CAPÍTULO VEINTICUATRO

Isabel

Hojas

Antes de morir Jack, mis padres siempre hacían lo mismo: elegían un momento en el que mi hermano y yo estuviésemos tan tranquilos —a veces simplemente estudiando, pero más a menudo cuando estábamos a punto de salir, por ejemplo, para ver una película cuyo estreno esperábamos desde hacía meses— y nos secuestraban.

Nos llevaban a Il Pomodoro, o sea, El Tomate para los que, como yo, no hablan paleto. Il Pomodoro estaba a una hora y media de Mercy Falls en mitad de ninguna parte, que no es moco de pavo, teniendo en cuenta que Mercy Falls también estaba en mitad de ninguna parte. ¿Qué sentido tenía ir de un culo del mundo a otro? La gente pensaba que Tom Culpeper era un abogado estirado que destripaba a sus rivales con la facilidad de un velocirráptor, pero yo sabía la verdad: mi padre se transformaba en un gatito enternecedor en manos de unos italianos que le servían pan de ajo mientras un tenor cantaba suavemente de fondo.

Total, que después de un duro día en el instituto, muerta de ganas de terminar para acercarme hasta la casa de Beck a ver qué hacían Sam y Cole, con la cabeza ocupada en un millón de cosas, debería haberme imaginado que era el momento ideal para un secuestro paterno. Pero como había pasado más de un año desde el anterior, me pilló desprevenida y con la defensa baja. En cuanto salí de clase, me sonó el móvil. Era mi padre, claro, así que o lo cogía o me arriesgaba a cargármela. Abrí el teléfono y le indiqué con un gesto a Mackenzie que siguiera sin mí.

—¿Sí? —dije, presionando el mando del coche para comprobar si podía abrirlo desde tan lejos.

—Vuelve directamente a casa cuando termines —respondió mi padre. Se oyó en el fondo el rumor del grifo y el ruido de una polvera al abrirse—. Esta noche vamos a Il Pomodoro. Saldremos en cuanto llegues.

—¿Lo dices en serio? —pregunté—. Tengo deberes y mañana madrugo. Podéis ir sin mí, será más romántico.

—Ja, ja, ja —la alegría de mi padre era todavía más implacable que su ira—. Vamos en grupo, Isabel. Es una especie de fiesta de celebración. Todos quieren verte; ha pasado mucho tiempo desde la última vez —mi madre murmuró algo—. Tu madre dice que si vas, te pagará el cambio de aceite del coche.

Abrí la puerta del todoterreno y fruncí el ceño al ver el charco que estaba pisando. Aquella semana todo estaba pasado por agua. Del coche salió una bocanada de aire tibio, señal de que estábamos en primavera: había hecho suficiente calor para templar el interior del coche mientras estaba cerrado.

—Eso ya me lo prometió el otro día a cambio de llevarle la ropa a la tintorería.

Mi padre se lo comunicó a mi madre. Durante unos segundos reinó el silencio y luego se oyó otro murmullo.

—Dice que te llevará a Duluth para algo llamado mechas y reflejos. Espera, ¿vas a hacerte algo en el pelo? No es que me gusten mucho las…

—En serio, no quiero ir —interrumpí—. Ya había hecho planes. De todos modos, ¿qué celebráis? ¿Es por lo de la cacería?

—Bueno, sí, pero no vamos a pasarnos la noche hablando de eso. Será divertido. Vamos a…

—Venga, vale. Iré. Dile a mamá que, más que teñirme, lo que necesito es un corte de pelo. Pero no con el inútil que le gusta a ella. Me hace parecer una maruja. Debió de aprender a cortar el pelo viendo teleseries de los años noventa.

Me subí al coche y arranqué el motor intentando no pensar en la noche que me esperaba. Por Grace y por Sam hacía cosas que no hubiese hecho por nadie más.

—Me haces muy feliz, Isabel —dijo mi padre.

Fruncí el ceño mirando el volante, pero decidí creerlo. Más o menos.

Cada vez que íbamos a Il Pomodoro, me preguntaba qué le veían mis padres a ese sitio. Éramos de California, por el amor de Dios; deberíamos haber tenido cierto criterio culinario. Pero allí estábamos, sentados a una mesa con un mantel de cuadros rojos y blancos y escuchando cómo una pobre aspirante a soprano cantaba ópera junto a nuestra mesa, mientras leíamos el menú y picoteábamos cuatro clases diferentes de pan, ninguna de las cuales parecía italiana. La sala estaba oscura y tenía techos bajos y paredes insonorizadas. Aquello era una tumba italoamericana aderezada con pesto.

