CAPÍTULO VEINTITRÉS
Cole
Correr siendo un lobo no suponía ningún esfuerzo. Todos los músculos tenían esa finalidad. El cuerpo entero contribuía a ese movimiento continuo y perfecto, y el cerebro de un lobo no contemplaba la idea de cansarse en ningún momento. Solo pensabas en correr como si nunca fueras a parar, hasta que te parabas.
Siendo humano me sentía torpe y lento. Con tanto barro, mis pies no me servían de gran cosa; se me pegaba a las suelas y tenía que detenerme constantemente para quitármelo. Cuando llegué a la cabaña, estaba sin aliento y me dolían las rodillas de correr cuesta arriba. Pero no había tiempo para descansar. Ya tenía una idea más o menos clara de lo que quería coger, a menos que encontrase algo mejor. Abrí la puerta y examiné lo que había dentro; algunas cosas que me habían parecido infinitamente prácticas la primera vez que las había visto me parecían ahora inútiles y superfluas. Cajas de plástico llenas de ropa y otras con comida. Agua embotellada. Un televisor. Mantas.
Localicé las cajas de herramientas y busqué en ellas lo que necesitaba: algún tipo de cable, correa, cuerda, una serpiente pitón. Cualquier cosa que pudiese atar alrededor de una caja grande para convertirla en una especie de montacargas para lobos. Pero no había nada. Aquello era como una guardería para licántropos: provisiones para picotear algo y echarse a dormir.
Solté un taco.
Quizá debería arriesgarme a tardar un poco más e ir a casa para coger la escalera.
Pensé en Sam, temblando en aquel agujero con Grace en brazos.
De repente me vino un recuerdo: el cadáver de Victor en el fondo de un hoyo mientras le caía tierra encima. Solo se trataba de una mala pasada de mi cabeza, y ni siquiera era cierto —antes de enterrarlo, lo habíamos envuelto en una manta—, pero era suficiente. No pensaba enterrar a otro lobo con Sam. Y menos a Grace.
Estaba empezando a desarrollar una teoría sobre Sam y Grace y sobre el hecho de que Sam fuese incapaz de funcionar sin ella: esa clase de amor solo funciona cuando estás seguro de que el otro siempre estará ahí. Si la mitad de la ecuación se va, o muere, o su amor no es del todo perfecto, el conjunto se convierte en la historia más trágica y penosa del mundo, ridícula de puro absurda. En ausencia de Grace, Sam era un chiste sin la gracia final.
Piensa, Cole. ¿Cuál es la respuesta lógica?
Era mi padre quien me hablaba.
Cerré los ojos, me imaginé las paredes del agujero y a Grace, Sam y yo en lo alto. Qué fácil. A veces, la mejor solución era más sencilla.
Abrí los ojos, cogí dos de las cajas más capaces, las volqué para vaciarlas y agarré una toalla. Metí una caja dentro de otra, junto con la toalla, y me embutí las tapas debajo del brazo. Era como si las mejores armas de mi vida siempre hubiesen sido las más inofensivas: cajas grandes de plástico, un CD en blanco, una jeringuilla sin marcar, mi sonrisa en una habitación a oscuras.
Cerré de golpe la puerta de la cabaña.
Grace
Estaba muerta y flotando en un lugar lleno de agua,
más profundo y ancho que yo.
Era
burbujas al respirar
barro en la boca
lo veía todo negro
un segundo
y al siguiente
ya era
Grace.
Flotaba muerta en un lugar lleno de agua
más fría y fuerte que yo.
No te duermas.
El calor de un cuerpo pegado a mi piel
desgarrada
Por favor, Grace. ¿Me entiendes?
Vuelta del revés
todo
amarillo, dorado, la piel embadurnada
No te duermas.
Estaba
despierta
estaba
Cole
Cuando llegué, el agujero estaba sumido en un silencio inquietante. No sabía por qué, pero esperaba encontrarme a Sam y a Grace muertos. En otra época hubiese atrapado esa sensación para componer una canción con ella, pero de eso hacía mucho tiempo.
Y no estaban muertos. Sam levantó la vista cuando llegué al borde del agujero. Tenía el pelo pegado a la cabeza; eran las típicas greñas que uno se arregla sin pensar, pero a Sam no le quedaba ninguna mano libre. Los hombros le temblaban de frío y pegaba la barbilla contra el pecho al estremecerse. Si no hubiese sabido lo que llevaba en brazos, nunca habría adivinado que aquella cosa pequeña y oscura era un animal vivo.
—Cuidado —dije.
