CAPÍTULO VEINTIDÓS

Sam

Hojas

El bosque estaba resbaladizo y silencioso después de aquellos días de lluvia. Cole iba el primero, y la seguridad de sus pasos demostraba que había recorrido aquellos senderos a menudo. Isabel se había ido al instituto a regañadientes, y cuando Karyn llegó para relevarme, Cole y yo volvimos a casa de Beck tan rápido como pudimos. En el coche, Cole me habló de su brillante idea para atrapar a Grace: trampas.

No me lo podía creer; durante todo aquel tiempo, mientras yo creía que Cole estaba destrozando la casa, también había tratado de atrapar animales. Lobos. Todo lo que tenía que ver con Cole era tan impredecible que ni siquiera llegaba ya a sorprenderme

—¿Cuantas cosas de esas tienes? —pregunté mientras caminábamos por el bosque.

Podría haber estado pensando en la noticia que nos había dado Isabel en la cacería inminente, pero me concentré en avanzar entre los árboles: estaba todo tan mojado que hacía falta un poco de concentración. El agua de la noche anterior goteaba de las ramas al agarrarme a ellas, y los pies me resbalaban.

—Cinco —respondió Cole, que se había parado a golpear el zapato contra el tronco de un árbol. Del dibujo de las suelas cayeron trozos de barro—. Y pico.

—¿Y pico?

Cole reanudó la marcha.

—Estoy preparando una para Tom Culpeper —dijo sin volverse.

No me pareció mala idea.

—¿Y que piensas hacer si atrapas uno?

Cole hizo un ruido de asco exagerado al pisar un montón de boñigas secas de ciervo.

—Averiguar qué es lo que nos hace transformarnos y si tú estás curado de verdad —me sorprendió que no me hubiese pedido todavía una muestra de sangre—. Puede que luego te reclute para algún experimento benigno —añadió, pensativo.

Todo apuntaba a que empezaba a conocerlo mejor de lo que creía.

—Puede que no —dije yo.

De pronto olí algo que me recordó a Shelby. Me paré, giré lentamente hasta dar una vuelta completa y pasé con cuidado por encima de una rama verde con púas que arrastraba por el suelo, alargada como un látigo.

—¿Qué haces, Ringo? —preguntó Cole deteniéndose a esperarme.

—Me ha parecido oler… —me callé. No sabía cómo explicárselo.

—¿A la loba blanca? ¿La que tiene mala leche?

Lo miré: su expresión denotaba astucia.

—Sí, Shelby —dije; no encontraba el rastro que había detectado un segundo antes—. Siempre trae problemas. ¿La has visto últimamente?

Cole asintió, lacónico. Se me hizo un nudo en el estómago de pura decepción, fría y sin digerir. Hacía meses que no había visto a Shelby y tenía la esperanza de que se hubiese ido del bosque. No era insólito que algunos lobos abandonasen su manada. En casi todas había un chivo expiatorio con el que los demás se cebaban: lo apartaban de la comida y lo excluían de la jerarquía. Muchas veces, se veía obligado a recorrer cientos de kilómetros para formar otra manada lejos de sus torturadores.

Hacía tiempo, Salem, un lobo mayor al que no había conocido como humano, era el macho omega de la manada del bosque de Boundary. Pero mientras intentaba sobrevivir a la meningitis, vi lo suficiente a Shelby para saber que había caído en desgracia a ojos de Paul y, por lo tanto, a ojos de la manada. Era como si Paul supiera de algún modo lo que Shelby nos había hecho a Grace y a mí.

—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Colé.

No quería contárselo. Hablar de Shelby suponía sacar sus recuerdos de las cajas en las que los había guardado cuidadosamente, y no me apetecía hacerlo.

—Shelby prefiere ser loba. Tuvo… tuvo una infancia desgraciada, no sé dónde, y está desequilibrada —respondí con cautela.

Nada más decirlo ya estaba arrepentido, porque era lo mismo que había dicho de mí la madre de Grace.

Cole resopló.

—Así le gustan a Beck —dijo.

Se dio media vuelta y echó a andar tras el rastro que había dejado Shelby; unos segundos después lo seguí, aunque tenía la cabeza en otra parte.

