CAPÍTULO TREINTA Y CINCO
Sam
No me apetecía mucho ir a trabajar aquella mañana, con el fin del mundo a la vuelta de la esquina, pero como no se me ocurría ninguna excusa convincente que ponerle a Karyn, salí de casa y fui en coche hasta Mercy Falls. No soportaba seguir oyendo cómo la Grace loba arañaba las paredes del baño de la planta baja, así que me alivió marcharme. Pero me sentía culpable por ver las cosas así: aunque yo no fuese testigo de su pánico, Grace seguiría sintiéndolo.
Hacía un día precioso; por primera vez en una semana, no parecía que fuese a llover. El cielo era de un azul somnoliento e intenso, casi veraniego. Las hojas de los árboles mostraban mil tonos de verde, desde un matiz eléctrico y plástico hasta un tono casi negro. En lugar de aparcar detrás de la tienda como hacía siempre, aparqué en la calle principal, lo bastante lejos del centro para no tener que meter dinero en el parquímetro; en Mercy Falls, esa distancia equivalía a unas pocas manzanas. Dejé la cazadora en el asiento del copiloto, me metí las manos en los bolsillos y eché a andar.
Mercy Falls no era un pueblo rico, pero sí pintoresco a su manera, y esa misma cualidad hacía del centro un lugar bastante próspero. Su encanto, al que había que añadir que estaba cerca de la preciosa zona de Boundary Waters, era todo un reclamo turístico. Y como los turistas traían dinero, en Mercy Falls había varias manzanas de tiendas para que se dejasen parte de él en el pueblo. Muchas eran tiendas de ropa, de esas en las que entraban solo las mujeres mientras sus maridos esperaban en el coche o fisgoneaban en la ferretería de la calle Grieves. Aun así, eché un vistazo a los escaparates que me encontré a mi paso. Iba andando por el bordillo para que me alcanzasen los tímidos rayos del sol de la mañana. Era una sensación agradable, un pequeño premio de consolación en aquella semana terrible y maravillosa a la vez.
Pasé de largo una tienda que vendía ropa y adornos, me detuve y di media vuelta para echar otro vistazo al escaparate. Había un maniquí sin cabeza que llevaba un vestido veraniego de color blanco. Era una prenda muy sencilla, con tirantes estrechos y un cinturón suelto, de algo que, según creía recordar, se llamaba tela calada. Me imaginé a Grace con él puesto, con aquellos tirantes finos sobre los hombros, un triángulo de piel desnuda bajo la garganta, el bajo justo sobre la rodilla. Me imaginé sus caderas bajo aquel tejido tan fino y mis manos frunciendo la tela a la altura de su cintura al atraerla hacia mí. Era un vestido informal, un vestido pensado para el verano, y me hizo pensar en campos de hierba tibia y en melenas rubias aclaradas por un sol muy seguro de sí mismo.
Me quedé allí de pie durante un buen rato, contemplándolo, deseando todo lo que representaba. Quizá fuese una tontería pensar en eso cuando había tanto en juego. Desplace el peso de mi cuerpo de una pierna a otra hasta tres veces, incapaz de retomar mi camino, y cada vez volvía a ver la imagen de Grace —el viento levantándole el borde del vestido y presionando la tela contra el vientre y los pechos— y me quedaba paralizado frente al escaparate.
Lo compré. Llevaba cuatro billetes de veinte en la cartera —Karyn me había pagado en efectivo la semana anterior—, y me fui de allí con uno solo y el vestido en una bol sita. Volví sobre mis pasos para dejarlo en el coche y luego fui a The Crooked Shelf con la cabeza gacha, sintiendo calor e inseguridad por haber comprado un regalo que costaba más de lo que ganaba en un día de trabajo. ¿Y si no le gustaba? Tal vez hubiese debido guardar el dinero para comprar un anillo. Aunque Grace hablase en serio y de verdad quisiera casarse conmigo, cosa que me parecía imposible en aquel momento, la idea de regalarle un anillo me parecía muy remota. No tenía ni idea de cuánto podía costar; quizá necesitase ponerme a ahorrar. ¿Y si al anunciarle que tenía un regalo para ella se llevaba una desilusión por no ver lo que esperaba? De repente me sentí como el chico de diecinueve años más joven y más viejo del planeta. ¿Qué hacía yo pensando en anillos? ¿Y por qué no había caído antes en la cuenta? Por otra parte, con lo pragmática que era Grace, a lo mejor le molestaba que le hubiese comprado un regalo en lugar de solucionar el tema de la cacería.
