CAPÍTULO TREINTA Y UNO
Grace
Al despertarme por la mañana, me sentí como una vez que había estado de campamento.
Con trece años, mi abuela me pagó dos semanas en un campamento de verano. Era solo para chicas y se llamaba Cielo Azul. Me encantó. Dos semanas en las que cada día estaba programado, con los planes ya listos e impresos en unas hojas A4 que encontrábamos cada mañana en nuestros casilleros. Era justo lo contrario de vivir con mis padres, que pasaban de horarios. Fue algo fantástico, y también fue la primera vez que me di cuenta de que se podía ser feliz sin seguir el criterio de mis padres. El único problema que le veía al campamento era que no resultaba tan acogedor como mi casa. Tenía el cepillo de dientes mugriento de guardarlo en el bolsillo pequeño de la mochila, porque a mi madre se le había olvidado comprarme unas bolsitas de plástico. La litera era dura e incómoda, y nunca sabía bien cómo apoyar el hombro. La cena estaba buena, aunque un poco salada, y estaba demasiado separada de la comida; aquello no era como en casa, no podía ir a la cocina cuando quería picotear unas galletitas. Todo era divertido, distinto y ligeramente imperfecto, y eso lo hacía mucho más desconcertante.
Y allí estaba ahora, en casa de Beck, en la habitación de Sam. No era realmente mi casa; esa palabra aún me traía a la memoria el recuerdo de las almohadas que olían a mi champú, las novelas desgastadas de John Buchan que había conseguido en un rastrillo de la biblioteca, con el valor añadido que eso les daba, el sonido del agua mientras mi padre se afeitaba antes de irse a trabajar, el rumor grave de la radio en el estudio, la lógica infinitamente cómoda de mi rutina cotidiana. ¿Volvería algún día a sentir algo parecido?
Estaba sentada en la cama de Sam, atontada por el sueño y sorprendida de que él estuviera tumbado a mi lado, pegado a la pared, con una mano apoyada en ella. No lograba acordarme de ninguna mañana en la que me hubiese despertado antes que él y, un poco neurótica, lo miré hasta que comprobé que su pecho subía y bajaba a través de la camiseta raída.
Me levanté esperando que se despertase en cualquier momento; por un lado tenía ganas de que lo hiciera, por otro no. Pero él siguió durmiendo acurrucado, como si lo hubiesen arrojado así sobre la cama.
Me encontraba rara, nerviosa y somnolienta al mismo tiempo, y me costó más de lo que hubiera pensado llegar hasta el pasillo. Tuve que detenerme un momento para recordar dónde estaba el baño y, una vez allí, me di cuenta de que no tenía ni peine ni cepillo de dientes, y que la única ropa que podía ponerme era una camiseta de Sam con el nombre de un grupo que no conocía. Así que usé su cepillo repitiéndome a cada pasada que era casi lo mismo que besarle, y casi llegué a creérmelo. Encontré su peine junto a una maquinilla de afeitar con una pinta lamentable; usé el peine y dejé la maquinilla en su sitio.
Me miré en el espejo y me dio la impresión de que me miraba a mi misma desde el otro lado, desde el lado en el que no pasaba el tiempo.
—Quiero decirle a Rachel que estoy viva —dije en voz alta.
No me sonó tan absurdo hasta que me puse a pensar en lo mal que podría salir todo.
Volví a la habitación. Sam seguía durmiendo, así que me fui al piso de abajo. Sí, quería que se despertase, pero también disfrutaba de aquella sensación de estar sola sin sentirme sola. Me recordaba a todas las veces en las que me había sentado a leer o a estudiar mientras Sam hacía cualquier otra cosa junto a mí. Juntos pero en silencio, como dos lunas girando en amistosas órbitas.
Al llegar abajo vi a Cole tirado en el sofá, durmiendo con un brazo sobre la cabeza. Me acordé de que había una cafetera en el sótano, así que atravesé de puntillas el salón y bajé las escaleras sin hacer ruido.
El sótano resultaba tan acogedor como desconcertante: no contaba con ventanas ni respiraderos, y la única luz que tenía era eléctrica, con lo cual era imposible saber qué hora era. Me resultaba raro volver allí y, curiosamente, me sentí un poco triste. La última vez que había bajado había sido tras el accidente de coche, para hablar con Beck después de que Sam se hubiera transformado en lobo. Pensaba entonces que lo había perdido para siempre. Ahora era a Beck al que habíamos perdido.
