CAPÍTULO VEINTISIETE
Grace
Encontré a Sam inclinado sobre la barandilla del porche delantero, una silueta alargada y oscura apenas visible en la noche. Era curioso lo mucho que Sam podía transmitir solo con la curva que trazaban sus hombros y su manera de agachar la cabeza. Hasta alguien como yo, para quien una sonrisa es una sonrisa y nada más que una sonrisa, podía percibir la frustración y la tristeza en la línea que describía su espalda, en la flexión de su rodilla izquierda, en su manera de apoyar de lado uno de los pies.
De pronto me sentí cohibida, tan insegura y emocionada como la primera vez que lo vi.
Me apoyé yo también contra la barandilla, sin encender la luz del porche ni saber muy bien qué decir. Me apetecía dar saltos, agarrarlo por el cuello, golpearle el pecho y reír como una loca o echarme a llorar. No estaba segura de cuál era el protocolo para aquel tipo de situaciones.
Sam se volvió hacia mí y, a la tenue luz que se escapaba de la ventana, pude apreciar la barba de varios días que le poblaba la mandíbula. Había madurado durante mi ausencia. Alargué la mano y se la pasé por la cara; él esbozó una sonrisa triste.
—¿Duele? —pregunté mientras le frotaba a contrapelo; había echado de menos acariciarlo.
—¿Por qué me iba a doler?
—No sé… ¿Porque lo hago a contrapelo? —aventuré.
Me sentía abrumada por la felicidad de estar allí, acariciando su barbilla sin afeitar. Todo era terrible y genial al mismo tiempo. Me dieron ganas de sonreír e imaginé que mi mirada ya lo estaba haciendo, porque Sam también sonreía. Sin embargo, se le veía algo desconcertado, como si no estuviese seguro de si quería sonreír o no.
—Una cosa más —añadí—. Hola.
Entonces sí que sonrió de verdad.
—Hola, ángel —contestó en voz baja.
Me rodeó el cuello con sus brazos larguiruchos y me abrazó fuerte, y yo me aferré a él con todas mis fuerzas. Me encantaba besar a Sam, pero ningún beso superaría nunca aquella sensación: su aliento contra mi pelo, mi oreja pegada a su camiseta. Sentí que juntos éramos una sola criatura, más fuerte: una Grace-Sam.
—¿Has comido algo? —preguntó sin soltarme.
—Un sándwich. También he encontrado unos zuecos, pero no eran comestibles.
Sam se rió en voz baja. Me alegró oír su risa; la había echado mucho de menos.
—No se nos da muy bien ir de compras —dijo.
—A mí no me gusta comprar comida. Es lo mismo una semana tras otra. Me gustaría ganar mucho dinero para que algún día alguien se encargase de ir de compras por mí. ¿Se necesita mucha pasta para eso? No quiero una gran mansión, solo que alguien me haga la compra —murmuré contra su camiseta, que olía a suavizante.
Sam reflexionó un momento. Aún no me había soltado.
—Creo que es mejor que cada uno haga su propia compra.
—Seguro que la reina de Inglaterra no pisa el supermercado.
Resopló por encima de mi cabeza.
—Pero ella come lo mismo todos los días. Gelatina de anguilas, sándwiches de abadejo y bollitos con Marmite.
—Dudo que sepas lo que es el Marmite —bromeé yo.
—Es algo que untas en el pan y que está asqueroso. Eso me dijo Beck —Sam apartó los brazos, se recostó contra la barandilla y me miró—. ¿Tienes frío?
Tardé un segundo en darme cuenta de que esa pregunta implicaba otra: «¿Vas a transformarte?».
Pero me sentía bien, real, Grace por los cuatro costados. Negué con la cabeza y me apoyé a su lado. Durante un instante nos quedamos allí, inmóviles en la oscuridad, contemplando la noche. Cuando miré a Sam, reparé en que tenía las manos entrelazadas. Los dedos de la mano derecha apretaban el pulgar izquierdo con tanta fuerza que se había puesto blanco.