Esas eran las dudas que me asaltaban de camino a la librería. Al levantar la persiana, absorto en mis pensamientos, la tienda me pareció un lugar solitario y ajeno al paso del tiempo. Era sábado, así que una hora después de abrir, Karyn entró por la puerta de atrás y se encerró en la diminuta trastienda para pasar pedidos y hacer cuentas. Karyn y yo teníamos una relación de lo más sencilla; me gustaba saber que estaba en la tienda aunque no nos dirigiésemos la palabra.
No había clientes y me sentía inquieto, así que me acerqué a su oficina. El sol se asomaba con ímpetu por el escaparate y extendía sus largos dedos hasta el fondo de la tienda, calentándome el cuerpo mientras me apoyaba en el marco de la puerta.
—Hola —dije.
Karyn estaba rodeada de montones de facturas y catálogos de libros. Levantó la vista y me dedicó una agradable sonrisa. En mi opinión, todo en ella resultaba agradable: era una de esas mujeres que siempre se sienten cómodas consigo mismas y con el mundo, ya lleven puesto un forro polar o un collar de perlas. Si sus sentimientos hacia mí habían cambiado desde la desaparición de Grace, no se le notaba. Deseaba poder decirle lo mucho que le agradecía su amabilidad impasible.
—Se te ve contento —dijo.
—¿En serio?
—Más contento que antes —matizó—. ¿Ha habido mucho trabajo?
Me encogí de hombros.
—No demasiado. He barrido y limpiado unas huellas pequeñitas en el escaparate.
—Niños, ¿quién los necesita? —preguntó Karyn; por supuesto, era una pregunta retórica—. Si hiciese más calor, tendríamos clientes. Y si hubiese salido ya el nuevo libro de Tate Flaugherty, habría aquí una multitud. A lo mejor deberíamos preparar el escaparate para la promoción. ¿Qué te parece un decorado tipo Alaska para Caos en Juneau?
Hice una mueca.
—Acabamos de salir de un decorado tipo Alaska que ocupaba toda Minnesota.
—Ajá. Tienes razón.
Pensé en mi guitarra, en la aurora boreal y en las canciones que tenía que componer sobre los últimos días.
—Deberíamos poner biografías de músicos —sugerí—. El escaparate quedaría muy bonito.
Karyn me señaló con su lápiz.
—Anótate un punto.
Bajó la mano y dio golpecitos con el lápiz en la carta que tenía sobre la mesa, un gesto que de repente me recordó a Grace.
—Sam, sé que Beck está… enfermo, y que quizá esto que voy a decirte no sea una prioridad ahora mismo, pero ¿has pensado qué vas a hacer con lo de la universidad?
Parpadeé al escuchar la pregunta y me crucé de brazos. Su mirada recayó en mis brazos cruzados, como si formasen parte de mi respuesta.
—No lo he pensado mucho —no quería que creyese que estaba desmotivado, de modo que añadí—: Antes quiero saber a qué universidad irá Grace.
Tardé medio segundo en darme cuenta de que ese último comentario sobraba por tres razones, y el hecho de que Grace estuviese desaparecida oficialmente era la principal.
Al rostro de Karyn no asomaron ni la pena ni el asombro. Simplemente me dedicó una mirada pensativa, frunció los labios y descansó la barbilla sobre uno de los pulgares. Entonces intuí que lo sabía todo de nosotros y que aquello no era más que una comedia que Beck y yo habíamos representado para ella.
Ni se te ocurra preguntar.
—He pensado que si no retomas los estudios de inmediato, quizá quieras trabajar aquí a tiempo completo —dijo: no eran las palabras que esperaba oír de su boca así que no respondí—. Ya sé lo que estás pensando: no está bien pagado. Por eso te subo el sueldo dos dólares la hora.
