CAPÍTULO TREINTA Y TRES

Sam

Hojas

Aquella noche fue Grace quien no pudo dormir. Yo me sentía como una copa vacía que se balanceaba y basculaba para recibir regueros de sueño; solo era cuestión de tiempo que se llenase del todo y me arrastrase.

Mi habitación estaba sumida en la oscuridad, a excepción de las luces de Navidad que adornaban el techo como diminutas constelaciones en un cielo claustrofóbico. Tenía intención de tirar del enchufe que había junto a la cama para quedarnos completamente a oscuras, pero el cansancio me susurraba al oído y me distraía. No entendía por qué estaba tan cansado, después de haber dormido por fin la noche anterior. Era como si mi cuerpo le hubiese cogido el gusto al sueño ahora que Grace estaba de nuevo a mi lado, y nunca fuese a tener suficiente.

Grace estaba sentada junto a mí, apoyada en la pared, con las piernas enredadas en las sábanas. Me pasaba una y otra vez la palma de la mano por el pecho, lo cual no me ayudaba a sentirme más despejado.

—Oye —murmuré alzando la mano para tocarla, aunque apenas llegué a rozarle el hombro—. Acuéstate aquí conmigo y duérmete.

Ella estiró los dedos y me los puso sobre la boca. Tenía una expresión nostálgica impropia de ella; en la penumbra, parecía otra chica con una máscara de Grace.

—No puedo dejar de pensar…

Era una sensación lo bastante familiar como para hacer que me incorporara un poco y me quedara apoyado en los codos. Sus dedos se deslizaron por mis labios y volvieron a mi pecho.

—Túmbate —dije—. Eso te ayudará.

Grace tenía una expresión triste e insegura; parecía una niña. Me incorporé y tiré de ella. Nos apoyamos en el cabecero de la cama y Grace posó la cabeza en mi pecho, justo donde antes tenía la mano. Olía a mi champú.

—No puedo dejar de pensar en ella —susurró en un tono más decidido, ahora que no nos mirábamos a la cara—. Y tampoco dejo de pensar en que debería estar en mi casa, Sam, pero no quiero volver.

No sabía muy bien qué responder a aquello. Yo tampoco quería que se marchase, pero era consciente de que aquel no era su sitio. De haber estado curada, habría insistido en que fuésemos a su casa para hablar con sus padres. Lo habríamos solucionado; los habríamos convencido de que íbamos en serio y no habríamos vuelto a dormir en la misma cama hasta que se mudase a mi casa debidamente. No me habría hecho ninguna gracia, pero habría tenido que conformarme. Ya le había dicho una vez que con ella quería hacer las cosas bien, y seguía pensando lo mismo.

Pero no había manera de hacer bien las cosas. Grace era una chica y también una loba. Y mientras dijese que no se atrevía, a volver, mientras siguiese albergando dudas sobre la reacción de sus padres, la quería allí, conmigo. Algún día pagaríamos bien caros aquellos momentos robados que pasábamos juntos, pero no pensaba que estuviésemos haciendo nada malo. Le pasé los dedos por el pelo hasta que me topé con un nudo diminuto y tuve que sacarlos para empezar de nuevo.

—No pienso obligarte a hacerlo —murmuré.

—Tenemos que solucionarlo antes o después —repuso Grace—. Ojalá tuviese ya dieciocho años. Ojalá me hubiese marchado hace mucho tiempo. Ojalá estuviésemos ya casados. Ojalá no tuviese que inventarme ninguna mentira.

Al menos, no era el único que pensaba que sus padres no se tomarían muy bien la verdad.

—Esta noche no vamos a solucionar nada —concluí con una certeza pasmosa.

Al decirlo reconocí con algo de ironía el típico razonamiento de Grace, la frase que tantas veces me había dicho ella para que me durmiese.

—Tengo la sensación de que avanzamos en círculos —dijo Grace—. Cuéntame algo.

Dejé de acariciarle el pelo porque la tranquilidad que me proporcionaba ese gesto repetitivo me estaba arrastrando de nuevo al sueño.

—¿Como qué?

—Como la historia que me contaste de cuando Beck te enseñó a cazar.

Intenté pensar en alguna anécdota, algo que no necesitase demasiadas explicaciones. Algo que la hiciese reír. Pero ahora todas las historias de Beck parecían manchadas, oscurecidas por la duda. Cualquier cosa sobre él que no hubiese visto con mis propios ojos me parecía apócrifa.

Busqué algún otro recuerdo.

—Ese BMW ranchera no fue el primer coche que tuvo Ulrik. Cuando yo llegué a esta casa, tenía un Ford Escort de color marrón. Feísimo —dije.

Grace suspiró como si aquel le pareciera un buen comienzo de un cuento para dormir. Cerró el puño y me agarró la camiseta. El gesto me despejó al instante y me trajo a la cabeza al menos cuatro cosas que no eran ni historias para dormir ni formas de consolar delicadamente a una chica triste.

