CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO
Isabel
A la mañana siguiente, mi móvil sonó a las siete. Era una llamada desde el móvil de Sam. Normalmente, a las siete habría estado preparándome para ir al instituto, pero como era sábado estaba sentada en la cama poniéndome las zapatillas para salir a correr. Qué le iba a hacer: era presumida, y correr me ponía las piernas estupendas.
Abrí el móvil. No sabía qué esperar.
—¿Sí?
—Lo sabía —dijo Cole—. Sabía que lo cogerías si pensabas que era Sam.
—Dios mío. ¿Lo dices en serio?
—Muy en serio. ¿Puedo entrar?
Salté de la cama y fui hasta la ventana para echar un vistazo. Al final del camino de entrada vi el morro de una ranchera bastante fea.
—¿Estás en ese cacharro?
—Sí, y huele fatal —dijo Cole—. Te invitaría a hablar conmigo en la intimidad del coche, pero de verdad que huele muy fuerte. No se que será, pero apesta.
—¿Que quieres, Cole?
—Tu tarjeta de crédito. Necesito encargar una red de pesca, algunas herramientas y un par de somníferos que te juro que pueden comprarse sin receta. Ah, y los necesito para mañana.
—Será broma, ¿no?
—Le dije a Sam que podía atrapar a Beck. Voy a construir una trampa en el agujero que Grace tuvo la amabilidad de encontrar al caerse dentro. De cebo voy a poner la comida favorita de Beck, que él mismo tuvo el detalle de describir en su diario al contar una anécdota sobre un incendio en la cocina.
—Estás de broma, ¿verdad? Porque si no, diría que estoy hablando por teléfono con un loco.
—El olfato es el sentido más asociado con la memoria.
Suspiré y me tumbé en la cama con el teléfono pegado a la oreja.
—¿Y eso qué tiene que ver con lo de evitar que mi padre os mate a todos?
Hizo una pausa.
—Beck ya trasladó una vez a los lobos. Quiero preguntarle cómo lo hizo.
—¿Y una red, unas cuantas herramientas y unos medicamentos van a ayudarte a hacerlo?
—Si no, al menos son unos ingredientes estupendos para pasar un buen rato.
Miré hacia arriba. Hacía mucho tiempo, Jack había lanzado un pegote de plastilina al lugar donde el techo se encontraba con la pared inclinada, y allí seguía.
Suspiré.
—Vale. Cole. Nos vemos en la puerta lateral, junto a la escalera por la que subiste la otra vez. Aparca ese trasto en alguna parte donde no lo vean mis padres cuando se despierten. Y no hagas ruido.
—Yo nunca hago ruido —dijo Cole, y el teléfono enmudeció al mismo tiempo que se abría la puerta de mi habitación.
Tirada en la cama, miré hacia la puerta cabeza abajo y no me sorprendió ver entrar a Cole. Cerró con mucho cuidado. Llevaba unos pantalones con bolsillos a los lados y una camiseta negra. Parecía alguien famoso, pero empezaba a darme cuenta de que eso dependía de la pose, no de lo que llevase puesto. En mi habitación, tan etérea, llena de tejidos claros, almohadas que brillaban y espejos que te devolvían la sonrisa, Cole parecía fuera de lugar; pero estaba empezando a comprender que eso también dependía de cómo era y no de dónde estuviese.
—Así que hoy eres Barbie Campo a Través —dijo, y recordé que tenía puestas las zapatillas de correr y los pantalones cortos.
Cole avanzó hasta mi tocador y esparció una nube de mi perfume. El reflejo de Cole agitó la mano para despejar la niebla.
—No, soy Barbie sin Sentido del Humor —repuse.
Cole agarró mi rosario y apoyó el pulgar sobre una de las cuentas. Lo sostenía como si aquel fuese un gesto que le resultase familiar, aunque costaba imaginarse a Cole St. Clair entrando en una iglesia sin que esta se incendiase.
—¿No estaba cerrada con llave la puerta lateral? —pregunté.
—Qué va.
Cerré los ojos. Mirarlo estaba haciendo que me sintiese cansada. Sentí el mismo peso interior que había sentido en Il Pomodoro y pensé que lo que de verdad necesitaba era irme a alguna parte donde no me conociese nadie: empezar de nuevo sin llevar conmigo ninguna de mis decisiones, conversaciones o expectativas.
La cama suspiró cuando Cole se tumbó junto a mi. Olía a limpio, como a espuma de afeitar y a playa, y comprendí que debía de haberse arreglado antes de visitarme. Aquello también me hizo sentir rara.
Volví a cerrar los ojos.
—¿Cómo está Grace? ¿Cómo lleva lo de Olivia?
—Y yo qué sé. Se transformó anoche, así que la encerramos en el cuarto de baño.
—Yo no era amiga de Olivia —dije, porque me parecía importante que él lo supiese—. En realidad, no la conocía
—Yo tampoco —repuso Cole. Hizo una pausa y añadió en un tono diferente—: Me gusta Grace.
Lo dijo como si fuese algo muy serio y, por un momento, pensé que lo que quería decir era que estaba colado por ella, algo que me hubiera resultado inconcebible. Pero enseguida lo aclaró:
—Me gusta verla junto a Sam. Hasta ahora nunca había creído en el amor; pensaba que era algo que James Bond se inventó hace mucho tiempo para poder echar algún que otro polvo.
