CAPÍTULO VEINTICINCO

Grace

Hojas

No recordaba haberme despertado. Solo recordaba que existía. Me incorporé parpadeando ante aquella luz tan intensa, me protegí la cara con las manos y me palpé la piel. Me dolía todo, pero no como cuando me transformaba, sino como si me hubiera visto atrapada en un corrimiento de tierra. Las baldosas del suelo tenían una frialdad implacable. No había ventanas, solo una fila de bombillas sobre el lavabo que creaba un día artificial.

Tardé unos segundos en recobrar la compostura y otros tantos en procesar lo que veía. Un cuarto de baño. Junto al lavabo, enmarcada, una postal de unas montañas. Una ducha con mampara, nada de bañera. Una puerta cerrada. De repente lo reconocí: era el lavabo de la planta alta de casa de Beck. Y entonces comprendí el significado de mi presencia allí: había vuelto a Mercy Falls, había vuelto con Sam. Demasiado atontada para poder valorarlo, me levanté. Bajo mis pies, las baldosas estaban llenas de barro y tierra. Su color —un amarillo enfermizo— me hizo toser y ahogarme con un agua inexistente.

Un movimiento me llamó la atención y me quedé inmóvil, con la mano sobre la boca. Pero era yo, nada más: desde el espejo me miraba una versión desnuda de Grace con muchas costillas, los ojos abiertos de par en par y la boca tapada por los dedos. Bajé la mano para tocarme la última costilla y, como si hubiesen estado esperando ese gesto, me sonaron las tripas.

—Pareces un poco salvaje —susurré, solo para ver cómo se movía mi boca. Seguía hablando igual que yo. Qué tranquilidad.

En el borde del lavabo había varias prendas, dobladas con el esmero de quien está muy acostumbrado a doblar ropa o de quien nunca lo ha hecho. Las reconocí: eran las que me había llevado en la mochila a casa de Beck hacía no sé cuántos meses. Cogí una camiseta blanca de manga larga, mi favorita, y me puse una camiseta azul de manga corta encima; eran viejas amigas. Luego me puse vaqueros y calcetines. Ni sujetador ni zapatos; ambas cosas estaban en el hospital, o donde acabasen las cosas que abandonan en los hospitales las chicas que se desangran.

Esta era mi vida ahora: me transformaba en loba sin previo aviso, había estado a punto de morir, y lo que más iba a preocuparme a lo largo del día era que tendría que ir por ahí sin sujetador.

Debajo de la ropa había una nota. Sentí cosquillas en el estómago al reconocer la letra de Sam, toda apretada y apenas legible.

Nota

Felicidad. Eso era lo que sentía. Sostuve la nota entre las manos e intenté rememorar lo que había pasado, el momento de mi encierro y el de mi salida del bosque. Era como tratar de recordar el nombre de un actor cuya cara te suena vagamente. Qué exasperación: todos mis recuerdos bailaban sin que pudiese alcanzarlos. Nada, nada, y entonces… entonces empecé a ahogarme con el recuerdo de la oscuridad y el barro. Shelby. Me acordé de Shelby. Tragué saliva y volví a mirarme en el espejo. En mi expresión se notaba el miedo y estaba apretándome el cuello con la mano.

No me gustaba el aspecto que tenía mi cara cuando me asustaba; se parecía a otra chica a la que no reconocía. Me quedé allí plantada y fui recobrando la calma hasta que la Grace que veía en el espejo fue la misma a la que yo estaba habituada, y entonces probé a abrir la puerta. Tal como había dicho Sam, no estaba cerrada con llave. Salí al pasillo.

