CAPÍTULO VEINTISÉIS
Isabel
Conducir delante de mis padres siempre me hacía parecer peor conductora de lo que era. Mira que había pasado tiempo al volante; pero si uno de mis padres se sentaba en el asiento del copiloto, inmediatamente empezaba a frenar bruscamente, a girar demasiado pronto y a encender los limpiaparabrisas al ir a darle al botón de la radio. Aunque nunca me había dado por hablar con gente que no me escuchaba (Sam Roth estaba empezando a ser la excepción), cada vez que mi padre o mi madre se montaban en el coche, empezaba a criticar las matrículas personalizadas que se ponía la gente, a quejarme de que iban demasiado lentos o a comentar que ponían los intermitentes tres kilómetros antes de pensar en girar.
Por eso, cuando iluminé con los faros una camioneta medio fuera de la carretera, con el morro metido en la cuneta, dije:
—Ese se ha lucido al aparcar.
A mi madre, que estaba adormilada y se sentía benévola por el vino y por la hora, aquello le llamó la atención.
—Isabel, para detrás de ellos. A lo mejor necesitan ayuda.
Yo solo quería llegar a casa para poder llamar a Sam o a Cole y enterarme de qué estaba pasando con Grace. Nos quedaban tres kilómetros de camino; el universo estaba siendo un poco injusto conmigo. Iluminado por mis faros, el vehículo parado no tenía buena pinta.
—Mamá, fuiste tú quien me dijo que nunca parase por si me violaban o me secuestraba un demócrata.
Mi madre negó con la cabeza y sacó una polvera del bolso.
—Yo nunca te he dicho eso. Le pega más haberlo dicho a tu padre —bajó la visera para mirarse en el espejito iluminado—. Yo habría dicho «un anarquista».
Avancé lentamente. Era una camioneta de caja alta —siempre he pensado que solo venden ese tipo de vehículos a tipos mayores de cincuenta años—, y tenía toda la pinta de pertenecer a un borracho que había parado a vomitar.
—¿Qué hacemos? ¡Ni siquiera sabemos cambiar una rueda! —intenté pensar qué podía pasarle a alguien para obligarle a parar en el arcén, aparte del asunto vómito.
—Hay un policía —dijo mi madre.
Efectivamente, había un coche de policía aparcado con las luces puestas. La caja de la camioneta lo había ocultado hasta entonces.
—Podrían necesitar ayuda médica —añadió mi madre en tono animado.
Mi madre vivía con la esperanza de que alguien necesitase ayuda médica. Cuando yo era pequeña, siempre estaba deseando que alguien se hiciese daño en los columpios. En los restaurantes de comida rápida, se quedaba mirando a los cocineros a la espera de algún desastre. En California siempre se paraba cuando veía algún accidente. Cuando se hacía la superheroína, su frase favorita era: «¿ALGUIEN NECESITA UN MÉDICO? ¡YO SOY MÉDICA!». Una vez mi padre me dijo que no fuese tan dura con ella, que le había costado mucho sacarse el título por problemas familiares y disfrutaba de poder ir diciendo por ahí que era médica. Sí, vale, procuré comprenderlo, pero pensaba que ya lo habría superado.
Suspirando, me paré detrás de la camioneta. Aparqué mejor que el otro conductor, aunque tampoco era muy difícil. Mi madre salió rápidamente del todoterreno y yo la seguí más despacio. En la parte trasera de la camioneta había tres pegatinas que decían: «Alístate», «Cuelga y conduce» e, inexplicablemente, «Preferiría estar en Minnesota».
Al otro lado de la camioneta, un poli hablaba con un tipo pelirrojo que llevaba camiseta blanca y tirantes —tenía mucha barriga pero poco culo—. Curiosamente, la puerta de la camioneta estaba abierta y había una pistola en el asiento del conductor.
—¡Doctora Culpeper! —saludó el agente con animación.
—Hola, agente Heifort. He parado para ver si me necesitaban —respondió mi madre con voz acaramelada.
Aquel tono era su especialidad; te envolvía tan lentamente que no te dabas cuenta de que te estaba asfixiando hasta que era demasiado tarde.
—Muy amable por su parte —repuso Heifort, que tenía los dedos sobre la pistolera—. ¿Esta es su hija? Es tan guapa como usted, doctora.
Mi madre dijo que la halagaba en exceso, Heifort insistió… El tipo pelirrojo se removía, inquieto. Mi madre y el policía se pusieron a hablar de la lata que daban los mosquitos en aquella época del año. El pelirrojo dijo que aquello no era nada comparado con lo que estaba por venir, llamándolos «mojquitos» todo el rato.
—¿Para qué es la pistola? —pregunté, y los tres me miraron sin decir nada.
Me encogí de hombros.
—Simple curiosidad —me disculpé.
—Parece que el señor Lundgren ha decidido ocuparse él mismo de la caza del lobo y alumbrarse con los faros del coche —dijo Heifort.
—Agente, ya sabe que no es eso lo que ha pasado. Me lo he encontrado y le he disparado desde la camioneta, que no es lo mismo —protestó Lundgren.
—Supongo que no —repuso Heifort—. Pero tenemos un animal muerto y está prohibido disparar un arma tras la puesta de sol. Y menos un revólver del calibre 38. Debería saberlo, señor Lundgren.