Apoyé la cabeza en su hombro, donde solo la camiseta separaba su piel de mi mejilla. Sam respondió al contacto con un suspiro entrecortado antes de decir:
—Creo que eso de ahí es la aurora boreal.
Desvié la mirada sin levantar la cabeza.
—¿Dónde?
—Allí, encima de los árboles. ¿La ves? Hay un tono rosado.
Entrecerré los ojos. Había un millón de estrellas.
—Eso, o las luces de la gasolinera. Ya sabes, ese QuikMart que hay a las afueras del pueblo.
—Una conjetura deprimente y práctica —dijo Sam—. Hubiese preferido algo mágico.
—Las auroras boreales no tienen más magia que el QuikMart —señalé. Había hecho un trabajo sobre el tema para la asignatura de Ciencias y sabía bastante sobre aquel fenómeno. Aunque, la verdad, eso de que el viento solar y los átomos entrasen en contacto para regalarnos un espectáculo de luz sí que tenía algo de mágico.
—Esa es una conjetura igual de deprimente y práctica.
Levanté la cabeza y me eché a un lado para mirarlo.
—Aun así, es precioso.
—A menos que realmente sea el QuikMart —repuso Sam, mirándome con una expresión tan pensativa que me puse un poco nerviosa.
De mala gana, como si de repente hubiese recordado sus buenos modales, añadió:
—¿Estás cansada? Si quieres, podemos entrar.
—No, me encuentro bien. Solo quiero estar contigo un rato. Antes de que todo se vuelva más complicado y confuso.
Contempló la oscuridad con el ceño fruncido.
—Vamos a comprobar si efectivamente es una aurora boreal —dijo de pronto.
—¿Tienes un avión?
—Tengo un Volkswagen. Deberíamos buscar un sitio más oscuro, alejarnos del QuikMart para adentrarnos en los bosques de Minnesota. ¿Qué me dices?
En su rostro lucía ahora esa sonrisa tímida que tanto me gustaba. Me pareció que había pasado una eternidad desde la última vez que la había visto.
—¿Tienes las llaves? —pregunté, y él se palpó el bolsillo—. ¿Qué hay de Cole? —añadí señalando hacia arriba.
—Está durmiendo, como todo el mundo a estas horas de la noche —aseguró.
No quise decirle que estaba despierto. Me vio vacilar y malinterpretó mi gesto.
—Aquí la pragmática eres tú. ¿Te parece mala idea? No sé. Quizá sea mala idea.
—Me apetece ir —contesté agarrándole con fuerza de la mano—. No estaremos fuera mucho tiempo.
Al subir al Volkswagen, aparcado en el camino de entrada, y sentir que el motor cobraba vida con un rugido, tuve la sensación de que estábamos conspirando para algo que iba mucho más allá de perseguir luces en el cielo. Podríamos estar yendo a cualquier otra parte, persiguiendo la promesa de lo mágico. Sam encendió la calefacción mientras yo empujaba el asiento hacia atrás (alguien lo había echado hacia delante). Antes de mover la palanca del cambio y salir marcha atrás por el camino de entrada, Sam me apretó la mano unos segundos.
—¿Preparada?
Le sonreí. Por primera vez desde el hospital —desde antes del hospital, de hecho—, me sentía como la Grace de siempre, aquella que podía hacer todo lo que se propusiese.
—Nací preparada.
Bajamos por la carretera a toda velocidad. Sam estiró el brazo para acariciarme con un dedo la oreja y el coche dio un bandazo. Volvió a mirar rápidamente al frente y se rió un poco de sí mismo mientras enderezaba el volante.
—Mira por la ventanilla —dijo—. Parece que me cuesta recordar cómo se conduce, así que dime tú hacia dónde tenemos que ir, dónde brilla más. Confío en ti.
