CAPÍTULO TRES
Grace
El rugido de mis tripas llevaba la cuenta del tiempo por mí, así que me pareció que tardaba una eternidad en llegar a una tienda. La primera que encontré fue La Tienda de Aparejos de Ben, una casa grisácea metida entre los árboles que parecía haber crecido del terreno embarrado que la rodeaba. Para llegar hasta la puerta tuve que pasar por un aparcamiento de gravilla lleno de charcos de agua de lluvia y nieve fundida. Sobre el tirador había un cartel que decía que, si iba a dejar las llaves de mi furgoneta de alquiler, la caja para depositarlas estaba a la vuelta de la esquina. Otro cartel decía que vendían cachorros de beagle, dos machos y una hembra.
Puse la mano sobre el tirador y, antes de girarlo, intenté decidir cuál iba a ser mi versión de la historia. Siempre existía la posibilidad de que alguien me reconociese. Sobresaltada, caí en la cuenta de que no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde mi transformación en loba, ni del interés periodístico que habría suscitado mi desaparición. Lo que sí sabía era que en Mercy Falls hasta los váteres atascados salían en las noticias.
Entré y cerré la puerta. Me estremecí; dentro de la tienda hacía un calor increíble y apestaba a sudor rancio. Pasé la vista por los estantes llenos de aparejos de pesca, veneno para ratas y plástico de burbujas hasta llegar al mostrador, que estaba al fondo. Apoyado en él había un anciano bajito; ya antes de llegar a su altura, llegué a la conclusión de que los culpables de aquella peste a sudor eran él y su camisa desabotonada.
—¿Vienes por lo de las furgonetas? —preguntó mientras se incorporaba y me miraba a través de sus gafas cuadradas. Tras él había un tablero del que colgaban paquetes de cinta para embalar. Intenté respirar por la boca.
—Hola —dije—. No, no vengo por lo de las furgonetas —tomé aire, puse cara de pena y mentí—: Mi amiga y yo hemos tenido una pelea monumental y me ha hecho bajarme de su coche. Ya lo sé, ya. Me he quedado tirada. ¿Podría llamar por teléfono?
Me miró con el ceño fruncido, y por un segundo me pregunté si estaría cubierta de barro y llevaría greñas de loca. Me pasé la mano por la cabeza para aplastármelas.
—Bueno… —respondió.
Volví a contarle mi historia, asegurándome de no alterar ningún dato e intentando que la situación siguiese pareciendo dramática. En realidad era algo dramática, así que no me resultó difícil. Aun así, no parecía convencido.
—El teléfono. Para llamar a alguien que me recoja —añadí.
—Bueno… —dijo—. ¿Es una llamada de larga distancia?
La esperanza brilló con luz trémula. No tenía ni idea de si era larga distancia o no, así que respondí:
—A Mercy Falls.
—Ah —dijo, sin aclararme nada—. Bueno…
Esperé un minuto, angustiada. En la trastienda alguien soltó una carcajada que me recordó a un ladrido.
—Lo está usando mi mujer —dijo—. Pero cuando cuelgue puedes llamar.
—Gracias —repuse—. Por cierto, ¿dónde estamos, para que pueda decirle a mi novio dónde tiene que recogerme?
—Bueno… —repitió; llegué a la conclusión de que no quería decir nada con aquella palabra, y simplemente la usaba para ganar tiempo mientras pensaba—. Dile que estamos a tres kilómetros de Burntside.
Burntside. Aquello estaba por lo menos a media hora en coche de Mercy Falls, por una carretera de doble sentido llena de curvas. Me inquietó pensar que había recorrido toda aquella distancia sin saberlo, como una sonámbula.
—Gracias.
—Creo que tienes caca de perro en el zapato —añadió amablemente—. La huelo desde aquí.
Hice como que me miraba el zapato.
—Ah, es verdad. Ya decía yo.