Había hecho todo lo posible para sentarme al lado de mi padre, porque éramos unas quince personas y el objetivo de acudir a la cena era estar lo bastante cerca de él para escuchar lo que decía. Al final acabé con una mujer llamada Dolly sentada entre él y yo. Su hijo, que debía de haberse peinado poniéndose de espaldas a la hélice en un túnel de viento, se sentó a mi otro lado. Mordisqueé los extremos de un colín e intenté no tocar con los codos a ninguno de mis vecinos de mesa.

De pronto, algo pasó volando por encima de la mesa y aterrizó en medio de mi escote. Justo enfrente, otro superviviente del túnel de viento —un hermano, quizá— sonreía y miraba furtivamente a mi vecino de mesa. Dolly, ajena a todo aquello, hablaba con mi madre, que se sentaba al otro lado de mi padre.

Me apoyé en la mesa y me incliné hacia el que me había tirado la miga de pan.

—Si vuelves a hacerlo —dije en un tono tan alto que se sobrepuso a la voz de la cantante de ópera, a las de Dolly y mi madre y a los crujidos de los colines—, el primer hijo que tengas se lo venderé al demonio.

—Es un plasta. Perdona —me dijo el chico que tenía al lado cuando volví a recostarme, aunque lo que en realidad quería decir era: «Qué excelente excusa para empezar una conversación. ¡Gracias, hermano!». Grace habría dicho: «A lo mejor solo intentaba ser amable», porque Grace siempre pensaba bien de la gente. Pero Jack me habría dado la razón.

En realidad, me costaba mucho olvidar que la última vez que había estado allí, Jack se había sentado enfrente de mí, de espaldas a aquella estantería llena de botellas de vino, igual que el chaval que tenía enfrente. Aquella noche Jack se había comportado como un imbécil, aunque intenté no acordarme de esa parte. Sentía que si me ponía a recordar lo mucho que lo despreciaba a veces, no lo añoraba como debía. Prefería recordarlo sonriente y sucio de tierra en el camino de entrada a casa, aunque a veces me parecía imaginar más bien un recuerdo de un recuerdo de su sonrisa en vez de la sonrisa en sí. Si lo pensaba demasiado, acababa por sentirme ingrávida, sin asideros.

La cantante de ópera se calló, todo el mundo aplaudió educadamente y ella pasó al pequeño escenario que estaba en un lado del restaurante, donde consultó algo con otra persona que llevaba un traje igual de deprimente. Mi padre aprovechó la ocasión para golpear la copa con la cuchara.

—Un brindis para todos aquellos que tengan algo en la copa con lo que brindar —dijo incorporándose a medias—. Por Marshall, que creyó en la viabilidad del proyecto. Y por Jack, que no puede acompañarnos esta noche… —hizo una pausa—, pero que, si estuviese aquí, nos daría la lata para que le dejásemos beber.

Aunque fuese cierto, me pareció un brindis de lo más cutre, pero dejé que Dolly y el chico que tenía al lado entrechocasen sus copas con la mía, llena de agua. Miré desdeñosamente al chaval que tenía enfrente y retiré la copa antes de que la tocase con la suya. Ya me sacaría luego la miga de pan de la blusa.

Marshall presidía la mesa. No paraba de hablar con voz potente de congresista, de esas a las que les queda bien decir cosas como «impuestos menos gravosos para la clase media», «gracias por su donativo» y «cielo, ¿puedes traerme ese suéter que tiene un dibujo de un pato?».

—¿Sabíais que tenéis los lobos más peligrosos de Norteamérica? —dijo en cierto momento con voz retumbante y tono coloquial, y sonrió de oreja a oreja, feliz de haber compartido aquella información con nosotros. Se había aflojado la corbata como si estuviese entre amigos y no trabajando—. Hasta que entró en acción la manada de Mercy Falls, solo se habían confirmado dos ataques mortales de lobos en Norteamérica. En total. A humanos, claro. Más al oeste, no era raro que mataran reses; por eso establecieron la cuota de doscientos veinte lobos en Idaho.

—¿Esos son los lobos que se pueden cazar? —preguntó Dolly

—Exacto —dijo Marshall, con un repentino acento de Minnesota que me sorprendió.

—Parecen muchos lobos —repuso Dolly—. ¿Aquí tenemos tantos?

Mi padre intervino con suavidad; comparado con Marshall, parecía más cultivado y elegante. Aunque, teniendo en cuenta que estábamos cenando en Il Pomodoro, está claro que de culto no tenía nada.

—Oh, no. Se estima que la manada de Mercy Falls tiene unos veinte o treinta animales. Como mucho —dijo.

Me pregunté cómo habría reaccionado Sam ante aquella conversación y qué habrían decidido hacer Cole y él, si es que habían decidido algo. Recordé la extraña determinación que había reflejado la cara de Sam en la librería y me sentí vacía e incompleta.