Encendí la cafetera y me arrellané en el mismo sillón en el que me había sentado para hablar con Beck. Detrás de su sillón vacío so alineaban estanterías con cientos de libros que Beck va no volvería a leer. Ocupaban todas las paredes; la cafetera estaba en uno de los pocos rincones en los que no se apilaban los libros. Me pregunte cuántos habría. ¿Cabrían diez por cada treinta centímetros de estante? Debía de haber unos mil, quizá más. Desde donde me encontraba vi que estaban cuidadosamente ordenados: por tema los ensayos, por autor las sobadas novelas.
Yo quería tener una biblioteca así cuando llegase a la edad de Beck. No aquella en particular, sino una cueva llena de palabras que yo misma me habría ido construyendo. Pero no sabía si eso seria posible.
Suspiré, me levanté del sillón y fui ojeando los estantes hasta que reparé en que Beck tenía unos cuantos libros de texto. Cogí algunos, me senté en el suelo y dejé con cuidado la taza de café cerca de donde estaba. No sabía el tiempo que llevaba leyendo cuando oí un crujido en la escalera. Levanté la vista y vi unos pies descalzos que bajaban: era Cole, que se acababa de despertar. Parecía somnoliento, con la cara cruzada por la marea de la almohada.
—Hola, Brisbane —dijo.
—Hola, St. Clair.
Cole sacó la cafetera eléctrica del soporte y la llevó hasta donde yo estaba. Rellenó mi taza y él se sirvió otra, guardando un solemne silencio durante todo el proceso. Luego ladeó la cabeza para leer los títulos de los libros que había elegido.
—Educación a distancia, ¿eh? ¿Qué haces empollando tan temprano?
Agaché la cabeza.
—Es lo único que tenia Beck.
—«Obtén el mejor resultado en las pruebas de acceso a la universidad. Títulos homologados. Conviértete en un licántropo con estudios sin abandonar la comodidad de tu sótano» —se burló Cole—. Te fastidia, ¿verdad? Lo de dejar los estudios, quiero decir.
Levanté la vista y me quede mirándolo. No me había dado cuenta de que sonara fastidiada. De hecho, no me había dado cuenta de que aquello me fastidiara.
—No. Bueno, si. Es verdad. Quería ir a la universidad. Quería acabar el instituto. Me gusta estudiar.
Después de decir eso, caí en la cuenta de que Cole había preferido tocar con NARKOTIKA a estudiar una carrera. No sabía bien cómo explicar la emoción que sentía al pensar en la universidad: no sabía cómo describir las cosas que me imaginaba al mirar los programas de estudios, con todas sus posibilidades, o el simple placer que me invadía al abrir una libreta sin estrenar con un libro de texto nuevo al lado; lo atractiva que me resultaba la idea de estar rodeada de gente a la que también le gustaba estudiar: de tener un pequeño apartamento que pudiese organizar a mi modo, como si fuera mi reino. Me sentí un poco tonta.
—Te debo de parecer una empollona.
Cole siguió mirando su café con expresión pensativa.
—Estudiar, ¿eh? A mí también me gusta —dijo.
Agarró uno de los libros y lo abrió por una página al azar; el capítulo se titulaba «Estudia el mundo desde tu sillón», y había un dibujo de un monigote que hacía justamente eso.
—Grace, ¿te acuerdas de todo lo que pasó en el hospital?
Era una clara invitación a que le preguntara qué había pasado, así que lo hice. Él me explicó con detalle lo que había sucedido aquella noche, desde el momento en que empecé a vomitar sangre y Sam y él me llevaron al hospital, que él consiguió dar con la solución para salvarme. Luego me contó que mi padre le había pegado un puñetazo a Sam.
Pensé que no lo había entendido bien.
—Pero no le pegó de verdad, ¿no? Querrás decir que…
—Le atizó con todas sus fuerzas, Grace.
Le di un sorbo al café. No sabía qué me resultaba más raro: si la imagen de mi padre pegando a Sam o todo lo que me había perdido mientras estaba tumbada en la cama del hospital, transformándome en loba. De pronto pensé que la temporada que había pasado como loba era tiempo perdido, días que nunca podría recuperar. Como si algo me hubiese partido la vida por la mitad.
Deseché la idea y volví a imaginar a mi padre pegando a Sam.
—Creo que me estoy enfadando —dije—. Sam no le devolvió el golpe, ¿verdad?
Cole se echó a reír y se sirvió más café.
—Entonces no llegué a curarme del todo, ¿no? —pregunté.
—No. No llegaste a transformarte, que no es lo mismo. La toxina St. Clair… Espero que no te moleste, pero le he puesto mi nombre a la toxina lobuna por si me dan el Nobel o el Pulitzer o lo que sea… Bueno, pues la toxina St. Clair está bien instalada en tu organismo.
—Entonces, Sam tampoco está curado —repuse.
Dejé el café en el suelo y aparté los libros. Aquello me superaba: todo lo que habíamos hecho había sido inútil. La idea de tener una gran biblioteca y una cafetera de color rojo parecía del todo inalcanzable.
