CAPÍTULO TREINTA
Grace
Me sentía totalmente despierta.
La habitación estaba a oscuras y en silencio. Acababa de soñar con ese preciso momento, pero en mi sueño había alguien más de pie junto a la cama.
—¿Sam? —susurré pensando que solo llevaba dormida unos minutos y que él acababa de despertarme al acostarse.
A mis espaldas, Sam soltó un gruñido grave: estaba claramente dormido. Entonces me di cuenta de que lo que me daba calor no eran las mantas sino el propio Sam, una manta humana. En circunstancias normales, el regalo de su presencia me habría arrullado y no habría tardado en dormirme de nuevo. Sin embargo, estaba tan convencida de que alguien había estado allí, de pie junto a la cama, que me desconcertó encontrarlo pegado a mí. Se me erizó el vello de la nuca; estaba recelosa. A medida que los ojos se me acostumbraban a la oscuridad, fui distinguiendo las grullas de papel Se mecían y se inclinaban movidas por un viento invisible.
Oí un ruido.
Era un sonido sordo e interrumpido, como si alguien hubiera tirado algo pero lo hubiera atrapado al vuelo. Contuve la respiración y agucé el oído: había sonado en el piso de abajo. Otro ruido amortiguado. ¿En el salón? ¿Una cosa chocando contra otra en el jardín?
—Sam. despierta —le apremié.
Al volverme para mirarlo, di un respingo: sus ojos brillaban en la oscuridad a mi lado. Ya estaba despierto y escuchaba en silencio, igual que yo.
—¿Has oído eso? —susurré.
Asintió. No es que lo viese hacerlo, pero percibí el roce de su cabeza contra la almohada.
—¿En el garaje? —sugerí.
El asintió de nuevo.
Otro roce sordo confirmó mi suposición. Los dos salimos de la cama a cámara lenta vestidos con la misma ropa con la que habíamos ido a perseguir la aurora boreal. Sam iba delante de mí, pero fui yo quien vio a Cole aparecer por el pasillo que llevaba a las habitaciones de abajo. Tenía todo el pelo de punta. Aunque siempre había imaginado que no dedicaba ni un minuto a peinarse —era una de esas estrellas de rock con pinta de pasar de su aspecto—, en aquel momento me di cuenta de que debía de dedicar bastante rato a domar sus greñas. No llevaba más que unos pantalones de chándal, y parecía más molesto que asustado.
—¿Qué coño pasa? —preguntó con voz gutural, aún medio dormido.
Los tres nos quedamos allí plantados, descalzos, aguzando el oído durante unos minutos. No oímos nada más. Sam se pasó la mano por el pelo y se hizo sin querer una especie de cresta. Cole se llevó el dedo a los labios y luego señaló el otro lado de la cocina, donde estaba la puerta del garaje. Tenía razón: si aguantaba la respiración, aún podía distinguir roces procedentes de allí.
Cole cogió la escoba del hueco de la nevera. Yo elegí un cuchillo del taco de madera que había sobre la encimera. Sam nos miró perplejo y nos siguió con las manos vacías.
Nos quedamos al otro lado de la puerta, a la espera de algún otro ruido. Al cabo de un rato se oyó algo, esta vez más fuerte y metálico. Cole me miró con las cejas enarcadas y abrió la puerta mientras yo estiraba el brazo para encender la luz del garaje.
Y vimos…
Nada.
Intercambiamos una mirada atónita.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté.
—No me puedo creer que hubiese otro coche aparcado aquí todo este tiempo y que no me hayas dicho nada, Sam —dijo Cole como si se sintiese traicionado.
El garaje, como la mayoría de los garajes, estaba abarrotado de cosas raras y apestosas de esas que uno no quiere guardar dentro de casa. Un destartalado BMW ranchera de color rojo ocupaba prácticamente todo el espacio, cubierto de polvo por la falta de uso, pero también estaba la típica máquina de cortar el césped, un banco de trabajo cubierto de soldaditos de plomo y una matrícula de Wyoming colgada sobre la puerta con la inscripción BECK 89.
Algo me hizo volver la mirada hacia la ranchera.
—Chist. ¡Mirad! —exclamé.
Había una desbrozadora apoyada en el morro del coche. Entré en el garaje para ponerla en su sitio y me di cuenta de que el capó estaba entreabierto. Presioné con la mano.
—¿Esto ya estaba así?
—Sí. Lleva abierto por lo menos diez años —contestó Sam, ya a mi lado.
El BMW no era ninguna belleza, y el garaje seguía oliendo al líquido, fuera el que fuese, que había estado soltando durante años. Sam señaló una caja de herramientas volcada junto al guardabarros trasero.
—Pero eso no estaba así —susurró.
—Hay algo más —añadió Cole—. Escuchad.
Distinguí el sonido al que se refería: era una especie de chirrido procedente de debajo del coche.
Me disponía a agacharme cuando Sam me agarró del brazo y se arrodilló para echar un vistazo.