Sam miró hacia arriba en el momento en que yo lanzaba las dos cajas y entrecerró los ojos cuando se estrellaron contra el agua con un chapuzón que me salpicó incluso a mí. Mi lobo interior se sobresaltó con la sensación de frío, pero esta desapareció casi inmediatamente. Era un extraño recordatorio de que al final volvería a transformarme en lobo, y no porque me hubiese pinchado con una aguja o hubiese experimentado con nada. Al final me transformaría porque no podía evitarlo.
—¿Co-cole? —preguntó Sam desconcertado.
—Ponte de pie sobre las cajas. Quizá con una haya suficiente. ¿Pesa mucho?
—No…
—Entonces podrás pasármela.
Esperé mientras Sam avanzaba con torpeza hacia la caja más cercana. Estaba flotando: iba a tener que hundirla y ponerla boca abajo para que le sirviese de plataforma. Intentó inclinarse para agarrar el borde sin soltar a Grace, pero su cabeza se separó del pecho de Sam y cayó a un lado, flácida y sin tuerzas. Estaba claro que no podía manejar la caja sin soltar a Grace, y soltar a Grace significaba ahogarla.
Se quedó plantado mirando cómo flotaba el bidón, con los brazos temblando por debajo de Grace. Estaba totalmente inmóvil. Tenía la cabeza ladeada y miraba el agua o algo que había más allá. Sus hombros dibujaban dos líneas descendentes. Victor me había enseñado a reconocer lo que significaba eso: rendirse se decía igual en cualquier idioma.
Uno puede sentarse y dejar que los demás se adueñen de su solo, o levantarse y apropiarse de la música. La verdad era que a mí nunca me había favorecido quedarme sentado.
—¡Cuidado! —grité. Y sin darle a Sam tiempo para reaccionar, medio me deslicé, medio salté al agujero.
Durante un segundo sentí un vértigo enorme, porque mi cuerpo no estaba seguro de hasta dónde caería. Pegué los brazos al cuerpo justo antes de que el barro líquido me cubriese.
—Esto quema —dije entre dientes, porque el agua estaba muy, muy fría.
Tras su máscara lodosa la expresión de Sam parecía vacilante, pero enseguida entendió lo que me proponía.
—Hay… hay que darse prisa.
—¿Tú crees? —pregunté.
Sam tenía razón: el agua fría se agitaba y me toqueteaba, palpando al lobo que había dentro de mi. Volqué la primera caja y el peso del agua acabó por hundirla. A tientas, haciendo todo lo posible por bloquear los retortijones, la puse boca abajo y la empujé hasta el fondo. Alcancé la otra, dejé que se llenase de agua y la coloqué de lado sobre la primera. Agarré la tapa, que estaba flotando, y cerré la caja de arriba.
—Su-sujétala —dijo Sam—. De-deja que agarre bien a Grace y…
No acabó la frase, pero no era necesario. Se cambió a Grace de brazo y subió a la primera caja. Alargué la mano que tenía libre para sujetarlo. Su brazo tenía la misma temperatura que el barro. Subió a la segunda caja sin soltar a Grace, tan inerte en sus brazos como un perro muerto. Las cajas se tambalearon; yo era lo único que evitaba que se desmoronasen bajo su peso.
—Deprisa —susurré.
Dios, qué fría estaba el agua; no podía acostumbrarme. Iba a transformarme en lobo, pero no, aún no… Agarré el borde de las cajas. Sam estaba con Grace de pie sobre la de arriba, y su hombro quedaba a la altura del borde del agujero. Cerró los ojos durante un segundo, susurró una disculpa y acto seguido lanzó el cuerpo de la loba fuera del agujero, a tierra firme. Era un metro escaso, pero vi cuánto le dolió. Se giró hacia mí, todavía temblando de frío.
Estaba tan cerca de transformarme que ya notaba el sabor a lobo.
—Tú primero —dijo Sam, con los dientes apretados para que no le temblase la voz—. No quiero que te transformes.
No era yo quien importaba ni quien debía salir de aquel agujero a toda costa, pero Sam no dejó espacio para el diálogo. Saltó de la escalera improvisada con un chapuzón que me mojó aún más. En las tripas tenía un nudo del tamaño de mi cabeza que se ataba y se desataba. Era como tener mis propios dedos dentro del diafragma, subiéndome de puntillas por la garganta.
—Sube —insistió Sam.
El cuero cabelludo comenzó a desplazárseme. Sam alargó una mano y me agarró de la mandíbula con tanta fuerza que me hizo daño. Me miró fijamente a los ojos y sentí que el lobo que llevaba dentro respondía a su desafío, aquel instinto tácito que le confería autoridad a su orden. A aquel Sam no lo conocía.
—¡Salta! —me ordenó—. ¡Sal de aquí!