—Entonces, ¿qué hace que nuestra manada sea tan peligrosa? —preguntó Dolly apoyando la barbilla en los dedos. Estaba recurriendo a un truco que yo usaba a menudo: fingir ignorancia interesada para atraer toda la atención.

—La familiaridad con los humanos —respondió mi padre, haciendo un gesto a uno de los camareros para indicarle que trajera ya la comida—. Lo que más ahuyenta a los lobos es el miedo; una vez que pierden el miedo, son unos depredadores territoriales. En el pasado, en lugares como Europa o la India, había manadas con fama de asesinas de personas.

No había ni rastro de emoción en su voz: cuando decía «asesinas de personas» no estaba pensando en «asesinas de Jack». Tenía un objetivo, una misión, y mientras se centrase en eso, estaría bien. Aquel era mi padre de siempre: poderoso y frustrante pero, a fin de cuentas, alguien de quien estar orgullosa y a quien respetar. No había visto aquella versión de mi padre desde antes de la muerte de Jack. Comprendí amargamente que, de no haber estado en juego las vidas de Sam, Grace y Cole, me habría sentido feliz en aquel momento a pesar de estar en Il Pomodoro, viendo a mis padres sonreír y charlar como en los viejos tiempos. Solo que todo aquello tenía un precio. Podía recuperar a mis padres, pero a cambio tenía que perder a todos mis amigos de verdad.

—Oh, no, en Canadá tienen manadas importantes —le estaba explicando mi padre al hombre que tenía enfrente.

—No es solo una cuestión de número —añadió Marshall, porque si no lo decía él, no lo decía nadie.

Nos quedamos callados hasta que la cantante se arrancó de nuevo sobresaltando a todos los comensales. Vi que la boca de Marshall formaba claramente un «Dios mío», pero era imposible oírlo por encima de los gorgoritos de la soprano.

Sentí el teléfono vibrar contra mi pierna al mismo tiempo que algo me cosquilleaba en el cuello. Levanté la vista y vi que el estúpido de enfrente me sonreía con cara de bobo: acababa de lanzarme otra miga de pan que se me había colado por el escote igual que la primera. El volumen de la música era demasiado alto para decirle algo; menos mal, porque lo único que se me ocurría eran tacos. Es más, cada vez que lo miraba, volvía a acordarme de Jack allí sentado y de cómo estábamos todos hablando de los animales que lo habían matado y no de él, que ya no volvería a sentarse en aquel restaurante. Di un respingo cuando algo volvió a rozarme, esta vez en la cabeza. Era el chico de al lado, que tenía los dedos junto a mi sien.

—Tienes algo en el pelo —gritó por encima de la música.

Levanté la mano para indicarle que no siguiese por ahí.

Mi padre estaba enzarzado en una benévola partida de gritos con Marshall, intentando hacerse oír por encima de algo que recordaba bastante a Bizet.

—Desde el aire se ve todo —le oí gritar.

Cogí el teléfono y lo abrí. Al ver el número de Sam, los nervios me hicieron un nudo en el estómago. Me había enviado un mensaje de texto lleno de erratas.

la hmos encontradp. staba fatl xo cole la salvo comoun heroe. pense qt gustria sabrlo. s

No daba nombres; Sam sabía ser muy listo cuando quería. Pero me resultaba difícil imaginarme las palabras «Cole» y «héroe» en la misma frase. «Héroe» parecía indicar algún tipo de galantería. Intenté contestarle por debajo de la mesa para que no me viesen ni aquel chico tan servicial que tenía a un lado ni Dolly, que tenía al otro. Le dije que estaba cenando, enterándome de algunos detalles, y que ya hablaríamos más tarde. O que me pasaría por allí. Cuando escribí «A lo mejor me paso», volví a sentir un retortijón en el estómago y un absurdo subidón de culpabilidad que me dejó sin aliento.

La soprano dejó de cantar y todo el mundo aplaudió —Dolly justo a la altura de mi oreja—, pero mi padre y Marshall siguieron hablando inclinados el uno hacia el otro, como si no se hubiesen enterado de que había parado la música.

—… hacerlos salir del bosque como la otra vez pero con más hombres, permisos de caza, autorización de Medioambiente y toda la pesca, y cuando estén al norte del bosque de Boundary, a cielo abierto, los helicópteros y los tiradores se encargarán de ellos.

—Con que haya un noventa por ciento de aciertos como en Idaho… —repuso Marshall con el tenedor apoyado en un entrante, como si estuviera tomando notas con él.

—El resto vendrá rodado —dijo mi padre—. Sin la manada no pueden sobrevivir. Hacen falta más de dos lobos para abatir a las presas.