—No puedes permitírtelo.
—Vendes muchos libros. Me sentiría más tranquila si supiese que eres tú quien está siempre detrás del mostrador. Cada día que pasas sentado en ese taburete es un día sin que tenga que preocuparme de cómo va la tienda.
—Yo… —en realidad le agradecía la oferta, no tanto porque necesitase el dinero como por el voto de confianza que suponía. Sentí que la cara me ardía y que mis labios esbozaban una sonrisa
—Bueno, me siento un poco culpable por intentar mantenerte alejado de la universidad un año más. Pero si piensas esperar de todos modos… —añadió.
La campanilla de la puerta sonó al abrirse: uno de los dos tenía que salir y me alegré de ser yo. La conversación no me estaba resultando incómoda ni desagradable, pero necesitaba un momento para asimilarla, para considerar la oferta con un poco de perspectiva hasta estar seguro de qué expresión debía adoptar y qué palabras debía decir cuando volviese a hablar con Karyn. Tenía la impresión de estar siendo demasiado desagradecido, demasiado lento.
—¿Puedo darle un par de vueltas? —pregunté.
—Me extrañaría que no lo hicieses. Ya nos conocemos. Sam.
Le sonreí y me di la vuelta para volver a la tienda. Por eso estaba sonriendo cuando el agente de policía me vio aparecer. La sonrisa se me borró de la cara. De hecho, tardó demasiado en desvanecerse: mis labios aún reflejaban un sentimiento que había acabado unos segundos antes. Pensé que el policía podía haber entrado allí por cualquier motivo: para hablar con Karyn, por ejemplo. Tal vez solo quisiera hacer una preguntita rápida.
Pero en el fondo sabía que no era por eso.
Me di cuenta de que se trataba del agente William Koenig. Koenig era un tipo joven, sencillo, informal. Quise pensar que nuestros anteriores encuentros inclinarían la balanza a mi favor, pero su cara me aclaró todo lo que necesitaba saber. Había adoptado una expresión dura, la de alguien que se está arrepintiendo de haber sido amable en el pasado.
—Eres un tipo difícil de encontrar, Sam —dijo mientras yo me acercaba lentamente a él, con las manos colgando a los lados del cuerpo.
—¿En serio?
Me sentía incómodo, a la defensiva, aunque su tono de voz era desenfadado. No me preocupaba demasiado que me hubiera encontrado, aunque tampoco me hacía gracia que estuviese buscándome.
—Estaba seguro de que te localizaría aquí —prosiguió Koenig.
Asentí con la cabeza.
—Bien pensado.
Me daba la impresión de que debía preguntarle si podía hacer algo por él, pero en realidad no quería saberlo. Lo único que quería era que me dejasen en paz para poder digerir todo lo que me había ocurrido en las últimas setenta y dos horas.
—Tenemos unas cuantas preguntas que hacerte —dijo.
La puerta sonó de nuevo para dejar paso a una mujer. Llevaba un enorme bolso morado que atrajo mi mirada como un imán.
—¿Dónde están los libros de autoayuda? —me preguntó como si no se hubiera dado cuenta de que tenía delante a un policía. Tal vez la gente normal hablara con los policías desenfadadamente, aunque me costaba imaginármelo.
Si Koenig no hubiese estado allí, le habría dicho que cualquier buen libro servía como autoayuda y que si podía concretar un poco, y la mujer habría salido de allí con cuatro libros en lugar de uno. Ese era mi trabajo. Pero con Koenig delante, me limité a decir:
—Ahí. Los tiene usted detrás.
—En comisaría —dijo Koenig—. Para preservar tu intimidad.
Mi intimidad…
Aquello tenía muy mala pinta.
—¿Sam? —insistió Koenig.
Me di cuenta de que seguía con la mirada clavada en aquel bolso de piel morado que se movía lentamente por la tienda. A la mujer le había sonado el móvil y estaba hablando a voces.
—Vale —dije—. No tengo alternativa, ¿verdad?
