CAPÍTULO VEINTE
Sam
Amy —intenté pensar en ella como «Amy» y no como «la madre de Grace»— abrió la puerta de par en par y me condujo por una antesala pintada de un color lila más apagado que el de la fachada, hasta llegar a una sala increíblemente luminosa y llena de lienzos. La luz entraba por la pared de atrás, llena de ventanales que daban a un solar destartalado donde había aparcados unos tractores. Si no te fijabas en la vista, el espacio era profesional y elegante: paredes pintadas de color gris claro, como las de un museo, con cuadros que colgaban de unos cables sujetos a las molduras del techo. Había lienzos en las paredes y arrumbados en los rincones; algunos parecían recién pintados.
—¿Agua? —preguntó.
Me quedé plantado en mitad de la sala e intenté no tocar nada. Tardé unos segundos en poner en contexto la palabra «agua»: para beber, no para ahogarme.
—No, gracias.
Las otras veces que había visto cuadros de Amy, siempre se trataba de obras atípicas y enigmáticas: animales en zonas urbanas, amantes pintados de extraños colores. Pero todos los lienzos que había allí carecían de vida. Aunque fuesen cuadros de lugares —callejones y graneros—, parecían planetas yermos. No había animales, ni amantes, ni punto focal. El único cuadro que tenía algún tema era el que estaba en el caballete. Se trataba de un lienzo enorme, casi tan alto como yo, y era todo blanco salvo por una figura diminuta sentada en la parte inferior izquierda. La chica, que daba la espalda al espectador, tenía los hombros encorvados y una melena castaña que le caía por la espalda. Aunque estuviese mirando hacia otra parte, era Grace sin lugar a dudas.
—Adelante, psicoanalízame —dijo Amy mientras yo miraba los cuadros.
—Me estoy quitando —repuse.
Nada más hacer esa pequeña broma me sentí un tramposo, como la noche anterior, cuando había jugado con Cole a cantar el siguiente verso en lugar de acribillarlo a preguntas. Estaba confraternizando con el enemigo.
—Pues dime lo que piensas —pidió—. Me pones nerviosa, Sam. ¿Te lo había dicho alguna vez? ¿No? Pues debería habértelo confesado. Te lo confieso ahora. Cuando estabas con Grace nunca decías nada, y yo no sabía qué hacer. Todo el mundo habla conmigo, puedo hacer hablar a cualquiera. Cuanto más rato pasabas sin decir nada, más me preguntaba cuál era el problema.
La miré sin decir nada; hubiera preferido no confirmar sus palabras, pero no sabía qué contestarle.
—Ahora creo que me estás tomando el pelo —añadió—. ¿Qué piensas?
Pensaba muchas cosas, pero casi todas debían quedarse en el plano de los pensamientos y no pasar al de las palabras. La mayor parte eran afirmaciones airadas y acusatorias. Me giré hacia la Grace del lienzo para usarla como barrera.
—Estaba pensando que a esa Grace no llegué a conocerla.
Amy cruzó el estudio para plantarse a mi lado. Me aparté de ella. Lo hice sutilmente, pero se dio cuenta.
—Ya. Pues es la única Grace que yo conozco.
—Parece solitaria. Fría —dije lentamente, preguntándome dónde estaría.
—Independiente. Cabezota —bruscamente, Amy dejó escapar un suspiro y se alejó de mí—. Yo no me tenía por mala madre. Mis padres nunca respetaron mi intimidad: se leían hasta el último libro que me leía yo e iban a todas las fiestas a las que yo iba. Eran muy estrictos con la hora de llegada a casa. Viví bajo un microscopio hasta que me fui a la universidad para no volver. Ahora apenas nos hablamos, y ellos siguen mirándome con lupa —imitó unos prismáticos con las manos—. Pensaba que Lewis y yo éramos buenos padres. En cuanto Grace quiso empezar a hacer cosas sola, nosotros la dejamos. No te mentiré: también estaba encantada de poder recuperar mi vida social. Pero a Grace parecía irle muy bien. Todo el mundo se quejaba de que sus hijos daban la nota o de que iban mal en los estudios. Si a Grace hubiese empezado a irle mal, habríamos cambiado de método.