Nos quedamos tumbados unos minutos más sin decir nada. Fuera, los pájaros empezaban a despertarse. La casa estaba en silencio: aquella mañana no hacía tanto frío como para encender la calefacción. Me costaba no pensar en que Cole estaba tumbado a mi lado, aunque estuviese callado: olía muy bien, y yo me acordaba perfectamente de lo que había sentido al besarlo. También recordaba la última vez que había visto a Sam besando a Grace, y recordaba, más que ninguna otra cosa, la presión de la mano de Sam sobre ella. No creía que aquella imagen se correspondiese con la de Cole y yo besándonos. Al pensarlo, mi cabeza empezó a llenarse de voces que gritaban que deseaba a Cole y de otras que dudaban si estaba bien desearlo. Me sentí culpable, sucia y eufórica, como si ya hubiese cedido.
—Cole, estoy cansada —afirmé, y nada más decirlo pensé que no tenía ni idea de por qué lo había dicho.
No contestó. Se quedó tumbado, más callado que nunca.
Irritada por su silencio, luché contra las ganas de preguntarle si me había oído.
Por fin, en medio de un silencio tan profundo que oí cómo se separaban sus labios antes de hablar dijo:
—A veces pienso en llamar a casa.
Estaba acostumbrada al egocentrismo de Cole, pero aquello de tapar mi confesión con otra suya superaba todo lo que le había visto hacer hasta entonces.
—Pienso en llamar a casa y decirle a mi madre que no estoy muerto —continuó—. Pienso en llamar a mi padre y preguntarle sí le gustaría que hablásemos del efecto de la meningitis en la estructura celular O pienso en llamar a Jeremy, mi bajista, y decirle que no estoy muerto, pero que no quiero que me sigan buscando. Y decirles a mis padres que no estoy muerto, pero que no pienso volver a casa.
Se quedó callado durante tanto tiempo que pensé que había acabado de hablar. La luz de la mañana fue haciéndose más brillante en mi vaporosa habitación a medida que la niebla comenzaba a disiparse.
—Pero me canso solo de pensarlo —dijo al fin—. Me recuerda lo que sentía antes de irme: era como tener los pulmones de plomo. Como si ni siquiera pudiese plantearme que me importase nada. Como si desease que se muriesen todos, o morirme yo, porque no soporto el peso de tanta historia entre nosotros. Y todo eso, sin siquiera descolgar el teléfono. Estoy tan cansado que no quiero volver a despertar. Pero acabo de descubrir que no fue culpa suya que yo me sintiese así. Fue culpa mía desde el principio.
No respondí: estaba pensando otra vez en la revelación que había tenido en el cuarto de baño de Il Pomodoro. En ese deseo de terminar con todo de una vez, de sentirme acabada, de no desear nada. Pensé en lo bien que había descrito Cole la fatiga que me embargaba.
—Soy parte de lo que odias de ti misma —dijo Cole. No era una pregunta.
Pues claro que era parte de lo que odiaba de mí misma. Todo era parte de lo que odiaba de mí misma, no era nada personal.
—Me voy —dijo incorporándose.
Noté su calor donde había estado tumbado.
—Cole, ¿crees que soy amable?
—¿En plan «amable y simpática»?
—En plan «digna de que me amen».
Cole me miró fijamente y, por un segundo, tuve la extraña sensación de que podía ver exactamente qué aspecto había tenido de más joven y cuál tendría cuando fuese mayor. Era algo desgarrador, una mirada furtiva a su futuro.
—Puede ser —repuso—. Pero no dejas que nadie lo intente.
Cerré los ojos y tragué saliva.
—No sé cuál es la diferencia entre rendirme y no luchar —dije.
A pesar de tener los párpados cerrados con fuerza una se me escapó del ojo izquierdo. Me cabreó que se me escapa Me cabreó muchísimo.
La cama se inclinó bajo el peso de Cole y, más que verlo, sentí que se inclinaba sobre mí. Noté en la mejilla su respiración, cálida y acompasada. Dos respiraciones. Tres. Cuatro. Yo ya no sabía lo que quería. Entonces oí que dejaba de respirar y un segundo después noté sus labios sobre los míos.
No fue como nuestro primer beso, hambriento, urgente, desesperado. No fue como ningún beso que me hubiese dado con nadie. Fue tan suave como el recuerdo de un beso, tan dulce como si me hubiese acariciado los labios con las yemas de los dedos. Abrí la boca y me quedé quieta era un beso tranquilo como un susurro, nada que ver con el grito ansioso de la vez anterior Cole me tocó el cuello con la mano e hizo un poco de presión con e, pulgar en la piel junto a la mandíbula Fue una caricia no me hizo pensar «necesito más», sino «esto es lo que quiero».
Todo en el más absoluto silencio. Creo que ninguno de los dos respiraba.
Cole se incorporó lentamente y yo abrí los ojos. Tenía una expresión ausente, como siempre; era la cara que ponía cuando algo le importaba.
—Así es como te besaría si te quisiese —dijo.
Al ponerse de pie, ya no parecía alguien famoso. Recogió de la cama las llaves del coche, que se le habían salido del bolsillo, salió y cerró la puerta sin volver a mirarme.
Lo oí bajar por la escalera: los primeros cinco peldaños, lento y vacilante, y los demás corriendo.
Me puse el pulgar en el cuello donde Cole había posado el suyo y cerré los ojos. Aquello no se parecía ni a luchar ni a rendirse. No me había dado cuenta de que existía una tercera alternativa, y aunque lo hubiese sospechado, jamás habría adivinado que tenía algo que ver con Cole.
Exhalé larga y ruidosamente entre unos labios a los que acababan de besar; luego me incorporé y saqué la tarjeta de crédito.