Estaba recordando el día en que Beck había llevado a Shelby a casa. Nos dijo que le diésemos tiempo, que la dejásemos respirar, que necesitaba muchas cosas que nosotros no podíamos ofrecerle. Pasados unos meses, un día de calor, Beck me dijo: «¿Podrías ir a ver qué hace Shelby?». En realidad, no pensaba que estuviese haciendo nada; si no, habría ido él mismo.

La encontré fuera de la casa, en cuclillas junto a la entrada. Dio un respingo cuando me oyó, pero al ver que era yo se dio media vuelta, indiferente. Para ella, yo era como el aire: ni bueno ni malo. Estaba allí, y punto. No reaccionó cuando me acerqué hacia donde estaba agachada, con la cara oculta por su pelo de un rubio clarísimo.

Sujetaba un lápiz en la mano, y estaba usando la punta para remover trocitos de tripas y vueltas de intestino. Parecían lombrices. Entre ellos había algún órgano de color verde metálico con aspecto aceitoso. En el otro extremo de las tripas, a unos centímetros, se estremecía y movía las patas un estornino, apoyado primero en el pecho y luego de costado, amarrado al lápiz de Shelby por sus propias vísceras.

—Esto es lo que les hacemos cuando nos los comemos —dijo Shelby.

Recuerdo que me quedé allí de pie intentando oír cualquier rastro de emoción en su voz. Señaló la caja torácica del pájaro, destrozada, con el lápiz que tenía en la otra mano, y caí en la cuenta de que era uno de los lápices que tenía en mi habitación. De Batman. Acababa de sacarle punta. La imagen de Shelby en mi habitación me resultaba más real y horripilante que el animal torturado y tirado junto a la entrada asfaltada.

—¿Eso lo has hecho tú? —pregunté. Sabía que sí.

—Aquí tiene el cerebro. Es más pequeño que el ojo de un avestruz —dijo Shelby como si yo no hubiese abierto la boca.

Señaló el ojo del estornino. Vi que apoyaba la punta del lápiz en la superficie brillante y en mi interior algo se preparó para lo inevitable. El estornino yacía inmóvil, pero se le notaba el pulso en las tripas que quedaban a la vista.

—No lo hagas —dije.

Shelby le atravesó el ojo con mi lápiz de Batman y esbozó una sonrisa ausente que no tenía nada que ver con la alegría. Me miró sin girar la cabeza.

Me quedé allí plantado, respirando entrecortadamente, con el corazón latiéndome a toda velocidad como si me hubiese atacado a mí. Al mirar a Shelby y al estornino, negro, blanco y rojo, me resultaba difícil recordar qué se sentía al ser feliz.

Nunca se lo conté a Beck.

Era prisionero de la vergüenza. No se lo había impedido. Lo había hecho con mi lápiz. Y como penitencia, nunca olvidé aquella imagen. La llevaba a cuestas, y pesaba mil veces más que el cuerpo de aquel pajarillo.

¿Y qué tosco animal, al que por fin ha llegado la hora,

se arrastra hacia Belén para nacer?

Deseé que Shelby estuviera muerta y que su rastro, que seguíamos Cole y yo, no fuese más que un fantasma, un recuerdo en lugar de una promesa. Mucho tiempo atrás, me habría bastado con que abandonase el bosque en busca de otra manada. Pero yo ya no era aquel Sam. Esperaba que estuviese en alguna parte de la que ya no pudiese volver.

Pero su olor en la maleza húmeda era demasiado fuerte. Estaba viva. Había pasado por allí hacía poco.

Me detuve a escuchar.

—Cole.

El detectó el tono de advertencia en mi voz y se paró en seco. Durante unos segundos, no oímos nada salvo el murmullo del bosque animándose al entrar en calor Los pájaros chillaban de árbol en árbol. Lejos, fuera del bosque, el ladrido de un perro recordaba a un canto tirolés. Y por fin, un sonido angustioso, lejano y apenas audible. Si no nos hubiéramos detenido, el ruido de nuestros pies lo habría tapado. Era el gimoteo de un lobo en apuros.

—¿Es una de tus trampas? —le pregunté en voz baja.

Cole negó con la cabeza.

Volvimos a oírlo. Noté en el estómago algo parecido a la duda: no pensaba que fuera Shelby.