—Aún tiene cuerda para rato —me advirtió, y tardé un segundo en caer en la cuenta de que se refería a su mujer hablando por teléfono.
Capté el mensaje.
—Me daré una vuelta por la tienda —dije.
Pareció aliviado, como si pensara que estaba obligado a entretenerme si me quedaba ante el mostrador. En cuanto me alejé para echarle un vistazo a una pared llena de anzuelos, oí que volvía a trastear detrás del mostrador. Su mujer siguió hablando y riéndose con aquellas extrañas carcajadas que parecían ladridos, y la tienda siguió oliendo a sudor.
Vi cañas de pescar, una cabeza de ciervo con una gorra rosa y búhos de pega para espantar a los pájaros del jardín. En un rincón había tarros con gusanos vivos. Mientras los miraba con el estómago revuelto —no hubiera sabido decir si por asco o por la promesa de la transformación—, se abrió la puerta y entró un hombre con una gorra de John Deere. El anciano sudoroso y él se saludaron. Toqué con un dedo el borde de un collar para perro de color naranja intenso, concentrada en mi cuerpo, intentando averiguar si iba a transformarme de nuevo.
De pronto me llamó la atención la conversación de los dos hombres.
—Algo habrá que hacer. Hoy, uno ha robado una bolsa de basura de mi puerta trasera. Mi mujer pensaba que había sido un perro, pero he visto las huellas y eran demasiado grandes —dijo el hombre de la gorra.
Lobos. Estaban hablando de los lobos.
Estaban hablando de mí.
Me agazapé como si estuviese mirando los sacos de pienso para perros en el estante más bajo.
—Dicen que Culpeper está intentando organizar algo —contestó el viejo.
El tipo de la gorra hizo un ruido con la nariz y la boca que me recordó a un gruñido.
—¿Como el año pasado? Con aquello no consiguió una mierda. Les hizo cosquillas en la tripa, nada más. ¿Eso es lo que nos van a costar las licencias de pesca este año?
—Sí —repuso el viejo—. Pero ahora se está planteando otra cosa. Quiere liquidarlos como hicieron en Idaho. Con helicópteros y… asesinos. No, no los llaman así. Tiradores. Eso es. Intenta hacerlo por lo legal.
El estómago se me revolvió de nuevo. Tom Culpeper era el culpable de todo: primero le había disparado a Sam y luego había matado a Victor. ¿Es que no iba a darse nunca por vencido?
—Pues va a necesitar suerte para pasar por encima de los ecologistas —dijo el de la gorra—. Esos lobos están protegidos o algo así. Mi primo se metió en un lío por atropellar a uno hace unos cuantos años. Casi le destrozó el coche. Culpeper no lo va tener fácil.
El viejo tardó un rato en contestar; estaba detrás del mostrador manipulando algo que sonaba como papel de aluminio al arrugarse.
—¿Quieres? ¿No? Bueno… Pero es un abogado importante. Y a su hijo lo mataron los lobos. Si hay alguien que puede conseguirlo, es él. En Idaho liquidaron a una manada entera. ¿O fue en Wyoming? No sé, en algún sitio de esos.
Una manada entera.
—Pero no por robar basura —replicó el de la gorra.
—Ovejas. Yo creo que es mucho peor que los lobos maten muchachos a que maten ovejas. A lo mejor consigue que lo aprueben. Quién sabe… —hizo una pausa—. Oye, chica. ¿Chica? El teléfono ya está libre.
De nuevo se me revolvió el estómago. Me levanté y me crucé de brazos rezando para que el tipo de la gorra no reconociese el vestido, pero solo me miró de pasada. No parecía la clase de hombre que se fija en lo que llevan puesto las mujeres. Pasé rozándolo y el viejo me dio el teléfono.
—Será un minuto —dije.
El viejo hizo como si no me hubiese oído, así que me retiré a un rincón de la tienda. Los hombres reanudaron la conversación, pero ya no hablaban de lobos.
