CAPÍTULO DOS
Isabel
Medía el tiempo contando los martes.
Tres martes para que terminasen las clases y comenzasen las vacaciones de verano.
Siete martes desde que Grace había desaparecido del hospital.
Cincuenta y nueve martes para graduarme y salir disparada de Mercy Falls, Minnesota.
Seis martes desde la última vez que había visto a Cole St. Clair.
El martes era el peor día de la semana en casa de los Culpeper. Ese día había bronca. Bueno, en nuestra casa podía haber bronca cualquier día, pero el martes seguro que caía una. Había pasado casi un año desde la muerte de mi hermano Jack, y después de una sesión de gritos que se había oído en tres plantas, había durado dos horas y había incluido una amenaza de divorcio por parte de mi madre, mi padre había vuelto a acudir a terapia de grupo con nosotras. O sea, que todos los miércoles eran iguales: mi madre se perfumaba, mi padre apagaba el teléfono para variar y yo me sentaba en su enorme todoterreno azul e intentaba hacer como si allí atrás no oliese todavía a lobo muerto.
Los miércoles, todos nos comportábamos mejor que nunca. Las horas posteriores a la terapia —cena en St. Paul, alguna compra inútil o una película en familia— eran el colmo de la belleza y la perfección. Y a partir de entonces, todos comenzábamos a alejarnos de ese ideal hora tras hora hasta llegar al martes, el día de la gran bronca.
Los martes yo intentaba no estar en casa.
Pero aquel martes fui víctima de mi propia indecisión. Después de volver del instituto, no me apeteció llamar a Taylor ni a Madison para salir por ahí. La semana anterior había ido a Duluth con las dos y con unos amigos suyos, me había fundido doscientos dólares en zapatos para mi madre y cien dólares en una camiseta para mí, y había dejado que los chicos se gastasen una tercera parte en unos helados que no nos comimos. En aquel momento no supe por qué lo había hecho, más allá de por impresionar a Madison con mi manejo de la tarjeta de crédito. Seguía sin saberlo; tenía unos zapatos muertos de risa a los pies de la cama de mi madre, una camiseta que me quedaba fatal ahora que me la probaba en casa, y era incapaz de recordar cómo se llamaban los chicos. Solo me acordaba vagamente de que el nombre de uno empezaba por J.
Podía dedicarme a mi otro pasatiempo, que era subirme a mi todoterreno y aparcar en algún camino invadido por la maleza para escuchar música y hacerme a la idea de que estaba en cualquier otro sitio. Normalmente, así mataba las horas y volvía justo antes de que mi madre se acostase, cuando lo peor de la pelea ya había pasado. Qué ironía; cuando vivía en California tenía un millón más de maneras de salir de casa, pero en aquella época no las necesitaba.
Lo que más me apetecía era llamar a Grace y pasear con ella hasta el centro, o sentarme en su sofá mientras ella estudiaba No sabía si podría volver a hacerlo alguna vez.
Aquel martes pasé tanto tiempo intentando decidirme que perdí la oportunidad de escapar. Estaba en el vestíbulo con el teléfono en la mano, sin saber qué hacer, cuando mi padre bajó apresuradamente por las escaleras al mismo tiempo que mi madre abría la puerta del salón. Estaba atrapada entre dos frentes a punto de chocar. Llegados a este punto, lo único que podía hacer era cerrar las escotillas y confiar en que no le pegasen un tiro al enano del jardín.
Me preparé para lo peor.
Mi padre me dio una palmadita en la cabeza y dijo:
—Hola, ratoncita.
¿Ratoncita?
Parpadeé mientras se alejaba de mí a zancadas, eficiente y poderoso cual gigante en su castillo. Me sentí como si hubiese retrocedido un año.
Lo vi detenerse en el umbral junto a mi madre. Esperaba que intercambiasen alguna pulla, pero lo único que intercambiaron fue un beso.
—¿Qué les habéis hecho a mis padres? —pregunté.
—¡Ja! —dijo mi padre en un tono de voz que podría describirse como jovial—. Te agradecería que te pusieses algo que te tape la tripa antes de que llegue Marshall, si es que no piensas quedarte arriba estudiando.