—Bueno, eso no lo sé. Después de todo, él se… Mira, por ahí aparece el chico maravilla. Buenos días, Ringo.
Sam había bajado en un silencio casi absoluto y estaba al pie de la escalera. Tenía los pies enrojecidos de haberse duchado. Al verlo me sentí un poco menos pesimista, aunque su presencia no resolvía nada de lo que quedaba por resolver.
—Estábamos hablando del tratamiento —explicó Cole.
Sam caminó sin hacer ruido hasta donde yo estaba.
—¿Del tratamiento psiquiátrico? —se sentó a mi lado con las piernas cruzadas. Le ofrecí café y, como era de esperar, dijo que no con la cabeza.
—No, de tu tratamiento. Y del tratamiento en el que he estado trabajando. He pensado mucho en lo que haces para transformarte a voluntad.
Sam puso mala cara.
—Yo nunca me he transformado a voluntad.
—No a menudo, Ringo —admitió Cole—, pero a veces sí.
Sentí una pequeña punzada de esperanza: si había alguien que podía averiguar cómo funcionaban los lobos del bosque de Boundary, ese era Cole. Después de todo, a mi me había salvado.
—Lo hiciste cuando me rescataste de la manada hace tantos años, Sam —dije—. ¿Y qué me dices de la clínica, cuando te pusimos la inyección?
De pronto me pareció que había pasado muchísimo tiempo desde aquella noche en la clínica de la madre de Isabel. De nuevo me asaltó la tristeza.
—¿Has llegado a alguna conclusión? —pregunté volviéndome hacia Cole.
Él empezó a hablar sobre la adrenalina y la forma en que afectaba la toxina St. Clair al sistema nervioso, y explicó cómo estaba intentando utilizar las extrañas transformaciones de Sam para preparar una cura. Sam, mientras tanto, lo miraba con mal humor.
—Pero si fue solo cuestión de adrenalina, ¿no bastaría con que alguien te diese un buen susto para transformarte? —pregunté.
Cole se encogió de hombros.
—Lo intenté usando una inyección de adrenalina y funcionó, pero solo un poco.
Sam me miró con el ceño fruncido y me pregunté si estaría pensando lo mismo que yo: lo peligroso que sonaba ese «solo un poco».
—La adrenalina no consiguió que mi cerebro reaccionara de la manera adecuada —prosiguió Cole—. No provocó la transformación de la misma manera en que puede hacerlo el frío o el aumento de la toxina St. Clair. Es muy difícil hacer una réplica de algo cuando no tienes ni idea de qué es lo que pasa realmente. Es como hacer un dibujo de un elefante a partir del sonido que hace en la jaula de al lado.
—Vaya, me impresiona que hayas adivinado que es un elefante —dijo Sam—. Por lo visto, Beck y los demás ni siquiera consiguieron acertar con la especie —se levantó y me tendió la mano—. Vamos a preparar algo de comer.
Pero Colé no había acabado.
—Beck no quiso verlo —dijo con cierto desdén—. Disfrutaba del tiempo que pasaba siendo lobo. Si mi padre estuviera metido en esto, mandaría que atraparan a unos cuantos lobos, les haría TAC y resonancias magnéticas, les enchufaría mil cuatrocientos electrodos, usaría algún que otro medicamento tóxico y un par de baterías de coche y, cuando ya se hubiese cardado a tres o cuatro licántropos, habría conseguido una cura. En su trabajo es bueno que te cagas.
Sam agachó la cabeza.
—Preteriría que no hablases así de Beck.
—¿Cómo?
—Como si él fuera… —Sam se quedó callado y me miró con expresión ceñuda, como si el final de la frase estuviese escondido en mi cara.
Yo sabía lo que había estado a punto de decir: «… igual que tú».
—¿Y esto qué? —dijo Cole con una sonrisa forzada, y señaló el sillón de Beck como si también hubiera conversado con él en aquel sótano.
Me resultaba raro pensar que Cole hubiese tratado con Beck sin que nosotros lo supiéramos.
—Vamos a hacer una cosa —propuso Colé—. Tú me dices cómo era Beck y yo te doy mi versión. Y luego tú, Grace, nos dices cuál de las dos versiones te parece mejor.
—No creo que… —empecé a decir.
—Yo lo conocí durante doce años —me interrumpió Sam—, y tú durante doce segundos, así que mi versión gana.
—¿Ah, sí? ¿Te explicó cómo era su vida cuando trabajaba de abogado? ¿Te contó historias de cuando vivía en Wyoming? ¿Te habló de su mujer? ¿Te dijo dónde conoció a Ulrik? ¿Te contó lo que estaba haciendo con su vida cuando Paul se lo encontró?