Me llevé el dedo índice a los labios y Cole asintió con un leve movimiento de cabeza para indicar que me había entendido. Si había un animal herido, no quería espantarlo antes de que pudiésemos ayudarlo.

De pronto nos convertimos en lobos con piel humana, silenciosos y vigilantes. Igual que cuando era lobo y salía de caza, eché a correr con largas zancadas que apenas tocaban el suelo. Era silencioso sin necesidad de pararme a recordarlo; al olvidarme de mi humanidad apareció el sigilo, esperando a que mi recuerdo lo devolviese al primer plano.

El suelo estaba escurridizo por la humedad. Al bajar a un barranco poco profundo, con los brazos extendidos a los lados para mantener el equilibrio, di un resbalón y mis zapatos dejaron un rastro de huellas deformes. Me paré a escuchar. Cole resoplaba mientras intentaba seguirme. Volví a oír el gimoteo del lobo, y su angustia hizo que me diese un vuelco el corazón. Continué avanzando sigilosamente.

Los latidos de mi corazón me retumbaban en los oídos.

Cuanto más me acercaba, menos me gustaba aquello. Oía el gimoteo del lobo, pero también un rumor de agua; aquello no tenía sentido. Por el fondo de aquel barranco no corría ningún río, y estábamos muy lejos del lago. Aun así, se oían chapoteos.

Por encima de nosotros un pájaro chilló con fuerza, y la brisa levantó las hojas que me rodeaban para mostrar su pálido envés. Cole me miraba sin ver mientras escuchaba. Llevaba el pelo más largo que cuando nos conocimos y tenía mejor color. Curiosamente, parecía estar en su elemento, alerta y en tensión entre los árboles. La brisa hizo revolotear una nube de pétalos, aunque no había ningún árbol en flor a la vista. Hacía un día normal y precioso de primavera, pero yo respiraba cada vez peor y lo único que me venía a la cabeza era: Recordaré este momento durante el resto de mi vida.

De repente tuve una visión perfectamente clara en la que me ahogaba. El agua fría y fangosa me cubría la cabeza, me quemaba la nariz por dentro y me oprimía los pulmones hasta ahogarme.

Era un recuerdo fragmentario, totalmente fuera de lugar. Así se comunicaban los lobos.

Entonces supe dónde estaba. Olvidando mi sigilo, recorrí los últimos metros como buenamente pude.

—¡Sam! —gritó Cole.

Logré parar a tiempo. El suelo cedió bajo mi pie derecho y oí el ruido de la tierra al caer en el agua. Retrocedí hasta una distancia prudencial y miré hacia abajo.

A mis pies el barro estaba increíblemente amarillo, como un arañazo de un color irreal por debajo de las hojas oscuras. Era una sima recién abierta, a juzgar por las raíces que habían quedado a la vista, dedos de bruja que asomaban retorcidos de las resbaladizas paredes. El borde del agujero, por donde se había hundido el terreno, era irregular; supuse que era una cueva subterránea cuyo techo no había aguantado el peso de tanta agua. El agujero debía de tener una profundidad de cuatro o cinco metros, no era fácil saberlo. El fondo estaba lleno de barro o de una especie de agua entre amarilla y anaranjada, lo bastante espesa para pegarse a las paredes y lo bastante clara para ahogarse en ella.

Dentro había un lobo con el pelaje apelmazado y lleno de barro. Ya no gimoteaba, simplemente flotaba en el agua. Ni siquiera movía las patas. Tenía el pelaje demasiado sucio para identificarlo.

—¿Estás vivo? —susurré.

Al oír mi voz, el lobo movió las patas convulsivamente y levantó la cabeza para mirarme.

Grace.

Mi cerebro era una radio sintonizada con todas las emisoras al mismo tiempo; pensaba tantas cosas a la vez que se neutralizaban entre sí.

Vi la prueba de su lucha: marcas de zarpas en la blanda arcilla a la altura de la superficie del agua, trozos de tierra arrancados de la pared del agujero, la huella superficial que había dejado un cuerpo antes de deslizarse de nuevo. Llevaba allí un buen rato y, cuando me miró, vi que estaba cansada de luchar. También detecté complicidad en sus ojos reflexivos y llenos de entendimiento. De no haber sido por el agua fría que la rodeaba, que retenía su cuerpo en forma lobuna, probablemente se habría transformado en humana.