Mi madre me dirigió una mirada de «Te lo dije», aunque no me había comentado nada acerca de la camiseta al volver del instituto.
—¿Te refieres al congresista Marshall? —pregunté; mi padre tenía muchos amigos de la universidad que habían acabado en altos cargos, pero no los había visto demasiado desde la muerte de Jack. Había oído contar a mis padres historias sobre ellos, especialmente cuando bebían—. ¿Marshall el cabezón? ¿El Marshall que se tiró a mamá antes que tú?
—Llámalo señor Landy —dijo mi padre, pero ya estaba saliendo por la puerta y no pareció importarle mucho—. Y no seas maleducada con tu madre.
Ella se dio media vuelta y le siguió hasta el salón. Los oí hablar y hubo un momento en que mi madre se rió.
Un martes. Era martes y ella se estaba riendo.
—¿A qué viene? —pregunté con recelo mientras los seguía del salón a la cocina. Eché un vistazo a la encimera: una mitad estaba cubierta de patatas fritas y ensaladas, y la otra de papeles, carpetas y cuadernos con anotaciones.
—Aún no te has cambiado la camiseta —me reprochó mi madre.
—Voy a salir —contesté; acababa de decidirlo.
Todos los amigos de mi padre se creían graciosísimos pero no lo eran, así que prefería no coincidir con ellos.
—¿A qué viene Marshall? —insistí.
—El señor Landy —me corrigió mi padre—. Vamos a hablar de algunos asuntos legales y a ponernos al día.
—¿Es por algún caso?
Pero entonces, al pasar junto a la parte de la encimera cubierta de papeles, algo me llamó la atención. La palabra que me había parecido ver, «lobos», estaba escrita por todas partes. Al verla sentí un hormigueo desagradable. Un año antes, cuando aún no conocía a Grace, la idea de que los lobos recibieran su merecido por matar a Jack me hubiese parecido una dulce venganza. Ahora, sorprendentemente, me ponía de los nervios.
—Todo esto va de la protección de los lobos en Minnesota, ¿verdad? —dije.
—Quizá no sigan protegidos mucho tiempo —respondió mi padre—. Landy tiene unas cuantas ideas. Tal vez pueda hacer que liquiden a toda la manada.
¿Por eso estaba tan contento? ¿Porque Landy, mi madre y él iban a sentarse a merendar y a idear un plan para cargarse a los lobos? Como si aquello nos fuese a compensar por la muerte de Jack.
Grace estaba en el bosque. El no lo sabía, pero estaba hablando de matarla.
—Genial —dije—. Yo me largo.
—¿Adonde vas? —preguntó mi madre.
—A casa de Madison.
Mi madre se quedó congelada con una bolsa de patatas fritas a medio abrir en las manos. Tenían suficiente comida para dar de comer a todo el Congreso de EE. UU.
—¿De verdad vas a casa de Madison, o dices que vas a casa de Madison porque sabes que voy a estar demasiado ocupada para comprobarlo?
—Vale —dije—. Voy a casa de Kenny y no sé quién querrá apuntarse. ¿Contenta?
—Contentísima.
De pronto me di cuenta de que llevaba puestos los zapatos que le había comprado. No sé por qué, pero eso me dejó descolocada. Mis padres sonriendo, ella con zapatos nuevos y yo preguntándome si iban a matar a mi amiga con un rifle de precisión.
Recogí mi mochila, salí y me senté en el todoterreno. El aire estaba cargado. No metí la llave en el contacto ni me moví; me limité a sostener el teléfono en la mano mientras intentaba tomar una decisión. Sabía lo que debía hacer; lo que no sabía era si quería hacerlo. Hacía seis martes que no hablaba con él. Quizá me cogiese el teléfono Sam. Podía hablar con Sam.
No, debía hablar con Sam. Al congresista Marshall Landy y a mi padre se les podía ocurrir algo en su consejo de guerra amenizado con patatas fritas. No tenía elección.
Me mordí el labio y marqué el número de casa de Beck.
—¿Sí?
La voz al otro extremo de la línea me resultó increíblemente familiar, y el susurro de los nervios en mi estómago se convirtió en un aullido.
No era Sam.
Mi voz me sonó involuntariamente fría.
—Cole, soy yo.
—Ah —dijo, y colgó.