CAPÍTULO TREINTA Y DOS

Grace

Hojas

El primer día que pasé siendo yo fue muy extraño. No acababa de sentirme cómoda sin mi ropa y mis rutinas, consciente en todo momento de que la loba que llevaba dentro seguía agitándose cuando menos lo esperaba. Por un lado, me gustaba la incertidumbre de ser una loba nueva, porque sabía que al final me transformaría automáticamente con la llegada del invierno, igual que le sucedía a Sam cuando lo conocí. Y a mí me encantaba el frío. No quería tenerle miedo.

Para lograr una cierta normalidad le propuse a Sam hacer una cena en condiciones, pero la cosa resultó más difícil de lo que imaginaba. Sam y Cole habían llenado los armarios con una extraña combinación de alimentos que caían más en la categoría de «precocinados» que en la de «ingredientes». Aun así, encontré lo necesario para hacer tortitas con huevos fritos, que a mi modo de ver era una comida en toda regla. Sam vino a ayudarme sin decir nada, mientras Cole se quedaba tumbado en el suelo del salón contemplando el techo.

Miré por encima del hombro.

—¿Qué está haciendo? ¿Me pasas la espátula?

Sam me la dio.

—Creo que le duele la cabeza.

Pasó por detrás de mí para coger los platos; durante un segundo, su cuerpo se apretó contra el mío y me posó una mano en la cintura para sujetarme. Me inundó una oleada de algo entre el deseo y la nostalgia.

—Oye —le dije, y él se giró con los platos en las manos—. Deja esos platos y ven aquí.

Sam se inclinó hacia mí, pero en ese momento, un movimiento extraño me llamó la atención.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté bajando la voz—. ¡Quieto!

Se quedó inmóvil y siguió la dirección de mi mirada. Acababa de descubrir lo que me había alarmado: un animal se movía en la penumbra del jardín. La luz que salía por las dos ventanas de la cocina iluminaba el césped. Por un momento lo perdí de vista, pero luego volví a verlo junto a la barbacoa.

Durante un instante, mi corazón se volvió ligero como una pluma: era una loba blanca. Olivia era una loba blanca, y hacía muchísimo tiempo que no la veía.

—Shelby —dijo Sam.

Y al fijarme en sus movimientos, me di cuenta de que tenía razón. No había en aquel animal ni rastro de la gracia y la agilidad con que Olivia se movía cuando era loba. Cuando levantó la cabeza, lo hizo de forma rápida y desconfiada. Se quedó mirando la casa: estaba claro que sus ojos no eran los de Olivia. Acto seguido, se agachó y meó junto a la parrilla.

—Genial —exclamé.

Sam frunció el ceño.

Observamos en silencio cómo Shelby iba de la barbacoa a otro lugar en mitad del césped y volvía a marcar el territorio. Estaba sola.

—Está cada vez peor —dijo Sam.

Shelby se detuvo y se quedó un buen rato mirando fijamente la casa. Por alguna extraña razón, sentí que nos observaba, aunque sabía que, en caso de que pudiera vernos, solo vislumbraría unas siluetas inmóviles. Pero incluso desde allí vi que tenía el pelo del lomo erizado.

—Está loca.

Los dos dimos un respingo al oír la voz de Cole a nuestra espalda.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—La he visto cuando pongo las trampas. Es valiente y más mala que un demonio.

—Eso ya lo sabía —repuse, sintiendo un escalofrío al recordar la noche en que había atravesado una ventana para atacarme, y la mirada de sus ojos entre relámpago y relámpago—. Me perdido la cuenta de las veces que ha intentado matarme.

—Está asustada —me interrumpió Sam.

Seguía observando a Shelby, que ahora lo miraba fijamente a él y a nadie más. Era tremendamente inquietante.

—Asustada, sola, enfadada y celosa —añadió—. Tu llegada, Grace, y la de Cole y Olivia, han hecho que la manada cambie muy deprisa. Ya no le queda mucho que perder. Se está quedando sin nada.

La última tortita estaba empozando a quemare, Aparté la sartén del fuego.

—No me gusta que ronde por aquí.

—No creo… no creo que tengas de que preocuparte —dijo Sam. Shelby seguía parada, contemplando su silueta—. Para ella, el culpable soy yo.