—Esperen —dije—. ¿Ha matado a un lobo?
Metí las manos en los bolsillos de la cazadora. Aunque la noche era cálida, me recorrió un escalofrío.
Heifort señaló la parte delantera de la camioneta, negando con la cabeza.
—Mi marido me ha dicho que nadie puede cazarlos hasta el día de la batida aérea, para no asustarlos y que no se escondan —dijo mi madre, que había endurecido su tono acaramelado.
—Cierto —respondió Heifort.
Me alejé de ellos y me dirigí a la cuneta, hacia donde había señalado Heifort, consciente de que el tipo pelirrojo me miraba acongojado. Vi el pelaje crespo de un animal que yacía de costado sobre la hierba.
Querido Dios y también San Antonio, si andas por ahí: ya sé que pido muchas tonterías, pero esto es importante. Por favor, por favor, que no sea Grace.
Aunque sabía que en teoría estaba a salvo con Sam y Cole, respiré hondo y me acerqué un poco más. La brisa movió el pelo del animal. Tenía un orificio ensangrentado en la paletilla, otro en el hombro y otro más justo detrás del cráneo. El orificio de salida de la bala, en lo alto de la cabeza, era asqueroso. Para comprobar si los ojos me sonaban de algo tendría que arrodillarme, pero ni me molesté.
—Esto es un coyote —dije en tono acusatorio.
—Sí señora —contestó Heifort con jovialidad—. Es grande, ¿eh?
Suspiré aliviada. Hasta una chica de ciudad como yo sabía diferenciar un lobo de un coyote. Supuse que Lundgren había bebido más de la cuenta o quería probar su pistola nueva.
—No habrá tenido muchos problemas de este tipo, ¿verdad? —le preguntó mi madre a Heifort, en el tono que ponía cuando quería obtener información para mi padre y no para ella—. ¿Está la gente tomándose la justicia por su mano? No nos lo estará ocultando, ¿verdad?
—Hacemos todo lo que podemos —respondió Heifort—. Casi todo el mundo se está comportando; no quieren estropearles la cacería a los helicópteros. Pero no me extrañaría que tuviésemos algún contratiempo antes del gran día. Los muchachos no pueden evitarlo —hizo un gesto en dirección a Lundgren como si no pudiese oírlo—. Ya le digo que hacemos todo lo que podemos.
Mi madre no se quedó satisfecha.
—Eso mismo les digo yo a mis pacientes —dijo en tono frío, y me miró con el ceño fruncido—. Isabel, no toques eso.
Ni siquiera estaba cerca. Crucé la cuneta invadida de hierba hasta llegar donde estaba mi madre.
—No habrá bebido esta noche, ¿verdad, doctora? —preguntó Heifort mientras mi madre se dirigía hacia el coche. Los dos tenían la misma mirada de hostilidad edulcorada.
Mi madre le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—Yo sí —respondió, e hizo una pausa para regodearse—, pero conduce Isabel. Vamos, Isabel.
En cuanto nos subimos al coche, antes de cerrar de un portazo, masculló:
—Paletos… Odio a ese hombre. Creo que esto me ha curado de mi propensión filantrópica.
No me lo creí: la próxima vez que pensase que podía ayudar, volvería a saltar del coche en marcha sin preguntar antes si querían su ayuda o no.
Supongo que cada vez me parecía más a mi madre.
—Tu padre y yo nos estamos planteando volver a California cuando esto acabe —dijo mi madre.
Estuve a punto de estamparme con el coche.
—¿Y cuándo pensabais decírmelo?
—Cuando fuese definitivo. Tengo varias ofertas de trabajo; solo tengo que cuadrar los horarios y ver por cuánto podemos vender la casa.
—Repito: ¿cuándo pensabais decírmelo? —insistí, casi sin aliento.
—Bueno, Isabel, estás a punto de ir a la universidad y casi todas las que has solicitado están allí. Para ti será más fácil. Creía que no te gustaba vivir aquí —repuso mi madre, perpleja.
—No. Bueno, es que… no me puedo creer que no me hayáis dicho que existía esa opción antes de… —no estaba segura de cómo acabar la frase, así que me callé.
—¿Antes de qué?
Levanté una mano. Habría levantado las dos, pero tenía que conducir con la otra.
—Nada. California. Genial. Viva.
Me imaginé cómo sería embalar mis enormes abrigos, tener vida social, vivir en un lugar donde nadie conociese la sórdida historia de la muerte de mi hermano. Cambiar a Grace, a Sam y a Cole por una vida llena de planes hechos por teléfono, días de veintitrés grados y libros de texto. Sí, ir a la universidad en California siempre había sido mi plan de futuro. Sin embargo, parecía que el futuro estaba llegando antes de lo previsto.
—No me puedo creer que ese hombre haya confundido un coyote con un lobo —reflexionó mi madre mientras enfilábamos el camino de entrada a casa—. No se parecen en nada.
Me acordé de la primera vez que había visto mi casa: en aquel momento había pensado que parecía sacada de una película de miedo. Ahora me había dejado encendida la luz de mi habitación, y la casa parecía más bien sacada de un libro para niños. Una enorme mansión estilo Tudor con una ventana amarillenta en la última planta.
—Bueno —dije—, la gente ve lo que quiere ver.