Pegué la cara al cristal y entrecerré los ojos para distinguir el resplandor. Al principio me costó adivinar de dónde venía, de modo que primero dirigí a Sam hacia carreteras más oscuras, lejos de las luces de las casas y del pueblo. Pero a medida que pasaban los minutos, nos resultaba más fácil encontrar el camino hacia el norte. Cada cruce nos alejaba más de la casa de Beck, de Mercy Falls y del bosque de Boundary. De pronto nos encontramos a kilómetros de nuestras vidas, descendiendo por una carretera recta bajo un cielo vasto, vastísimo, agujereado por cientos de millones de estrellas, rodeados por la inmensidad del mundo. En una noche como aquella no costaba creer que, no hacía tanto tiempo, la gente solo veía de noche con la luz de las estrellas.
—En 1859 —dije— hubo una tormenta solar. La aurora boreal brillaba con tanta fuerza que la gente podía leer en plena madrugada.
Sam no lo puso en tela de juicio.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque me parece interesante —repuse.
Volvió a sonreír; aquella sonrisa divertida daba a entender lo mucho que le gustaba mi superdesarrollado hemisferio cerebral izquierdo.
—Cuéntame alguna otra cosa interesante.
—Aquellas auroras fueron tan potentes que los telegrafistas desenchufaban las baterías y hacían funcionar los telégrafos con su energía —dije.
—Mentira —rebatió Sam, pero era obvio que me creía—. Cuéntame otra cosa interesante.
Estiré el brazo para tocarle la mano, que descansaba sobre la palanca del cambio. Le acaricié la parte interior de la muñeca con el dedo pulgar y sentí que se le ponía la carne de gallina. Localicé su cicatriz, de textura anormalmente suave, aunque algo arrugada y abultada en los bordes.
—He perdido la sensibilidad —dijo—. Donde tengo la cicatriz no siento nada.
Cerré la mano alrededor de su muñeca, solo un momento, y presioné el pulgar contra su piel. Sentí el revoloteo de su pulso.
—Podríamos seguir adelante, marcharnos de aquí —propuse.
Sam se quedó callado, y al principio pensé que no me había entendido. Reparé entonces en la mano con la que sujetaba el volante. Gracias a la luz del salpicadero, observé que aún tenía barro bajo las uñas. A diferencia de mí, él no se había desprendido de su piel sucia.
—¿En qué piensas? —pregunté.
Cuando contestó lo hizo con voz pastosa, como si le costase dejar salir las palabras.
—En que el año pasado, por estas fechas, no hubiese querido hacerlo —tragó saliva—. En eso y en que, si pudiésemos, lo haría ¿Te lo imaginas?
Claro que sí. Me imaginaba una vida en algún lugar lejos de allí, empezando desde cero, solos él y yo. Pero en cuanto la imagen tomaba forma —los calcetines de Sam sobre un radiador bajo la ventana, mis libros desparramados en una diminuta mesa de cocina, tazas de café apiladas en el fregadero—, pensaba en todo lo que tendría que dejar atrás: Rachel, Isabel, Olivia. Mis padres. Los había abandonado de manera tan abrupta tras el dudoso milagro de mi transformación, que la rabia que había sentido hacia ellos me parecía suavizada y lejana. Ya no tenían poder sobre mi futuro. Ni ellos ni nadie, salvo el invierno.
De pronto, por la ventanilla de Sam vi la aurora, nítida y brillante. Obviamente, no se trataba de la luz de ninguna tienda.
—¡Sam, Sam! ¡Mira! ¡Gira, gira, gira por ahí!
Retorciéndose lentamente en el cielo, a nuestra izquierda, asomaba un jirón de color rosa sinuoso y enmarañado que parpadeaba y brillaba como si estuviese vivo. Sam giró a la izquierda y tomó una carretera estrecha, mal asfaltada, que atravesaba un campo negro interminable. El coche serpenteaba entre los baches de la carretera y la gravilla crujía a nuestro paso. Los dientes me castañetearon al pasar sobre un bache. Sam empezó a hacer «aaaaaaaaaaaa» para que su voz subiera y bajara con el traqueteo del Volkswagen.