—Me contó cómo se convirtió en lobo —dijo Sam.
—A mí también —tercié yo, con la impresión de que debía apoyar a Sam—. Me contó que le mordieron en Canadá y que conoció a Paul en Minnesota.
—¿No os contó que cuando estaba en Canadá quiso suicidarse y que Paul le mordió para evitarlo? —preguntó Cole.
—Te contó eso porque era lo que necesitabas oír —dijo Sam.
—Y a ti te contó la historia de la excursión y de que Paul estaba ya aquí en Minnesota porque eso era lo que tú necesitabas oír —repuso Cole—. Dime qué pinta Wyoming en todo esto, porque de eso no nos contó nada a ninguno de los dos. No vino de Canadá a Merey Falls cuando descubrió que aquí también hacía lobos, ni tampoco le mordieron cuando estaba de excursión. Te contó la historia de una forma más sencilla para que no pensases mal de él. Y a mí me la contó así porque no pensó que le hiciese falta convencerme de nada. No me digas que no has dudado nunca de él, Sam, porque eso no es posible. Ese hombre te contagió primero y luego te adoptó. Seguro que alguna vez se te habrá pasado por la cabeza.
Sentí pena por Sam, pero él no agachó la cabeza ni miró para otro lado. Parecía perplejo.
—Sí que lo he pensado.
—¿Y qué piensas ahora? —preguntó Cole.
—No lo sé.
—Algo tienes que pensar.
—No lo sé.
Cole se puso de pie y se acercó hacia Sam con un ímpetu casi intimidatorio,
—¿No quieres preguntárselo?
Sam, dicho sea en su honor, no parecía intimidado en absoluto.
—No es posible.
—¿Y si lo fuese? —dijo Cole—. ¿Y si pudieses hablar con él durante quince minutos? Puedo encontrarlo. Puedo encontrarlo y tengo algo que debería hacer que se transformase. No durante mucho tiempo, pero el suficiente como para poder hablar. Yo también tengo algunas preguntas que hacerle.
Sam frunció el ceño.
—Haz lo que quieras con tu cuerpo, pero no voy a meter en esto a alguien que no puede dar su consentimiento.
Cole pareció ofenderse.
—Es adrenalina, no sexo adolescente.
La voz de Sam sonó inflexible:
—No voy a correr el riesgo de matar a Beck solo para preguntarle por qué no me contó que había vivido en Wyoming.
Era la respuesta obvia, la que Cole debía de haberse imaginado que le daría Sam. Pero en la cara de Cole volvió a aparecer una sonrisa forzada, casi imperceptible.
—Si atrapásemos a Beck y le hiciésemos transformarse en humano —dijo—, quizá podríamos hacerle empezar desde cero otra vez, como a Grace. ¿Arriesgarías su vida por eso?
Sam se quedó callado.
—Dime que sí —prosiguió Cole—. Dime que lo encuentre y lo haré.
Pensé que Sam y Cole no se llevaban bien por aquel tipo de cosas. Porque cuando llegaba el momento de la verdad, Cole, a pesar de tener buenas intenciones, tomaba decisiones equivocadas, y eso Sam no podía justificarlo. Ahora Cole intentaba tentarle con algo que Sam deseaba con todas sus fuerzas, pero colocaba al lado otra cosa que Sam rechazaba de plano. Yo no tenia muy claro qué quería que contestase Sam.
Vi cómo tragaba saliva. Se giró hacia mí y me preguntó en voz baja:
—¿Qué digo?
No sabía qué decirle que él no supiese ya. Me crucé de brazos. Se me ocurrían mil razones a favor y mil en contra, pero todas palidecían ante la ansiedad que reflejaba la cara de Sam.
—Hagas lo que hagas, tienes que ser capaz de mirarte luego en el espejo —le dije.
—Morirá ahí fuera de todos modos, Sam —dijo Cole.
Sam se alejó con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y observó las filas de libros que habían pertenecido a Beck.
—Está bien. Sí, encuéntralo —murmuró sin volverse.
Mi mirada se cruzó con la de Cole.
La tetera silbó en el piso de arriba y Sam, sin mediar palabra, subió a hacerla callar. Una excusa elegante, pensé, para salir de la habitación. La idea de intentar provocar que Beck se transformase me hizo un nudo en el estómago; en el pasado se me había olvidado con demasiada facilidad el riesgo que corríamos cuando intentábamos aprender cosas nuevas sobre nosotros mismos.
—Cole… Para Sam, Beck lo es todo. Esto no es un juego. No hagas nada de lo que no estés seguro, ¿vale?
—Siempre estoy seguro de lo que hago. Lo que pasa es que a veces no estoy seguro de vaya a haber un final feliz.