Eso no hacía más que empeorar las cosas.

A mi lado, Cole respiró hondo antes de hablar.

—¿No hay nada por lo que pueda subir? Algo para que al menos…

No terminó la frase, porque yo ya estaba buscando algo que nos sirviese alrededor de la boca de la sima. Pero con Grace en su forma lobuna, ¿qué podía hacer? El agua estaba al menos a dos metros por debajo de donde me encontraba, y aunque diese con algún objeto lo bastante largo para llegar hasta ella —quizá hubiese alguno en la cabaña—, tendría que ofrecerle una superficie lo bastante ancha para caminar, ya que no podía agarrarse para trepar. ¿Podría convencerla de que caminara por encima de algo? Ni aun teniendo manos y dedos le hubiese resultado fácil, pero al menos no habría sido totalmente imposible.

—Es inútil —dijo Cole empujando una rama con el pie. La única madera que había cerca del agujero eran un par de pinos podridos derribados por las tormentas y los años, nada útil—. ¿Hay algo en casa?

—Una escalera.

Pero tardaría por lo menos treinta minutos en ir y volver, y no estaba seguro de que Grace pudiese aguantar media hora más. Allí arriba, a la sombra de los árboles, hacía frío, y pensé que en el agua aún debía de hacer más. ¿Cuánto frío podría soportar antes de sufrir hipotermia? Volví a agacharme junto al borde del agujero, lleno de impotencia. Me estaba envenenando lentamente el mismo miedo que había sentido al ver a Cole sufriendo un ataque epiléptico.

Grace había avanzado hasta la pared del agujero más cercana a mí; vi cómo intentaba lograr un punto de apoyo, con las patas temblándole de cansancio. Ni siquiera había conseguido elevarse tres centímetros por encima del agua cuando las patas le resbalaron por la pared. La cabeza apenas le sobresalía del agua, y sus orejas temblorosas estaban a media asta. Se notaba que estaba cansada, helada, derrotada.

—No aguantará hasta que traigamos la escalera —dijo Cole—. No le quedan tantas energías.

Sentí náuseas ante la posibilidad de su muerte.

—Cole. Es Grace.

Me miró a mí en lugar de a ella y torció el gesto.

A nuestros pies, la loba levantó la vista y me sostuvo la mirada durante un segundo en que sus ojos marrones se posaron en los míos, amarillos.

—Grace —dije—. No te rindas.

Mis palabras parecieron darle fuerzas. Volvió a nadar, esta vez hacia otra parte de la pared. Me dolió reconocer a Grace, decidida a no dejarse vencer. Intentó subir de nuevo, con una paletilla apoyada en el barro y la otra pata escarbando en la empinada pared por encima del agua. Tenía las patas traseras apoyadas en algo bajo la superficie. En tensión, con los músculos temblorosos, empujó contra la pared de tierra, cerrando un ojo para que no le entrase el barro. Tiritando, me miró con el ojo que tenía abierto. Qué fácil era mirar más allá del barro, más allá del lobo, más allá de todo, y ver a Grace en aquel ojo.

Entonces cedió la pared. En una lluvia de barro y polvo, cayó al agua y lo salpicó todo. La cabeza de Grace desapareció por debajo del fango.

Durante unos segundos infinitos, el agua marrón quedó inmóvil.

En esos segundos que tardó en volver a la superficie, tomé una decisión.

Me quité la cazadora, me planté junto al borde de la sima y, sin pararme a pensar en las consecuencias, salté.

Oí que Cole gritaba mi nombre demasiado tarde.

Medio me deslicé, medio caí al agua. Toqué con el pie algo resbaladizo y, antes de poder decidir si era el fondo del agujero o simplemente una raíz sumergida, el agua me engulló.

El agua lodosa me escoció en los ojos durante un segundo antes de cerrarlos. En esos segundos de oscuridad, el tiempo desapareció y se convirtió en un concepto arbitrario, y entonces hice pie y saqué la cabeza del agua.

—¡Sam Roth, serás cabrón! —dijo Cole en tono de admiración, lo cual significaba seguramente que había tomado una decisión errónea.

El agua me llegaba por la clavícula. Era viscosa y estaba muy, muy fría. De pie en aquel agujero me sentí como si no tuviese piel, solo huesos y aquella agua glacial pasando entre ellos.