El teléfono volvió a vibrarme en las manos. Lo abrí. Era Sam de nuevo.

pense q se ibaa morir, no sabs lo alivjado q estoy

Oí que el chico de enfrente se reía y supuse que me había lanzado algo que yo no había notado. No quise mirarlo porque solo vería su cara delante de la estantería, justo donde había estado la de Jack. De pronto supe que iba a vomitar, y no precisamente a largo o medio plazo. Tenía que salir de inmediato si no quería hacer nada de lo que avergonzarme.

Eché la silla hacia atrás y empujé a Dolly, que estaba haciendo alguna pregunta estúpida. Me abrí paso entre mesas, cantantes y entrantes hechos de marisco procedente de algún lugar muy lejos de Minnesota.

Llegué al cuarto de baño —una sala sin compartimentos, equipada como si se tratase del cuarto de baño de una casa y no de un restaurante— y me encerré dentro. Me apoyé contra la pared y me tapé la boca con la mano. Pero en lugar de vomitar, me eché a llorar.

No debería habérmelo permitido, porque al salir tendría la nariz colorada e hinchada y los ojos rojos, y todos sabrían que había estado llorando, pero no pude evitarlo. Era como si las lágrimas me asfixiaran. Respiré entrecortadamente. Mi cabeza era un torbellino: Jack sentado a la mesa comportándose como un imbécil, la voz de mi padre hablando de los cazadores y los helicópteros, el hecho de que Grace hubiese estado a punto de morir sin yo saberlo, los chicos estúpidos que me tiraban cosas para colármelas por el escote, seguramente exagerado para una cena de familia, Cole mirándome mientras yo estaba tendida en la cama, y aquello que lo había desencadenado todo: el texto sincero y con erratas de Sam sobre Grace.

Jack ya no estaba, mi padre siempre conseguía lo que quería, yo deseaba y odiaba a Cole St. Glair, y nadie, nadie iba a sentir jamás por mí lo que Sam sentía por Grace justo cuando me había enviado aquel mensaje.

Estaba sentada en el suelo del cuarto de baño, con la espalda contra el armario del lavabo. Recordé lo mordaz que había sido al encontrarme a Cole hecho polvo, tirado en el suelo de la casa de Beck; no la última vez, sino cuando me había dicho que necesitaba salir de su cuerpo o suicidarse. Había pensado que era débil, egoísta, que se miraba el ombligo. Pero ahora lo entendía. Si en ese momento alguien me hubiese dicho: «Isabel, tómate esta pastilla y todo desaparecerá», me la habría tomado.

Llamaron a la puerta.

—Está ocupado —dije, furiosa porque mi voz sonase pastosa y tan distinta a la mía.

—¿Isabel? —preguntó mi madre.

Había llorado tanto que estaba jadeante. Intenté hablar sin alterarme.

—Enseguida salgo.

El pomo giró: con las prisas había olvidado echar el pestillo.

Mi madre entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Miré al suelo, humillada. Lo único que podía ver eran sus pies, a unos centímetros de los míos. Llevaba los zapatos que le había regalado. Me dieron ganas de echarme a llorar otra vez; cuando intenté reprimir el sollozo, me salió un gemido ahogado.

Mi madre se sentó en el suelo a mi lado, también con la espalda contra el lavabo. Olía a rosas igual que yo. Apoyó los codos en las rodillas y se pasó la mano por su cara serena de doctora Culpeper.

—Les diré que has vomitado —dijo. Apoyé la cabeza entre las manos—. Me he tomado tres copas de vino, así que no puedo conducir —sacó las llaves y me las puso delante de las manos para que pudiese verlas entre los dedos—. Pero tú sí.

—¿Y qué pasa con papá?

—Tu padre puede irse con Marshall. Hacen buena pareja.

Levanté la vista.

—Pero me verán.

Mi madre negó con la cabeza.

—Saldremos por la puerta que hay en este lado. No tenemos por qué pasar junto a la mesa. Voy a llamar a tu padre —sacó del bolso un pañuelo de papel y me secó la barbilla—. No soporto este maldito restaurante.

—Vale —dije.

—¿Vale?

—Vale.

Se levantó y le di la mano para que tirase de mí.

—No deberías sentarte en el suelo —dijo—. Está sucio y podrías pillar un rotavirus, alguna bacteria o yo qué sé. ¿Por qué tienes un trocito de pan dentro de la camisa?

Me saqué las migas con delicadeza. Nuestros dos reflejos en el espejo se parecían inquietantemente, solo que mi cara estaba hecha un desastre por las lágrimas y encima iba despeinada, y ella no. Justo lo contrario de los doce meses anteriores.

—Vale —dije—. Vámonos antes de que vuelvan a cantar.