Me sorprendió descubrir que era de noche. Oí el murmullo de los electrodomésticos en el piso de abajo, el susurro del aire al salir por los conductos de la calefacción, los típicos sonidos que hacía una casa habitada cuando pensaba que nadie la estaba escuchando. Recordé que la habitación de Sam quedaba a la izquierda, pero por su puerta entreabierta solo se veía penumbra. A mi derecha, al final del pasillo, había otra puerta abierta por donde se escapaba la luz. Elegí esa segunda opción. Pasé por delante de unas antiguas fotografías de Beck y otras personas sonrientes y, curiosamente, una colección de calcetines clavados a la pared formando un dibujo.

Miré por el hueco de la puerta y vi que era la habitación de Beck. Medio segundo después, caí en la cuenta de que no tenía motivos para creer que fuese la habitación de Beck. Estaba pintada de verde y azul intensos, los muebles eran oscuros y tenían un diseño sencillo. En la mesita de noche, una lamparita iluminaba una pila de biografías y unas gafas de leer. No había nada especialmente llamativo; solo era una habitación muy cómoda y sencilla, del mismo modo en que Beck parecía alguien cómodo y sencillo.

Pero no era Beck quien estaba metido en la cama sino Cole, despatarrado en diagonal, con los pies colgándole por el borde, los zapatos puestos y los dedos hacia abajo. A un lado tenía un librito encuadernado en piel, y al otro había un montón de papeles sueltos y fotografías.

Cole parecía dormido entre aquel desorden. Comencé a dar marcha atrás, pero en cierto momento la tarima crujió y bajo el edredón azul sonó un ruidito en respuesta.

—¿Estás despierto? —pregunté.

Oui.

Giró la cabeza para verme mientras me acercaba a los pies de la cama. Me dio la impresión de que estábamos en una habitación de hotel: el ambiente acogedor, ordenado y desconocido, la austera combinación de colores, el flexo encendido, el abandono que flotaba en el aire… El suelo estaba frío, y mis dedos empezaron a pedir a gritos unos calcetines.

Cole levantó la vista. Ver su cara siempre me impresionaba: era tan guapo que tenía que esforzarme por olvidarlo para poder hablar con él como una persona normal. Al fin y al cabo, no podía evitar tener aquella cara. Iba a preguntarle dónde estaba Sam, pero me lo pensé mejor; habría sido bastante maleducado usar a Cole como señal de tráfico.

—¿Esta es la habitación de Beck? —pregunté, y Cole estiró el brazo por encima del edredón con el pulgar levantado—. ¿Por qué duermes aquí?

—No estaba dormido —respondió Cole, y rodó hasta quedar boca arriba—. Sam nunca duerme y estoy intentando aprender sus secretos.

Apoyé el culo en los pies de la cama, sin llegar a sentarme pero sin estar del todo de pie. Aquello de que Sam no durmiese me puso un poco triste.

—¿Sus secretos están en esos papeles?

Cole se rió. Su risa, corta y seca, parecía sacada de un disco. Pensé que era un sonido solitario.

—No, estos son los secretos de Beck —buscó algo a tientas hasta que sus dedos encontraron el libro encuadernado en piel—. El diario de Beck.

Posó la otra mano sobre algunos papeles sueltos y me di cuenta de que estaba tumbado sobre unos cuantos más.

—Papeles de la hipoteca, testamentos y fondos de inversión, historiales del dentista y recetas de medicamentos con los que Beck intentaba curar a la manada —enumeró.

Me sorprendió un poco saber que todas aquellas cosas existían, pero no habría debido sorprenderme. No eran las típicas cosas que Sam hubiese buscado —los datos no eran lo que más le interesaba—, y además, seguramente conocería todo aquello por haberlo vivido.

—¿Crees que a Beck le gustaría que husmeases en sus cosas? —dije, suavizando la pregunta con una sonrisa.

—Bueno, él no está aquí —repuso Cole, pero luego se lo pensó mejor y añadió en tono serio—: Beck me dijo que quería que fuese su sucesor y luego se marchó. Esta es la mejor forma que conozco de aprender. Es mucho mejor que reinventar la rueda.