—¡Será posible! —exclamó al cabo de un segundo—. Es un mapache.
—Pobrecito —dije yo.
—Podría ser un bicho rabioso come niños —resopló Cole.
—Cállate —le espetó Sam, que seguía mirando bajo el vehículo—. No sé cómo sacarlo de ahí.
Cole pasó por delante de mí y agarró la escoba como si fuese un bastón.
—Me interesa más saber cómo ha logrado colarse.
Rodeó el coche por la parte trasera, se dirigió a la puerta lateral del garaje, que estaba entreabierta, y le dio un golpecito con el pie.
—Sherlock ha encontrado una pista.
Sam
—Sherlock debería buscar el modo de sacar a nuestro amigo de ahí abajo —dije yo.
—O amiga —repuso Cole, y Grace le lanzó una mirada de aprobación.
Armada con el cuchillo de cocina parecía fuerte, sexy, sorprendente y desconocida. El comentario que acababa de intercambiar con Cole quizá hubiera debido ponerme celoso, pero el caso es que me alegró; esa era la prueba definitiva de que empezaba a ver a Cole como un amigo. Al fin y al cabo, todos albergamos la esperanza de que nuestros amigos sean amigos entre sí.
Me dirigí a la entrada del garaje, molesto por la arenilla que se me clavaba en los pies descalzos. Abrí la puerta de persiana y esta se enrolló con un ruido infernal hasta dejar a la vista el oscuro camino de entrada donde tenía aparcado el Volkswagen. El paisaje era inquietante y desolador. La brisa nocturna traía una fragancia a hojas nuevas y brotes; sentí frío en los brazos y los dedos de los pies. La combinación del viento y la noche inmensa hizo que se me acelerase el corazón. Me estaba llamando. La fuerza del deseo hizo que me quedara en blanco momentáneamente.
Regresé con esfuerzo junto a Cole y Grace. Cole ya había empezado a dar golpes en los bajos del coche, pero Grace observaba la noche con una expresión que reconocí como el reflejo de la mía, una mezcla de contemplación y añoranza. Advirtió que la estaba mirando pero no se inmutó, y tuve la impresión de que sabía cómo me sentía. Por primera vez en muchísimo tiempo, me recordé esperándola en el bosque, esperando a que se transformase para que los dos fuésemos lobos al mismo tiempo.
—Sal de ahí cabronazo —dijo Cole—. Estaba teniendo un sueño increíble cuando me despertaste.
—¿Y sí me pongo al otro lado y le empujo con alguna cosa? —preguntó Grace, y me miró durante un segundo antes de darse media vuelta.
—El cuchillo me parece un poco excesivo —sugerí yo apartándome de la puerta del garaje—. Toma, usa este rastrillo.
Grace observó su cuchillo y lo dejó sobre un bebedero para pájaros, otro intento fallido de Beck para embellecer aquel lugar
—No soporto a los mapaches —apuntó Cole—. ¿Ves? Por eso me parece complicada tu idea de trasladar a los lobos, Grace.
Ella metió el rastillo con habilidad bajo el coche.
—No sé qué tiene que ver una cosa con la otra.
El hocico enmascarado del mapache asomó debajo del BMW. De repente, el animal esquivó la escoba de Cole y salió disparado hacia la puerta abierta del garaje, pero en el último momento se escondió detrás de una regadera que había al otro lado del coche.
—¡Será tonto, el cabrón! —dijo Cole asombrado.
Grace se acercó, apartó suavemente la regadera y, tras un momento de vacilación, el mapache se apresuró a regresar debajo del coche, pasando de largo una vez más por delante de la puerta abierta. Grace, siempre tan lógica, levantó la mano que le quedaba libre.
—Tienes la puerta justo ahí. Ocupa toda la pared.
Cole, más entusiasmado de lo que requería la situación, se puso a dar palos otra vez con la escoba por debajo del coche. Asustado por el nuevo ataque, el mapache volvió corriendo a esconderse tras la regadera. Desprendía un olor a miedo tan fuerte y vagamente contagioso como el hedor de su piel.
—Esta es la razón por la que los mapaches no consiguen conquistar el planeta —afirmó Cole, apoyado en la escoba como un Moisés en pantalones de chándal.
—Esta es la razón por la que nos cazan —dije yo.
Grace miró al mapache, agazapado en un rincón.
—No es una lógica muy elaborada —dijo con semblante compasivo.
—Carecen de concepto del espacio —expliqué—. Los lobos tienen una lógica muy elaborada, solo que no es humana. Pero no tienen concepto del espacio. Ni noción del tiempo. Ni saben de fronteras. Y el bosque de Boundary es demasiado pequeño para la manada.
—Por eso debemos trasladarla a un lugar mejor —repuso Grace—. Algún lugar con menos habitantes por kilómetro cuadrado, donde no haya gente como Tom Culpeper.