—¡Para aquí! —le indiqué.
Los campos se perdían de vista en todas direcciones. Sam echó el freno de mano y juntos miramos por el parabrisas.
Flotando en el cielo, justo encima de nosotros, estaba la aurora boreal. Como una brillante carretera de color rosa, serpenteaba en el cielo y desaparecía detrás de los árboles. A un lado brillaba un halo de un tono violeta más intenso. Las luces titilaban y se estiraban, aumentaban y se encogían, avanzaban y se contraían. La luz se volvía de repente algo homogéneo, un camino hacia el cielo, y un segundo después era un conjunto de muchas cosas, un ejército de luz que avanzaba siempre hacia el norte.
—¿Quieres salir? —preguntó Sam.
Yo ya tenía la mano en el tirador de la puerta. Fuera hacía mucho frío, pero de momento me encontraba bien. Me reuní con Sam en la parte delantera del coche, donde se había recostado sobre el capó. Cuando me acomodé a su lado, apoyándome en las manos, noté el calor del motor como un escudo contra la fría noche.
Los dos miramos hacia arriba. El paisaje que nos rodeaba era tan llano y oscuro que hacía que el cielo pareciese inmenso como un océano. Con la loba que llevaba dentro y Sam a mi lado —ambos extrañas criaturas—, sentí que éramos una parte intrínseca de aquel mundo, de aquella noche, de aquel misterio infinito.
El corazón me latía cada vez más rápido por alguna razón que no lograba identificar. De pronto fui muy consciente de que Sam se encontraba a centímetros de mí, contemplando el espectáculo conmigo, con el aliento formando nubecillas frente a su cara.
—Visto desde tan cerca, me cuesta mucho creer —dije, y por alguna razón, la voz se me quebró al pronunciar la palabra «creer»— que no sea algo mágico.
Sam me besó.
Su beso cayó a un lado de mi boca, porque yo seguía mirando hacia arriba, pero era un beso de verdad, no uno de esos que se dan con cuidado. Me volví hacia él para que pudiese besarme otra vez. Noté calor en los labios ante la sensación desconocida que me producía su barba, y cuando me acarició el brazo sentí mucho más de lo normal el contacto de las yemas de sus dedos, callosas y ásperas, contra mi piel. Todo dentro de mí sentía hambre e impaciencia. No entendía cómo algo que habíamos hecho tantas veces podía resultar tan extraño, nuevo y aterrador.
Mientras nos besábamos, no me importaba haber sido una loba horas antes, ni saber que volvería a transformarme, ni que nos esperaran mil trampas cuando se acabase aquel beso. Lo único que importaba era el roce de nuestra nariz, la suavidad de su boca, el dolor que me estremecía por dentro.
Sam se apartó, hundió su cara en mi cuello y me abrazó. Me estrechaba con tal fuerza que apenas podía respirar y tenía el hueso de la cadera aplastado contra el capó, pero jamás le habría pedido que me soltase.
Dijo algo, pero apenas oí su voz contra mi piel.
—¿Cómo? —pregunté.
Me soltó y me miró la mano, que descansaba sobre el capó. Con la punta del pulgar presionó la yema de mi dedo índice y se quedó mirando la forma que dibujaban nuestros dedos juntos, como si fuese algo fascinante.
—He echado de menos ver tu cara —susurró sin mirarme.
En el cielo, las luces parpadeaban y cambiaban. No tenían principio ni final, pero aun así parecían estar abandonándonos. Volví a pensar en el barro que Sam tenía bajo las uñas y en los rasguños de su sien. ¿Qué más había ocurrido mientras yo estaba en el bosque?
—Y yo he echado de menos tener mi cara —repuse.