Con el teléfono en la mano, me pregunté a qué número podía llamar, si al de Sam, al de Isabel o al de mis padres.
A mis padres no podía llamarlos.
No quería.
Marqué el número de Sam. Durante unos segundos, antes de pulsar la tecla de llamada, respiré hondo, cerré los ojos y pensé que lo que más deseaba en el mundo era que cogiese el teléfono, mucho más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Los ojos se me llenaron de lágrimas y parpadeé con fuerza.
Sonó el teléfono. Dos tonos. Tres. Cuatro. Seis. Siete.
Empecé a aceptar la posibilidad de que no cogiese el teléfono.
—¿Sí?
Al oír su voz me temblaron las rodillas, y tuve que agacharme y apoyar una mano en una estantería metálica para recobrar el equilibrio. La falda de mi vestido robado se extendió por el suelo.
—Sam —susurré.
Se hizo el silencio; duró tanto que pensé que había colgado.
—Sam, ¿sigues ahí?
El se rió.
—No… no me podía creer que fueses tú de verdad —dijo con voz temblorosa—. Eres… No me podía creer que fueses tú de verdad.
Pensé en cómo sería el reencuentro: aparcaría el coche y me abrazaría, y yo me sentiría segura y me engañaría pensando que no lo abandonaría nunca más. Lo deseaba con tantas fuerzas que sentí un pinchazo en el estómago.
—¿Vendrás a recogerme?
—¿Dónde estás?
—En La Tienda de Aparejos de Ben. En Burntside.
—Dios. Salgo enseguida. Llegaré en veinte minutos. Ya voy.
—Te espero en el aparcamiento —repuse enjugándome una lágrima que se me había escapado sin querer.
—Grace… —dijo, y se calló.
—Lo sé —contesté—. Yo también.
Sam
Sin Grace, vivía en cien momentos distintos del presente. Cada segundo estaba lleno de la música de otra persona o de libros que nunca leería. Iba al trabajo, hacía pan… Cualquier cosa para mantenerme ocupado. Fingía que todo transcurría con normalidad, que tan solo era un día más sin ella, que al día siguiente entraría por la puerta y la vida seguiría su curso como si nadie la hubiese interrumpido.
Sin Grace, era una máquina en movimiento perpetuo, impulsada por mi incapacidad para dormir y por el miedo a que se me amontonasen los recuerdos. Cada noche era una fotocopia de los días anteriores, y cada día era una fotocopia de las noches. Todo estaba patas arriba: la casa, que parecía llena de gente aunque solo estuviese Cole St. Clair; mis recuerdos, encerrados entre imágenes de Grace cubierta por su propia sangre, transformándose en loba; y yo sin transformarme, a salvo de los fríos tentáculos del invierno. Estaba esperando un tren que no llegaba a la estación. Pero no podía dejar de esperar; si no, ¿qué sería de mí? Estaba viendo mi mundo reflejado en un espejo.
«Esto es el destino: estar enfrente y nada más, estar siempre enfrente», decía Rilke.
Sin Grace, lo único que tenía eran las canciones que había compuesto sobre su voz y sobre el eco de su voz cuando había dejado de hablar.
Y entonces llamó.
Cuando sonó el teléfono, estaba aprovechando la mañana soleada para lavar el Volkswagen y limpiarle los últimos restos de sal y de tierra que tenía incrustados tras las nevadas de un invierno eterno. Había bajado las ventanillas delanteras para oír música mientras trabajaba. Era una canción con guitarras atronadoras, armonías y una melodía vertiginosa que a partir de entonces asociaría siempre con la esperanza de aquel momento, cuando ella llamó y dijo: «¿Vendrás a recogerme?».
El coche y mis brazos estaban llenos de espuma que no me molesté en enjuagar. Tiré el móvil sobre el asiento del copiloto y giré la llave en el contacto. Salí marcha atrás; tenía tanta prisa que, al pasar de marcha atrás a primera con el pie resbalándome en el embrague, se dispararon las revoluciones. El ruido ascendente del motor imitaba los latidos de mi corazón.