Grace estaba apoyada en la pared de enfrente, con la cabeza contra el barro y el gesto a mitad de camino entre el recelo y algo que su cara lobuna no alcanzaba a expresar. Ahora que ya conocía la profundidad de la sima, supuse que Grace debía de estar de pie sobre las patas traseras, apoyada contra la pared para ahorrar fuerzas.

—Grace —dije, y al oír mi voz, sus ojos se endurecieron de miedo.

Intenté no tomármelo como algo personal; los instintos lobunos tenían prioridad, por mucha humanidad que me hubiese parecido ver en ellos. Aun así, tuve que replantearme mi plan de intentar subirla hasta el borde del agujero. Me costaba concentrarme; tenía tanto frío que me dolía la piel, convertida en carne de gallina. Mis antiguos instintos me ordenaban que saliese del agua antes de transformarme.

Estaba más que fría.

Cole se había agachado junto al borde del agujero. Noté su inquietud; intuía la pregunta que no se atrevía a hacerme, pero no sabía qué contestarle.

Avancé hacia Grace para ver cómo reaccionaba. Sobresaltada, se apartó para defenderse y perdió pie. Se la tragó el agua y desapareció durante varios segundos. Cuando volvió a asomar, intentó en vano encontrar el mismo lugar donde reposaba antes, pero la pared no la sostuvo. Chapoteó débilmente resoplando por la nariz. No le quedaba mucho tiempo.

—¿Quieres que baje? —preguntó Cole.

Negué con la cabeza. Tenía tanto frío que mis palabras eran más aliento que voz.

—Demasiado… fría. Te… transformarías.

A mi lado, la loba, angustiada, dejó escapar un gañido apenas audible.

Grace, pensé cerrando los ojos. Por favor, recuerda quién soy. Abrí los ojos.

Había desaparecido. Una onda avanzó lentamente hacia mí desde el lugar donde se había hundido.

Me lancé hacia delante braceando en el agua y mis zapatos se hundieron en el suelo blando del agujero. Pasaron unos segundos angustiosos en los que lo único que rozaban mis brazos era el cieno, y lo único que tocaba con los dedos eran raíces. La sima, que me había parecido pequeña desde arriba, ahora me parecía enorme e insondable.

Solo podía pensar una cosa: Va a morir antes de que la encuentre. Va a morir a unos centímetros de mis dedos, aspirando agua por la nariz y respirando barro. Recordare este momento una y otra vez cada día de mi vida.

Entonces toqué por fin algo más grande. Noté la solidez de su pelo mojado y la levanté hasta sacarle la cabeza del agua.

No debería haberme preocupado que me mordiera. En mis brazos parecía flácida, casi sin peso, lastimosa y deshecha. Era un amasijo de ramitas y barro y estaba fría como un cadáver por todas las horas pasadas en el agua. Por la nariz le salía agua marrón.

Mis brazos no paraban de temblar. Apoyé la frente en su hocico embarrado, pero ella no se movió. Notaba sus costillas presionándome en la piel. Volvió a soltar una bocanada de agua sucia y pringosa.

—Grace —susurré—. Esto no puede acabar así.

Cada una de sus exhalaciones sonaba húmeda y áspera. Mi cerebro era un hervidero de ideas y planes —si pudiese sacarla algo más del agua, si pudiese calentarla un poco, si pudiese mantenerla fuera del agua hasta que se recuperara, si Cole pudiese traer la escalera—, pero era incapaz de concentrarme en ninguno. Sosteniéndole la cabeza por encima del barro líquido, me giré lentamente, tanteando con los pies para buscar el saliente en el que había estado apoyada.

Levanté la vista hacia el borde del agujero. Cole había desaparecido.

No supe qué pensar.

Encontré bajo el agua una raíz gorda y resbaladiza que aguantaba mi peso, me subí encima y me apoyé en la pared, con el cuerpo lobuno de Grace en mis brazos. La apreté contra mi pecho hasta que sentí los latidos rápidos e irregulares de su corazón. Estaba temblando, no sabía si de miedo o de agotamiento. Tampoco sabía cómo íbamos a salir de allí.

Lo que sí sabía era que no pensaba soltarla.