Pensaba que iba a sonar divertido, pero al decirlo ninguno de los dos se rió. Sam retiró la mano y miró hacia arriba, a la aurora boreal. Observaba el cielo como si tuviese la mente en blanco.
Entonces me di cuenta de lo cruel que había sido: no había correspondido a sus palabras románticas, ni le había dicho algo que tal vez necesitara escuchar después de haber estado tanto tiempo sin mí. Pero ya había pasado el momento, y no se me ocurría nada que no sonase cursi. Consideré si decirle «te quiero», pero solo pensar en decirlo en voz alta me hacía sentir rara. No sabía por qué me pasaba eso: lo quería más que a nada en el mundo y, sin embargo, no sabía cómo decirlo. Le tendí la mano y Sam la cogió.
Sam
Fuera del coche las luces eran aún más deslumbrantes, como si el aire frío que nos rodeaba se moviese y brillase con tonos rosas y violetas. Levanté el brazo todo lo que pude, imaginándome que podía peinar la aurora. Hacía frío, pero era un frío bueno, del que te hace sentir vivo. El cielo estaba tan despejado que se veían todas las estrellas. Ahora que había besado a Grace, no podía parar de pensar en acariciarla. Tenía la cabeza llena de los lugares que me quedaban por tocar: la suave piel del interior de su codo, la curva que empezaba justo encima de la cadera, la línea de su clavícula. Quería besarla de nuevo, me moría de ganas; quería más de ella, pero lo que hicimos fue quedarnos cogidos de la mano con la cabeza echada hacia atrás, y juntos giramos lentamente mirando hacia el cielo infinito. Era como caer al vacío o como volar.
Me debatí entre salir de aquel momento o quedarme como estaba, en un estado de expectativa y seguridad simultáneas.
En cuanto volviésemos a casa, la cacería se convertiría de nuevo en algo real. Y yo no me sentía preparado para eso.
—Sam, ¿vas a casarte conmigo? —preguntó Grace de pronto.
Di un respingo y la miré, pero ella seguía contemplando las estrellas como si acabase de preguntarme qué tiempo iba a hacer. Sin embargo, tenía los ojos entrecerrados en un gesto severo que desmentía el tono despreocupado de su voz.
No sabía qué esperaba que dijese. Me dieron ganas de soltar una carcajada y, de repente, lo vi todo claro. Tenía razón: el bosque la reclamaría durante los meses más fríos, pero ni iba a morir ni la había perdido para siempre. Allí, en aquel momento, la tenía a mi lado. En comparación, todo lo demás parecía insignificante, manejable, secundario.
De pronto el mundo parecía un lugar prometedor, afable. Vislumbré el futuro y era un lugar donde quería estar.
Me di cuenta de que Grace seguía esperando una respuesta. La atraje hacia mí hasta que nos quedamos nariz contra nariz bajo la aurora boreal.
—¿Me lo estás pidiendo? —pregunté.
—Solo quiero dejar las cosas claras.
Pero estaba sonriente: esbozaba una sonrisa pequeña pero sincera porque me había leído el pensamiento. En su sien, unos cabellos sueltos se mecían con la brisa; me dio la sensación de que debían de hacerle cosquillas, pero ella ni pestañeó.
—Es por no vivir en pecado, más que nada —explicó.
Y entonces, pese a que el futuro era un lugar peligroso, me eché a reír porque la quería y ella me quería a mí, y el mundo era maravilloso y estaba inundado de luz rosa.
Me besó suavemente.
—Di que sí —me pidió temblando ligeramente.
—Sí —contesté—. Hay trato.
Me pareció algo físico, algo que podía sujetar con las manos.
—¿Lo dices en serio? No lo digas si no lo piensas de verdad.
—Lo digo muy en serio —afirmé, con voz menos grave de lo que pretendía.
—Vale —dijo Grace; de pronto, parecía contenta y segura de mis sentimientos. Soltó un pequeño suspiro y recolocó nuestras manos para que los dedos quedasen entrelazados—. Ya puedes llevarme a casa.