La loba echó a correr al mismo tiempo que la voz de Cole resonaba en el jardín:

—¡Largo de aquí, zumbada!

Shelby se perdió en la oscuridad al mismo tiempo que la puerta de atrás se cerraba con un chasquido.

—Gracias, Cole —dije yo—. Has demostrado mucha sutileza.

—Es una de mis grandes virtudes.

Sam seguía mirando por la ventana con el ceño fruncido.

—No sé si habrá…

El teléfono de la mesa sonó sin dejarle acabar la frase. Cole lo cogió, puso cara rara y me lo pasó sin contestar.

Era Isabel.

—¿Sí? —dije.

—Grace.

Me esperaba algún comentario sobre el hecho de que ahora fuese humana, algo brusco y sarcástico. Pero se limitó a decir: «Grace».

—Isabel —contesté por decir algo.

Miré a Sam: parecía tan desconcertado como yo.

—¿Sam sigue ahí contigo?

—Sí. ¿Quieres hablar con el?

—No, solo quería asegurarme de que… —Isabel se quedó callada; se oía mucho ruido de fondo—. Grace, ¿te ha contado Sam que encontraron a una chica muerta en el bosque? ¿Una chica a la que mataron los lobos?

Miré a Sam, pero él no podía oír las palabras de Isabel.

—No —repuse, cada vez más inquieta.

—Ya la han identificado —Isabel hizo una pausa—. Es Olivia.

Olivia.

Olivia.

Olivia.

Vi todo lo que me rodeaba con una claridad absoluta. Sobre la nevera había una fotografía de un hombre de pie junto a un kayak haciendo el gesto de la paz. Pegado a la puerta había también un imán en forma de diente con el nombre de una clínica dental y un número de teléfono. Junto a la nevera había una encimera algo descolorida con bastantes rasguños. Encima había una botella de Coca-Cola de las antiguas que contenía un lápiz y uno de esos bolígrafos con una flor en el extremo superior. Del grifo de la cocina caía una gota de agua cada once segundos; antes de caer, la gota giraba en el sentido de las agujas del reloj hasta que acumulaba la fuerza necesaria para precipitarse hacia el fregadero que tenía debajo. Nunca había reparado en los colores cálidos de aquella cocina: marrón, rojo y naranja en la encimera, los armarios, los azulejos y las descoloridas fotografías pegadas a las puertas de los armarios.

—¿Qué has dicho? —preguntó Sam—. ¿Qué le has dicho?

No entendí por qué me preguntaba eso, cuando yo no había dicho nada. Me quedé mirándolo con el ceño fruncido y vi que tenía el teléfono en la mano, pero yo no recordaba habérselo dado.

Pensé: Soy una mala amiga, porque no me duele. Estoy contemplando la cocina y pensando que, si esta fuera mi casa, pondría moqueta para no tener tanto frío en los pies. No debía de querer a Olivia, porque ni siquiera tengo ganas de llorar. Estoy pensando en moquetas en vez de pensar que está muerta.

—Grace —dijo Sam. Vi a Cole detrás de él, con el teléfono en la mano, hablando—. ¿Qué quieres que haga?

Me pareció una pregunta muy rara. Le miré a los ojos.

—Estoy bien —dije.

—No, no estás bien.

—Que sí —dije—. No estoy llorando. Ni siquiera tengo ganas de llorar.

Me alisó el pelo por detrás de las orejas y tiró suavemente de él hacia atrás como si fuese a hacerme una coleta, sujetándolo con una mano.

—Las tendrás —me susurró al oído.

Apoyé la cabeza en su hombro; me parecía increíblemente pesada, como si ya no pudiese sostenerla.

—Quiero llamar a unas cuantas personas para ver cómo están. Quiero llamar a Rachel —dije—. Quiero llamar a John. Quiero llamar a Olivia.

Me di cuenta de lo que acababa de decir y me quedé con la boca abierta, como si pudiese volver a guardar mis últimas palabras y decir algo que tuviese más lógica.

—Ay, Grace —suspiró Sam tocándome la barbilla, pero su compasión me pareció algo muy lejano.

—Bueno, ya no podemos hacer gran cosa, ¿no? —dijo Cole al teléfono en un tono que nunca le había oído.