Tragué saliva y me concentré en mis recuerdos.

—El Escort estaba hecho polvo. Cuando pasábamos por encima de algún bache, había algo que rozaba el suelo. El tubo de escape, imagino. Una vez, Ulrik atropelló a una zarigüeya en el pueblo y la arrastró todo el camino de vuelta a casa —Grace soltó una risita afónica, de esas que se sueltan por compromiso—. Siempre olía fatal. Como si los frenos rozaran con algo, o como si Ulrik no hubiese limpiado bien todos los restos de la zarigüeya.

Hice una pausa mientras recordaba los viajes que había hecho en aquel coche, en el asiento del copiloto; todas las veces que había esperado sentado dentro mientras Ulrik compraba cerveza en la tienda, o de pie a un lado de la carretera, mientras Beck maldecía el motor mudo y me preguntaba por qué narices Ulrik había salido en aquel cacharro. Aquello databa de la época en la que Ulrik aún era humano gran parte del año, cuando ocupaba la habitación contigua a la mía y me despertaba a menudo con ruidos rarísimos. Estaba como una cabra.

—Cuando empecé en la librería, iba a trabajar en ese coche —dije—. Ulrik le compró el BMW ranchera a un tipo que vendía rosas junto a la carretera en St. Paul, así que yo heredé el Escort. Dos meses después de sacarme el carné, se me pinchó una rueda.

En aquella época yo tenía dieciséis años. Era inocente en el más amplio sentido de la palabra, y todas las tardes me sentía eufórico y asustado al mismo tiempo por ser capaz de volver del trabajo conduciendo mi propio coche. De pronto, un día, la rueda hizo un ruido increíble que a mí me pareció un disparo y pensé que iba a morir.

—¿Sabías cómo cambiarla? —preguntó Grace como si tal cosa.

—No tenía ni idea. Tuve que aparcar en el arcén y estrenar el móvil que acababan de regalarme por mi cumpleaños para llamar a Beck y pedirle que fuese a ayudarme. Estrené el teléfono para confesar que no sabía cambiar una rueda pinchada. Qué poco masculino.

Grace se rió de nuevo en voz baja.

—Poquísimo… —confirmó.

—Más bien nada —recalqué, contento de oír esa risita.

Retomé el hilo del recuerdo. Beck había tardado muchísimo en llegar hasta allí; Ulrik lo había llevado aprovechando que tenía que ir al trabajo. Haciendo caso omiso a mi cara de funeral, Ulrik me saludó muy animado desde la ventanilla del BMW: «¡Nos vemos, chaval!». Su coche desapareció en la oscuridad del atardecer, sus luces traseras casi fluorescentes en el paisaje invernal y gris.

—Total, que llegó Beck —proseguí, consciente de que, después de todo, le había incluido en aquella anécdota sin darme cuenta; quizá Beck estuviese presente en todas mis anécdotas—. «Te has cargado el coche, ¿eh?», me dijo. Iba bien abrigado: llevaba un abrigo, guantes y varias bufandas, pero aun así enseguida empezó a temblar. Cuando vio la rueda desinflada, soltó un silbido y se puso a tomarme el pelo: «Menuda obra de arte. ¿Has atropellado un alce?».

—¿Lo habías atropellado?

—¡Qué va! Beck se burló de mí y me enseñó dónde estaba la rueda de repuesto, y entonces…

Me callé. Al empezar tenía intención de contar la historia de cuando Ulrik quiso vender el Escort: había freído dos kilos de beicon y los había metido en el maletero para atraer a los compradores, porque le habían dicho que los agentes inmobiliarios horneaban galletas en las casas para que dieran bien. Pero el sopor había hecho que me desviara, y la historia que estaba contando ahora terminaba con la sonrisa de Beck desvaneciéndose a la luz de los faros, con un montón de bufandas, jerséis y guantes en el suelo junto al Escort, conmigo empuñando una llave inglesa sin saber qué hacer con ella, con la imagen de Beck transformándose mientras pronunciaba mi nombre.

—¿Y entonces?

Intenté encontrar el modo de dar un giro a la historia para hacerla más alegre, pero al pensarlo me acordé de un detalle que había pasado por alto durante años.

—Beck se transformó y yo me quedé allí plantado con la dichosa llave inglesa en la mano y la misma cara de idiota.

Luego había recogido su abrigo y un montón de camisetas del suelo y las había sacudido para quitarles los pegotes de nieve y tierra antes de lanzarlas al asiento trasero del Escort. También me había permitido dar un buen portazo. Con los brazos enlazados por detrás de la cabeza, me había apartado de la carretera y el coche. La pérdida de Beck aún no había empezado a dolerme, pero el hecho de haberme quedado tirado en la carretera me había calado de inmediato.