El cielo, azul e inmenso, estaba salpicado de nubes blancas formadas por finísimos cristales de hielo, demasiado alejadas de la tierra para que yo sintiese su frío, allí en el cálido suelo. Guando llevaba diez minutos circulando por la carretera, me di cuenta de que había olvidado subir las ventanillas; el viento me había secado el jabón de los brazos y me los había dejado surcados de rayas blancas. Me encontré con otro coche y lo adelanté en una zona donde estaba prohibido adelantar.
Faltaban diez minutos para ver a Grace sentada en el asiento del copiloto. Todo iba a salir bien. Ya sentía sus dedos entrelazados con los míos y su mejilla contra mi cuello. Parecía que habían pasado varios años desde la última vez que la había abrazado y le había apoyado las manos en el pecho. Una eternidad desde nuestro último beso. Toda una vida desde la última vez que había oído su risa.
Sentía la pesada carga de la esperanza. Me obsesioné con un hecho tan intrascendente como que, durante dos meses, Cole y yo nos habíamos alimentado de sándwiches de gelatina, atún de lata y burritos congelados. Guando volviese Grace, comeríamos mejor. Creía recordar que teníamos un bote de salsa de tomate y algo de pasta. Me parecía increíblemente importante preparar una cena en condiciones para celebrar su regreso.
Cada minuto que pasaba estaba más cerca de ella. En el fondo había otros asuntos que me preocupaban, y los más importantes tenían que ver con los padres de Grace. Creían firmemente que yo estaba implicado en su desaparición, ya que Grace había discutido con ellos por mi culpa justo antes de transformarse. En los dos meses que llevaba desaparecida, la policía había registrado mi coche y me había interrogado. La madre de Grace buscaba cualquier excusa para pasar por delante de la librería cuando yo estaba trabajando, y me escrutaba por el escaparate mientras yo hacía como que no la veía. En el periódico del pueblo se habían publicado artículos sobre las desapariciones de Grace y de Olivia, y de mí lo decían todo menos mi nombre.
En el fondo, sabía que aquella situación —Grace transformada en loba, sus padres convertidos en mis enemigos, yo en Mercy Falls con un cuerpo recién estrenado— era un nudo gordiano imposible de desatar. Pero con Grace a mi lado, todo se arreglaría.
A punto estuve de pasar de largo por La Tienda de Aparejos de Ben, una casa anodina escondida entre unos pinos achaparrados. Di un bandazo y entré con el Volkswagen en el aparcamiento; los baches en la gravilla eran profundos y estaban llenos de agua lodosa que salpicó el coche. Eché un vistazo rápido y frené un poco. Había unas cuantas furgonetas de alquiler aparcadas detrás de la casa. Y junto a ellas, cerca de los árboles…
Detuve el coche en el fondo del aparcamiento y salí sin apagar el motor. Pisé una traviesa de madera y me paré en seco. Tirado en el suelo, sobre la hierba húmeda, había un vestido de flores. A un metro de donde me encontraba vi un zueco abandonado, y otro metro más allá, volcado, su compañero. Respiré hondo y me arrodillé para recoger el vestido. Arrugada en mi mano, la tela olía vagamente al recuerdo de Grace. La alisé y tragué saliva.
Desde allí alcanzaba a ver un lado del Volkswagen, lleno de barro del aparcamiento. Parecía que no lo hubiese lavado.
Volví a sentarme en el coche, dejé el vestido en el asiento de atrás, me cubrí la nariz y la boca con las manos ahuecadas y respiré el mismo aire una y otra vez, con los codos apoyados en el volante. Me quedé allí sentado durante un buen rato, mirando por encima del salpicadero hacia un par de zuecos abandonados.
Todo resultaba mucho más fácil cuando el lobo era yo.