—No puedo obligarte; si no quieres acompañarme, estás en tu derecho —repuso Koenig—. Pero con una orden de detención, todo es más desagradable.
Asentí con la cabeza. Palabras. Tenía que decir algo. ¿Qué tenía que decir? Pensé en Karyn sentada en la trastienda, pensando que todo iba bien porque yo estaba a cargo.
—Tengo que avisar a mi jefa de que me voy. ¿Puedo?
—Por supuesto.
Noté que me seguía con la mirada mientras me dirigía a la trastienda.
—Karyn —dije apoyándome en el marco de la puerta, sin lograr que mi voz sonase despreocupada. Me di cuenta de que casi nunca la llamaba por su nombre, y me sonó raro pronunciarlo—. Lo siento, tengo que marcharme un momento. El… eh… el agente Roenig quiere hacerme unas preguntas.
Durante un segundo, ni se inmutó. Luego endureció el gesto.
—¿Que quiere qué? ¿Está ahí fuera?
Se levantó de un salto y me aparté para que pudiese asomarse por la puerta. Koenig esperaba en el pasillo, contemplando una de las grullas de papel que yo había colgado de la barandilla.
—Agente, ¿hay algún problema? —preguntó Karyn.
Lo dijo en ese tono de voz enérgico y eficiente con el que trataba a los clientes difíciles, que no revelaba emoción alguna y que dejaba claro que no se andaba con tonterías. Los dos llamábamos a aquel tono «la Karyn de negocios», porque la transformaba en una persona completamente diferente.
—Señora… —dijo Koenig en tono de disculpa; era una reacción típica ante la Karyn de negocios—. Uno de nuestros investigadores tiene que hacerle algunas preguntas a Sam. Me ha pedido que lo lleve a comisaría para que puedan mantener una conversación en privado.
—¿Una conversación? —repitió Karyn—. ¿Una de esas conversaciones en las que es mejor que haya un abogado delante?
—Eso depende de Sam, pero ahora mismo no se le acusa de nada.
Ahora mismo.
Los dos lo oímos perfectamente. «A hora mismo» era otro modo de decir «de momento». Karyn me miró,
—Sam, ¿quieres que llame a Geoffrey? —supe que mi cara me delataba, porque se contestó ella sola—. No está disponible, ¿verdad?
—No me pasará nada —le aseguré.
—Esto podría considerarse acoso policial —le advirtió Karyn a Koenig—. Sam es una presa fácil porque es diferente a los de más. Si Geoffrey Beck estuviese en el pueblo, ¿estaríamos manteniendo esta conversación?
—Con el debido respeto, señora, sí Geoffrey Beck estuviese en el pueblo, estaríamos hablando con él.
Karyn hizo una mueca de disgusto y se quedó callada. Koenig dio un paso atrás para salir del pasillo central y dirigirse hacia la puerta. Vi un coche de policía aparcado en doble fila frente a la tienda, esperándonos.
Le estaba inmensamente agradecido a Karyn por haberme defendido y por haber actuado como si aquello fuese también asunto suyo.
—Sam, llámame si necesitas cualquier cosa o si te sientes incómodo. ¿Quieres que te acompañe?
—No me pasará nada —repetí.
—No va a pasarle nada —recalcó Koenig—. No pretendemos presionarle.
—Siento tener que irme —me disculpé: los sábados por la mañana Karyn solo iba a trabajar durante unas horas y luego dejaba la tienda en manos del que estuviese de turno. Le había echado a perder el día.
—Sam, no has hecho nada malo —respondió Karyn.
Se acercó a mí y me abrazó con fuerza. Olía a jacintos. Luego se dirigió al agente Koenig y sustituyó el tono de la Karyn de negocios por otro más acusador:
—Más vale que esto sea necesario.
Koenig me condujo por el pasillo hasta la puerta. Me di cuenta de que la mujer del bolso morado me observaba, aún con el móvil pegado a la oreja. El volumen estaba tan alto que los dos oímos a su interlocutora preguntar: «¿Lo están deteniendo?».
—Sam —dijo Koenig—, limítate a decir la verdad.
No tenía ni idea de lo que me estaba pidiendo.