CAPÍTULO VEINTIUNO

Isabel

Hojas

Con Cole St. Clair, el problema era que podías creerte todo lo que te dijera y, al mismo tiempo, no podías creerte nada. Era tan presuntuoso que resultaba fácil confiar en que pudiera lograr lo imposible. Pero también era un canalla tan increíble que no podías dar por cierto nada que saliese de su boca.

El problema era que yo quería creerlo.

Cole metió los pulgares en los bolsillos traseros de sus pantalones, como queriendo demostrar que no pensaba tocarme a menos que yo diese el primer paso. Con todos los libros que tenía detrás, parecía un póster de esos que se ven en las bibliotecas, en los que personajes famosos invitan a la lectura. ¡NO DEJES NUNCA DE LEER, DICE COLE ST. CLAIR! Cualquiera hubiese dicho que se sentía moralmente superior a mí.

Y lo malo es que le sentaba de maravilla.

De repente me acordé de un caso en el que había trabajado mi padre. No recordaba todos los detalles —es más, seguro que se trataba de una mezcla de varios casos—, solo que el protagonista era un pringado al que habían acusado de algo en el pasado y al que años después habían demandado por alguna otra cosa. Mi madre había dicho algo así como: «Concédele el beneficio de la duda». Nunca olvidaré la respuesta de mi padre, porque fue la primera y única cosa inteligente que le había oído decir: «La gente no cambia. Solo cambia lo que hace con su vida».

Si mi padre tenía razón, eso significaba que detrás de aquellos sinceros ojos verdes que me escrutaban se escondía el mismo Cole de siempre, perfectamente capaz de ser la persona que había sido antes, de estar tirado en el suelo, borracho, intentando reunir el valor suficiente para suicidarse. No sabía si podía aceptar todo aquello.

—¿Y tu cura para la licantropía es… la epilepsia? —dije por fin.

Cole bufó con desdén.

—Ah, ese es un efecto secundario. Ya lo solucionaré.

—Podrías haber muerto.

Me dedicó una amplia y magnífica sonrisa, plenamente consciente de que era amplia y magnífica.

—Pero sobreviví.

—Eso no quiere decir que no seas un suicida.

—Arriesgarse no es ser un suicida —repuso Cole en tono altivo—. Si no, los paracaidistas en caída libre vivirían en la consulta de un psiquiatra.

—¡Los paracaidistas en caída libre llevan paracaídas, o lo que sea que lleven los paracaidistas en caída libre!

Cole se encogió de hombros.

—Yo os tenía a Sam y a ti.

—Ni siquiera sabíamos que estabas… —me callé al oír sonar mi móvil y me aparté de Cole para ver quién era.

Mi padre. Si alguna vez había habido un buen momento para dejar que saltara el contestador, era aquel; pero después de la bronca del día anterior, tenía que contestar.

Vi que Cole seguía mirándome mientras abría el teléfono.

—Sí, ¿qué?

—¿Eres Isabel? —la voz de mi padre sonaba sorprendida y… optimista.

—Sí, a menos que tengas otra hija —repuse—. Lo cual explicaría muchas cosas.

Mi padre hizo como si no me hubiese oído. Parecía estar de un buen humor sospechoso.

—Te he llamado sin querer. Con quien quiero hablar es con tu madre.

—Pues me has llamado a mí. ¿Para qué quieres hablar con ella? Cualquiera diría que estás fumado —refunfuñé, y Cole enarcó las cejas.

—Esa boca… —contestó mi padre automáticamente—. Marshall acaba de llamarme: esa chica ha sido la gota que ha colmado el vaso. Se ha enterado de que han retirado la protección a nuestra manada de lobos y van a organizar una cacería aérea. Esta vez, el estado se encarga de todo; nada de paletos con rifles. Usarán un helicóptero. Van a hacerlo como Dios manda, igual que en Idaho.

—O sea, que van en serio.

—Solo les falta programarla —dijo mi padre—. Reunir los recursos materiales y humanos y todo eso.

No sabía por qué, aquella última frase me resultó familiar: lo de «recursos materiales y humanos» parecía la típica expresión estúpida de Marshall que mi padre repetía después de haberla oído por teléfono hacía unos minutos.

Todo había terminado.

La cara de Cole ya no tenía la expresión perezosamente atractiva de un momento antes. Algo en mi voz o en mi cara debía de haberle hecho entender de qué se trataba, porque estaba mirándome tan intensamente que me hacía sentir desnuda. Aparté la cara.

—¿Tienes idea de cuándo será? —le pregunté a mi padre, que estaba hablando con otra persona cuya risa se oía de fondo.

—¿Cómo? Ah, Isabel, ahora no puedo hablar. Puede que dentro de un mes, según me han dicho. Pero estamos intentando adelantarlo. Antes hay que encontrar un piloto para el helicóptero y delimitar la zona. Ya nos vemos cuando llegue a casa. Oye… ¿Por qué no estás en el instituto?

—Estoy en el baño.

—Si estabas en el instituto, no tenías por qué contestar —dijo mi padre mientras alguien lo llamaba por su nombre—. Tengo que irme. Adiós, cielo.

Cerré el móvil y me quedé mirando las estanterías que tenía delante. Había una biografía de Teddy Roosevelt en un lugar destacado.

—Cielo… —dijo Cole.

—No empieces.

Me di media vuelta y le miré a los ojos. No estaba segura de cuánto había oído, pero tampoco hacía falta mucho para entender lo fundamental. En la cara de Cole había algo que me daba una sensación rara. Para él, la vida siempre había sido un chiste vagamente gracioso, pero malo. Sin embargo, en aquel momento, ante aquella noticia, Cole se mostraba… vacilante. Durante dos segundos fue como si pudiese ver todo lo que tenía por dentro. Y justo entonces, sonó la campana de la puerta y ese Cole desapareció.

Sam se quedó plantado en el umbral de la tienda y la puerta se cerró lentamente a sus espaldas.

—Malas noticias, Ringo —dijo Cole; volvía a ser el mismo de siempre—. Vamos a morir.

Sam me miró con ojos interrogantes.

—Mi padre lo ha conseguido. Han aprobado la cacería. Solo les falta contratar un piloto para el helicóptero.

Sam se quedó ante la puerta durante un buen rato, con la mandíbula apretada. En su mirada había algo extraño y resuelto. A sus espaldas, el cartel de la puerta decía CERRADO.

Estaba a punto de decir algo cuando Sam se me adelantó y, en un curioso tono formal, dijo:

—Voy a sacar a Grace del bosque. A los demás también, pero a ella primero.

Cole levantó la vista.

—Creo que en eso puedo ayudarte.