—Creía que Beck quería que lo sucediera Sam —dije, pero acto seguido me respondí yo sola—: Ah… Debió de pensar que no volvería a transformarse y por eso te reclutó a ti.

Bueno, por eso había reclutado a alguien; por que había elegido a Cole en concreto ya no estaba tan claro. En algún momento debió de encontrárselo y pensó que sería un buen líder para la manada; en algún momento debió de verse reflejado en Cole. Pensé que quizá yo también pudiera verlo. Sam tenía los gestos de Beck, pero Cole tenía… ¿la personalidad fuerte de Beck? ¿Su confianza? En Cole había algo parecido al carácter de Beck; donde Sam era suave, Cole era impulsivo.

Cole volvió a reírse con la misma risa cínica, llena de bravuconería. Pero era como Isabel; con ella había aprendido que, si le quitabas el cinismo, oías una verdad hecha de cansancio y soledad. Aún se me pasaban muchos de los matices que captaba Sam, pero no era difícil oír las cosas si escuchabas atentamente.

—Reclutar es un verbo demasiado noble —dijo Cole, incorporándose en la cama y tirándose de las piernas para sentarse como los indios—. Me hace pensar en hombres uniformados, en grandes causas y en alistarse para defender el estilo de vida americano. Beck no quería que muriese, por eso me eligió a mí. Creyó que iba a suicidarme y que él podía salvarme.

No pensaba dejar que se saliese con la suya.

—La gente se suicida a diario —repuse—. Unos treinta mil estadounidenses cada año o algo así. ¿De verdad piensas que te eligió por eso? Yo no. No es lógico. De entre todo el mundo, está claro que te eligió a ti por una razón concreta, sobre todo teniendo en cuenta que eres famoso y, por tanto, un peligro. Es pura lógica.

Cole me dedicó una sonrisa de oreja a oreja, agradable porque era sincera.

—Me caes bien —dijo—. Puedes quedarte.

—¿Dónde está Sam?

—Abajo.

—Gracias —repuse—. Oye… ¿Ha venido Olivia por aquí?

No le cambió la cara, lo que me indicó su ignorancia tanto como cualquier cosa que hubiese podido decir. El estómago me dio un vuelco pequeñito.

—¿Quién? —preguntó.

—Otra de las lobas. Es amiga mía. La mordieron el año pasado. Es de mi edad.

Me dolió imaginármela saliendo del bosque y sufriendo lo mismo que yo.

Cole hizo un gesto raro con la cara, pero fue demasiado rápido para descifrarlo; no se me daba bien interpretar las expresiones de la gente. Apartó la vista, se puso a reunir algunos papeles, los apoyó contra uno de sus pies y luego los empujó de forma que volvieron a quedar como al principio.

—No la he visto.

—Vale. Me voy a ver a Sam.

Avancé hacia la puerta con una curiosa burbuja de nervios en el pecho. Sam estaba allí y yo también, en mi propia piel. Iba a estar con él de nuevo. De pronto, sentí un miedo irracional a que al verlo las cosas fuesen diferentes, a que lo que sentía no tuviese equivalencia en lo que veía, a que él ya no sintiese lo mismo por mí. ¿Y si teníamos que volver a empezar desde cero? Sabía que mis temores eran totalmente infundados y, al mismo tiempo, estaba segura de que no desaparecerían hasta que volviese a ver a Sam.

—Grace —dijo Cole cuando ya me iba.

Me detuve en el umbral y giré la cabeza. Él se encogió de hombros.

—Da igual —murmuró.

Cuando salí al pasillo, Cole ya había vuelto a tumbarse en la cama y los papeles estaban extendidos por encima, por debajo y alrededor de él; estaba rodeado de todo lo que había dejado Beck. No me hubiese extrañado verlo perdido entre todos aquellos recuerdos y palabras, y sin embargo parecía animado, protegido por todo el dolor que lo había precedido.