Grace hizo un ruidito triste como si se compadeciera del Sam de entonces, aunque a aquel Sam le llevó mucho tiempo entender lo mucho que había perdido en aquellos escasos minutos.

—Me quedé allí durante un buen rato, contemplando todos los trastos inútiles acumulados en la parte de atrás del coche. Ulrik llevaba una máscara de hockey en el maletero, que me miraba como si estuviese diciendo: «Eres tonto, Sam Roth». Entonces oí que un coche aparcaba detrás de mí… Se me había olvidado esa parte hasta ahora, Grace. ¿Y a que no sabes quién se paró a preguntar si necesitaba ayuda?

Grace frotó la nariz contra mi camiseta.

—No sé. ¿Quién?

—Tom Culpeper.

—¡No! —Grace levantó la cara para poder mirarme—. ¿En serio?

Con aquella luz tenue, Grace ya se parecía más a sí misma: tenía él pelo revuelto de haber estado apoyada en mi pecho y los ojos más animados. Mi mano, que seguía en su cintura, deseaba a toda costa colarse por dentro de la camiseta y abrirse paso por la curva de su espalda, acariciarle los omóplatos y hacerla pensar únicamente en mí.

Pero era un puente que no quería comenzar a cruzar solo. No sabía en qué punto nos encontrábamos. Se me daba bien esperar.

—Si —contesté en lugar de besarla—. Era Tom Culpeper.

Grace volvió a acomodarse sobre mi pecho.

—¡Que fuerte!

—«Tú eres el chico de Geoffrey Beck», me dijo. Aunque había poca luz, me fijé en que su todoterreno tenía una costra de hielo, tierra y sal («niarro», como lo llamaba Ulrik, una mezcla de «nieve» y «barro»), y en que la luz de sus faros proyectaba una línea torcida entre el Escort y yo. Se lo pensó un poco y añadió: «Sam, ¿verdad? Parece que necesitas ayuda».

Recuerdo que en aquel momento me alivió oír mi nombre pronunciado por una voz tan normal que casi borraba el recuerdo de cómo lo había dicho Beck al transformarse.

—Me echó una mano —dije—. Las cosas eran diferentes, supongo. Debió de ser poco después de que se viniesen a vivir aquí.

—¿Iba Isabel con él?

—No recuerdo haberla visto —reflexioné—. Intento no considerarlo mala persona, Grace. Lo hago por Isabel. No sé qué opinión tendría ahora de él si no fuera por lo de los lobos.

—Si no fuera por lo de los lobos, ninguno de nosotros habría dedicado ni un minuto de su tiempo a pensar en él.

—Esta historia tendría que haber terminado con dos kilos de beicon —reconocí—. Se supone que debía hacerte reír.

Grace suspiró con fuerza, como si el peso del mundo le impidiese respirar. Sabía perfectamente cómo se sentía.

—No te preocupes. Apaga la luz —repuso estirando el brazo para taparnos con el edredón. Olía ligeramente a loba, y pensé que no aguantaría toda la noche sin transformarse—. Estoy lista para dar por concluido el día.

Con mucho menos sueño que antes, dejé caer el brazo a un lado de la cama y desenchufé las luces. La habitación se oscureció y, al rato, Grace susurró que me quería en un tono algo triste. La abracé con fuerza y lamenté que fuese tan complicado quererme.

Su respiración ya se estaba volviendo más pesada cuando le susurré que yo también la quería. Me quedé despierto pensando en Tom Culpeper y en Beck, y en que en ambos casos había que rascar la superficie para llegar a la verdad. Seguía viendo a Culpeper caminando por la nieve hacia mí, con la nariz roja por el frío, dispuesto a ayudar a un chaval desconocido. Y entre los repetidos fogonazos de esa imagen seguía viendo a los lobos abalanzarse sobre mí, derribar mi cuerpo de niño flaco y cambiar para siempre el curso de mi vida.

Aquello había sido cosa de Beck. Había decidido llevárseme. Lo había planeado mucho antes de que mis padres decidiesen que no me querían. Ellos solo le habían facilitado las cosas.

No sabía cómo podía vivir sin que aquello me corroyese por dentro, sin que envenenase cada recuerdo feliz que guardaba de mi infancia. Sin que estropease todo lo que nos unía a Beck y a mí.

No entendía que una persona pudiese ser Dios y el diablo al mismo tiempo. Que una misma persona pudiese destruirte y salvarte a la vez. Si todo lo que yo era, tanto lo bueno como lo malo, estaba en una madeja de hilos que él mismo había entrelazado, ¿cómo podía saber si debía quererlo u odiarlo?

En mitad de la noche, Grace se despertó con los ojos como platos y sufriendo convulsiones. Pronunció mi nombre igual que había hecho Beck años atrás, junto a la carretera. E igual que Beck, me dejó con un montón de ropa vacía y mil preguntas sin responder.