Más que a confesión, aquello sonaba a la declaración de una artista, a un conflicto destilado en unos fragmentos de entrevista. No la miré.
—La dejasteis sola —dije, aún mirando a la Grace del cuadro.
Se hizo el silencio. Quizá Amy no esperara que yo dijese nada. O quizá no esperara que no le diese la razón.
—Eso no es verdad —protestó al fin.
—Yo creo lo que me contaba ella. La vi llorar por vuestra culpa. Era algo real, a Grace no le gustan los dramatismos.
—Nunca nos pidió más.
Me giré y la miré fijamente con mis ojos amarillos. Sabía que eso la haría sentir incómoda, igual que a todo el mundo.
—¿De verdad?
Amy me aguantó la mirada durante unos segundos y luego la apartó. Pensé que debía de estar deseando haberse despedido de mí en la acera.
Pero cuando volvió a mirarme, tenía las mejillas húmedas y la nariz se le estaba poniendo roja.
—Vale, Sam. Nada de mentiras, ¿eh? Sé que a veces me pasaba de egoísta y solo veía lo que quería ver. Pero lo mismo podría decirse de ella: Grace tampoco era la hija más cariñosa del mundo.
Se dio media vuelta para limpiarse la nariz en la manga de la blusa.
—¿La quieres? —pregunté.
—Más de lo que ella me quiere a mí —contestó, con la mejilla apoyada en el hombro.
No respondí: ignoraba hasta qué punto quería Grace a sus padres. Hubiese deseado estar con ella y no en aquel estudio, sin saber qué decir.
Amy fue hasta el baño contiguo y la oí sonarse la nariz con fuerza antes de volver. Se detuvo a un par de metros de mí y se dio unos toquecitos en la nariz con un pañuelo de papel. Tenía la típica mirada rara que pone la gente cuando está a punto de hablar más en serio de lo que acostumbra.
—Y tú, ¿la quieres? —preguntó.
Noté que me ardían las orejas, aunque no me avergonzaba de lo que sentía.
—Si no, no estaría aquí.
Se mordió el labio y asintió mirando al suelo.
—¿Dónde está? —preguntó.
Me quedé inmóvil. Pasados unos segundos, levantó la vista y añadió:
—Lewis cree que la mataste tú.
No sentí nada. Aún no. De momento no eran más que palabras.
—Es por tu pasado. Decía que eras demasiado callado y raro, y que tus padres te habían arruinado la vida. Que era imposible que no te hubieses quedado destrozado después de aquello, y que mataste a Grace cuando supiste que no íbamos a dejar que volviese a verte.
Deseé apretar los puños, pero pensé que daría mala imagen, así que dejé que mis manos siguiesen colgando abiertas. Tenía la impresión de que eran dos pesos muertos, de que ya no pertenecían a mi cuerpo. Amy me observaba, juzgaba mi reacción.
Sabía que quería palabras, pero a mí no me apetecía decir nada. Me limité a negar con la cabeza.
Esbozó una sonrisa triste.
—Yo no pienso igual, pero… ¿dónde está, Sam?
La inquietud me fue invadiendo lentamente. No sabía si se debía a la conversación, al olor de la pintura o al hecho de saber que Colé estaba solo en la librería.
—No lo sé —dije con sinceridad.
La madre de Grace me tocó el brazo.
—Si la ves antes que nosotros, dile que la queremos.
Pensé en Grace y en aquel vestido vacío y arrugado. Grace, tan lejos y tan inalcanzable en el bosque.
—¿Incondicionalmente? —pregunté, aunque sabía que, dijera lo que dijera, no iba a poder convencerme.
Separé las manos, dándome cuenta de que había estado acariciándome la cicatriz de una muñeca con el pulgar de la otra mano.
La voz de Amy sonó segura.
—Incondicionalmente.
Pero no la creí.