Dicho así, no tenía alternativa. Trepé por las cajas con el cuerpo retorciéndoseme y encontré el borde del agujero con los dedos. Cada segundo que pasaba fuera del agua me sentía más humano y menos lobo, aunque aún apestaba a animal, a transformación casi inminente. El olor me envolvía cada vez que giraba la cabeza. Hice una pausa para recuperar fuerzas y salí del agujero arrastrándome sobre el estómago. No era el movimiento más sexy del mundo, pero aun así me quedé impresionado conmigo mismo. A un metro escaso, Grace yacía de costado. Estaba inmóvil, pero respiraba.
Sam se subió con inseguridad a la primera caja y esperó un momento hasta encontrar el equilibrio.
—Solo… solo tengo un segundo antes de que esto se caiga —dijo—. ¿Puedes…?
—Hecho.
Se equivocaba: tenía menos de un segundo. Apenas había logrado ponerse en cuclillas sobre la segunda caja cuando las dos comenzaron a derrumbarse bajo su peso. Se estiró hacia arriba y, justo cuando lo agarré del brazo, las cajas cayeron al agua con un ruido más amortiguado de lo que esperaba. Sam agitó el otro brazo para que se lo cogiese, y yo me apoyé en el borde empapado de la sima y tiré de él. Menos mal que era un tío larguirucho con los brazos como ramitas; si no, habríamos acabado los dos de nuevo en el agujero y todo habría terminado. Me quedé reclinado, apoyado en los brazos, sin aliento. No había ni un centímetro cuadrado de mi cuerpo que no estuviese cubierto de barro pegajoso. Sam se sentó junto a Grace, apretando y relajando los puños y mirando las bolitas de barro que se formaban al hacerlo. La loba yacía inmóvil a su lado, respirando entrecortadamente.
—No hacía falta que bajaras —dijo Sam.
—Claro que hacía falta.
Levanté la vista y vi que me devolvía la mirada. Allí en el bosque, a oscuras, sus ojos parecían muy pálidos. Sorprendentemente, eran los ojos de un lobo. Lo recordé agarrándome de la mandíbula y ordenándome que subiese, apelando a mis instintos lobunos. La última vez que alguien me había mirado así y me había ordenado que le prestase atención y me concentrase había sido durante mi primera transformación, y la voz había sido la de Geoffrey Beck.
Sam estiró un brazo y le tocó el costado a Grace; vi cómo movía los dedos y trazaba el contorno de las costillas, ocultas bajo el pelaje.
—Hay un poema que dice así: Wie lange braucht manjeden Tag, bis man sich kennt —dijo.
Siguió tocando las costillas de la loba, con el ceño fruncido, hasta que ella levantó la cabeza ligeramente, inquieta. Sam se puso las manos sobre el regazo.
—Significa «cuánto nos cuesta, cada día, conocernos el uno al otro». No he sido justo contigo.
Las palabras de Sam no tenían importancia, o en el fondo quizá sí.
—Reserva tu poesía alemana para Grace —dije tras una pausa—, no vayas a contagiarme tus rarezas.
—Lo digo en serio.
—Yo también —contesté sin mirarlo—. Hasta curado eres increíblemente anormal.
Sam no se rió.
—Acepta la disculpa, Colé, y no volveré a sacar el tema.
—Vale —contesté, poniéndome en pie y lanzándole la toalla—. Disculpa aceptada. En tu defensa, diré que no me merecía que fueses justo conmigo.
Sam envolvió cuidadosamente el cuerpo de la loba con la toalla. Ella dio un respingo, pero estaba demasiado cansada para reaccionar.
—No me educaron así —dijo por fin—. La gente no debería tener que ganarse la amabilidad, sino la crueldad.
De repente pensé en lo diferente que habría sido aquella conversación con Isabel delante. Ella no habría estado de acuerdo; pero, para Isabel, la crueldad y la amabilidad a menudo eran lo mismo.
—En fin… —suspiró Sam.
Levantó a Grace en brazos, embutida en la toalla de forma que no se pudiera rebullir ni aunque recuperase las fuerzas, y se encaminó hacia la casa.
En lugar de seguirlo, retrocedí hasta el borde de la sima y miré hacia abajo. Las cajas seguían flotando en el barro, tan cubiertas de aquella pasta sucia que era imposible adivinar su color original. La superficie del agua estaba inmóvil, y no había nada que hiciese adivinar su profundidad.
Escupí en el agujero. El agua era tan espesa que, al tocar la superficie, mi escupitajo ni siquiera formó ondas. Habría sido una mierda morir allí dentro. Pensé que todas las maneras de morir que había intentado habían sido fáciles. En ese momento no me lo habían parecido, cuando estaba tirado en el suelo diciendo «bastabastabastabastabastaquierosalirdeaquí» sin nadie que me escuchase. Nunca se me había ocurrido pensar que pudiese ser un privilegio morir siendo Colé y no otra cosa.