—Siempre habrá gente como Tom Culpeper —dijimos Cole y yo al unísono, y Grace nos sonrió compungida.
—Tendría que estar muy aislado —añadí—. No podría tratarse de una finca privada a no ser que fuera nuestra, y no creo que seamos tan ricos. Y tampoco puede haber una población de lobos preexistente; si no, correríamos el riesgo de que, al menos al principio, matasen a buena parte de la manada. Y también tendría que ser un sitio rico en caza. Además, no estoy muy seguro de cómo capturar a veintitantos lobos; Cole ya lo había intentado y no ha conseguido atrapar a ninguno.
A Grace se le estaba uniendo cara de obstinación; en momentos así perdía su sentido del humor.
—¿Se os ocurre alguna idea mejor?
Me encogí de hombros.
Cole se rascó el torso desnudo con el extremo de la escoba.
—Bueno, no sería la primera vez que los trasladan a otro lugar —dijo, y Grace y yo lo miramos asombrados. Cole prosiguió sin prisas: estaba acostumbrado a tener a la gente pendiente de sus palabras—. El diario de Beck empieza cuando se transformó en lobo. Pero no sucedió en Minnesota.
—Vale —dijo Grace—. Digamos que te creo. ¿Dónde, entonces?
Cole señaló con la escoba la matrícula de Wyoming que colgaba sobre la puerta.
—Un día, la población de lobos auténticos comenzó a regresar. Y tal como ha dicho Ringo, empezaron a matar a los lobos de temporada. Por eso Beck llegó a la conclusión de que tenían que trasladarse.
Me invadió una extraña sensación de traición. No es que Beck me hubiese mentido sobre su lugar de procedencia; estaba seguro de que nunca le había preguntado directamente si había vivido siempre en Minnesota y, a decir verdad, la matricula estaba en un lugar bastante visible. Era simplemente que… uf. Wyoming. Cole, un fisgón con buenas intenciones, sabía cosas de Beck que yo desconocía. Una parte de mí pensaba que era porque Cole había tenido los huevos de leer el diario de Beck, pero otra parte pensaba que yo no debería haber tenido necesidad de leerlo.
—¿Y cuenta cómo lo hizo? —pregunté.
Cole me lanzó una mirada suspicaz.
—Un poco.
—¿Cómo de poco?
—Solo dice que Hannah los ayudó.
—Nunca he oído hablar de esa tal Hannah —dije, aunque era consciente de que podía parecer receloso.
—Normal —respondió Cole, de nuevo con aquella mirada tan rara—. Beck decía que se había contagiado hacía poco pero que, por alguna razón, no era capaz de ser humana durante tanto tiempo como los demás. Dejó de transformarse en humana el año siguiente al traslado. Según Beck, cuando Hannah era loba, tenía más facilidad que los demás para conservar recuerdos humanos. No muchos, pero recordaba caras y sabía volver a lugares donde había estado siendo humana.
Ya sabía por qué me miraba así. Grace también me estaba mirando. Me di la vuelta.
—Vamos a sacar a este mapache de aquí de una vez por todas.
Nos quedamos inmóviles y en silencio durante unos segundos, algo atontados por la falta de sueño, hasta que me di cuenta de que algo se movía cerca de mí. Dudé durante un segundo, con la cabeza ladeada, y agucé el oído para localizarlo.
—Hola —susurré.
Agazapado tras un cubo de basura que tenía justo al lado había otro mapache, este algo más grande, que me observaba con ojos recelosos. Claramente había elegido un escondite mejor que el primero, ya que su presencia me había pasado totalmente inadvertida. Grace estiró el cuello para atisbar por encima del coche.
Como tenía las manos vacías, me agaché, cogí el asa del cubo de basura y lo empujé lentamente hacia la pared. El mapache se vio obligado a salir por el otro lado, corrió sin despegarse de la pared hasta llegar a la puerta y desapareció en la noche.
—¿Había dos? —preguntó Grace—. Este ha…
Enmudeció en cuanto el primer mapache, inspirado por el éxito de su compañero, salió disparado tras él sin desviarse hacia ninguna regadera.
—Uf —suspiró Grace—. Mientras no haya un tercero… Menos mal que al fin ha aprendido para qué sirve una puerta.
Mientras me dirigía a la puerta del garaje para cerrarla, miré a Cole por el rabillo del ojo. Estaba observando el lugar por el que habían desaparecido los mapaches, con el ceño fruncido y una expresión que, por una vez, no le favorecía especialmente.
Grace empezó a hablar, pero al ver que yo estaba mirando a Cole se quedó callada.
Estuvimos en silencio durante más de un minuto. A lo lejos, los lobos habían empezado a aullar. Se me erizó el vello de la nuca.
—Esa es la respuesta —dijo Cole—. Eso es lo que hizo Hannah y lo que tenemos que hacer nosotros si queremos sacar a los lobos del bosque —se volvió para mirarme—. Uno de nosotros tiene que guiarlos.